A sus 75 años, Domingo Urrutia continúa siendo un roble. LAS TUNAS.— «Buenos días, señora, ¿aquí vive Domingo Urrutia?», le pregunto a una mujer que sale al portal de la casa a responder mi llamado. «Sí, pero él no se encuentra. Si quiere verlo lléguese allí, que está trabajando en la estancia. Nada más tiene que cruzar». Y me señala con el brazo recto un cercano conuquito.
Son apenas 50 metros. Los venzo y cuando me asomo entre la maleza, lo distingo. Doblado sobre un surco está una leyenda cubana de los cañaverales. Oprime animoso el azadón este ícono del trabajo. «Estoy sembrando tomates», me dice después del saludo. Y con una de sus manos virtuosas se limpia el sudor de la frente.
No ha estado bien de salud últimamente. Su hijo José, médico de profesión, le ha dicho más de una vez: «Papi, deja todo esto ya y ponte a descansar». Y Domingo le responde: «Bueno, si quieres verme en una silla de ruedas, lo haré...» Y otro hijo suyo, Ermidelio, también lo sermonea. Pero, ¿cómo se puede desarraigar de la tierra a un roble de 75 años que echó raíces en ella?
Le comento mi intención de entrevistarlo. Y le hago saber cuál es el propósito. No dice ni que sí ni que no. Se vuelve a enjugar el sudor y toma rumbo a la casa. Entonces musita una frase que alcanzo a escuchar cuando pasa junto a mí: «Vamos», me invita. Lo sigo y en un par de minutos estoy sentado en una butaca frente al hombre que hizo del corte de caña una proeza cotidiana.
—¿Qué le parece si comenzamos hablando de su infancia?
—¿Qué infancia? ¡Si yo nunca tuve infancia! Mire, compay, antes de llegar Fidel, los hijos de los negros pobres nacíamos adultos. Y si para colmo éramos guajiritos, pues peor. Nada de Día de los Reyes Magos, cumpleaños celebrados, caramelitos por Navidad ni lujos de gente de dinero. Jamás retocé con una pelota ni monté en una bicicleta. Desde que en 1941 mi familia se asentó en la zona de Jobabo, mis juguetes fueron siempre la mocha y el azadón. Y eso que era un vejigo de ocho años de edad. Y escuela, muchísimo menos. No había maestros y nadie se preocupaba porque estudiaras. Pero eso no es todo. Todavía no había cumplido los 14 cuando el viejo murió. Ahí comencé a «guayarla» de verdad, porque, como yo era el mayor de los varones, tuve que hacerme cargo de mis cinco hermanos chiquitos y de mi mamá embarazada. ¡Dígame usted si pude así tener infancia! Desde que me parieron lo mío fue trabajar y trabajar.
—¿Y cómo enfrentó aquella situación con solo 14 años?
—Lo primero fue mudarme con toda mi parentela para Macagua 8, una colonia donde vivía un tío mío. Me ayudó en lo que pudo y a la semana empecé en los cortes de caña con los haitianos. Pero no era un empleo permanente. Llamaban solo si necesitaban macheteros. ¡Y éramos una tonga de aspirantes! Ni se sabe las noches completas que esperé entre los plantones para ver si me autorizaban a picar un bultico de 300 arrobas. Y había otro problema: cuando aparecía el chance, el mayoral elegía al cortador. Decía: «No, tú no, aquel de allí». Y ya. Si tenía suerte y me elegían, podía pasarme toda la madrugada esperando por una carreta de bueyes que me llevara la caña picada hasta la grúa. Sí, porque, además de tumbar, había que alzar a mano y tirar. También podía ocurrir que te autorizaran a picar y al primer mochazo te dijeran que no, que la locomotora había llegado sin vagones y que había que interrumpir el corte.
—Es difícil imaginar a un niño de esa edad en una tarea así...
—Pues imagíneselo, compay, porque en aquellos tiempos era así como le cuento. Y, como yo, había cantidad de muchachos que trabajaban a la par de los mayores. Como dice el refrán, la necesidad obliga. A mí quienes me enseñaron a picar caña fueron los haitianos de Macagua 8. ¡Eran unas combinadas! Me estuvieron ayudando hasta que poco a poco le cogí el golpe a la mocha. A los 15 años de edad ya tumbaba 300, 400 y hasta 500 arrobas para normas técnicas en 4 o 5 horas. Los haitianos me decían que yo tenía chamico, que en patuá quiere decir brujería. Yo les decía en jarana que la llevaba en la güira del agua. Dentro de los cañaverales nunca tomé ron como hacían otros para estimularse el cuerpo. Ni dejé que los problemas me ocuparan el pensamiento. Por eso nunca me accidenté. Me pasaba horas cantando canciones mexicanas, sones, boleros... Así piqué caña en el central Francisco, en Elia, en Manatí y en Jobabo.
—Durante todo ese tiempo, ¿qué hacía su familia?
—¿Qué iba a hacer? ¡Sobrevivir! Mis hermanos eran chiquitos. Y la vieja tenía que atenderlos. Así que la «mantención» iba por mí. Yo rondaba los cañaverales, atento al primer chance. ¡Podía pasar una semana sin que apareciera! Pagaban un peso por cada cien arrobas picadas. Con aquella miseria debía alimentar seis bocas. Cuando podía tumbaba 300 o 400 en una jornada. Terminaba hecho leña, pero así escapábamos. Fíjate si el dinero escaseaba que en zafra el colono mataba una novilla y tenía que salar la carne por falta de compradores. La gente, cuando más, pedía un real de huesos y cosas así. ¿Viandas? Las pocas que sembrábamos en una guardarraya. Ningún pobre tenía tierra propia. Los haitianos nos enseñaron a preparar un plato al que le decían calalú. Llevaba yuca, quimbombó y calabaza. Se hervía todo y luego se machacaba junto en un pilón. Como el quimbombó resbala, aquello no había ni que masticarlo.
—¿Dónde adquirían los abastecimientos, la ropa, el calzado...?
—Lo de comer, como el arroz, en la tienda de la colonia, si tenías dinero o eras de confianza para que el dueño te fiara la factura. Los desconocidos compraban con vales y cuando cobraban les hacían el descuento. El capataz llevaba un control exacto de lo que cada cual ganaba. En aquella tienda se nos iba la vida. Al terminar la zafra cerraba y nos dejaba al garete. La mayoría de los campesinos pobres nos vestíamos con tela de sacos de harina. En otras tiendas había maravillas. Pero un par de zapatos baratos costaba dos pesos con 50 centavos. Y hasta cinco en la peletería La Española, la mejor de Victoria de las Tunas. En el campo casi todos los hombres usábamos alpargatas. ¿Las casas? De yagua, guano y piso de tierra. Los asientos eran dos horquetas enterradas con un par de tablas de palma encima. Y las camas de cujes de monte con colchones de hojas de plátano. ¿Frazadas y sábanas? Sacos de yute abiertos...
—Y cuando se acababa la zafra, ¿cómo se las arreglaban para vivir?
—Bueno, esas son palabras mayores. El tiempo muerto era un sálvese quien pueda. Más de una vez arranqué con toda mi gente para la Sierra Maestra a recoger café. ¡Y a inventar! Un día me eché al hombro un jolongo con una hamaca y otras cosas. Cogí a pie por Bartle, salí a Villanueva y casi de noche llegué a Catalina. Allí me topé con unos haitianos que había conocido en la Sierra. Comí algo con ellos. Pero de trabajo, ¡nada! Seguí camino y en una colonia cercana conseguí ocupación por un día. Me pagaron dos o tres pesos, no recuerdo bien. De ahí me junté con dos más que venían desde Holguín a lo mismo que yo. Supimos que en Montes Grandes estaban abriendo una nueva colonia. Y para allá seguimos. Estuvimos tres días sembrando cañas por siete u ocho pesos. Hasta que el colono nos dijo que nos fuéramos, porque se había acabado el trabajo. Y regresé a la casa con aquel dinerito para los míos.
—¿Y qué otros remedios para sobrevivir buscaban en tiempo muerto?
—Jugar dados y pelear gallos, por ejemplo. Yo dejé mis quilitos en esa bobería, porque quien juega por necesidad, por necesidad pierde. Un día de 1958 un compadre mío que estaba paralítico me pidió que organizara una fiesta en su casa para ver si se ganaba una platica. Trajimos hasta un tocadiscos con su planta eléctrica y hablé con la Guardia Rural para que autorizaran también jugar. Y quién le dice a usted que como a las once de la noche, en medio de la orgía, se nos aparecen unos rebeldes que venían de la Sierra Maestra con el hoy general de división Jesús Bermúdez Cutiño al frente, que era de aquella zona y me conocía de cuando cortábamos caña juntos. Me dijo: «Domingo, hay muchas madres con luto en Cuba para que ustedes estén fiestando y jugando». Le expliqué las causas. Entonces me entregó diez pesos para que se los diera a mi compadre. Y paró la fiesta. Desde ese día jamás volví a jugar.
—¿Qué hizo cuando triunfó la Revolución?
—Dar brincos de alegría. Y ponerme a su disposición. Como lo único que había hecho en la vida era trabajar en los cañaverales, hice la primera zafra en 1960 cargando carretas. Luego, cuando vinieron los vagones, pasé a los cortes, mi especialidad. Recuerdo que eran tierras del INRA y escogían a los macheteros más destacados. Al final quedé entre los diez mejores y en premio me mandaron a hacer una casita allí mismo en la granja del pueblo. Mía y sin riesgos de que viniera la Rural y me desalojara, como vi hacer con tantos campesinos pobres de mi zona. Ahí comenzaron a seleccionar trabajadores para ocupar puestos del Estado. Me llamaron y respondí que era analfabeto. Pero me dijeron que me ayudarían. Así fue como comencé a trabajar en una tienda cuando se terminaba la zafra. Y a hacer mis primeros garabatos. Aprendí a leer, a escribir, a pesar... Hasta que alcancé el noveno grado.
—¿Podemos decir que desde entonces comenzó su fama de machetero?
—Sí, desde esa época. Y corté caña en muchos sitios. Incluso fuera de Cuba, como en Jamaica. Allá fuimos a competir en 1974 Carlos Vega —un machetero villareño— y yo. Éramos en total 24 parejas, 23 de ellas jamaicanas. Y se competía por puntos. Cada dúo cogía un tajo de ocho cordeles. Los puntos los ganaban quienes cortaran parejo a ras de suelo, organizaran bien las tongas, apilaran sin basuras ni cogollos... Era caña quemada y quienes sacaran el tajo en cuatro horas ganaban 30 puntos adicionales. Advirtieron que si alguien se enfermaba, su pareja quedaba descalificada. Nosotros comenzamos delante de venga y venga. Llevaron a la televisión para que nos viera cortar. Pero la noche antes, durante la bienvenida, me había tomado dos o tres cervezas. Y cuando menos lo esperaba me entraron unas diarreassssss... Por la urgencia tuve que abandonar el corte varias veces. Y nos sacaron de la competencia.
—Pero no fue esa la única vez que viajó al exterior, ¿me equivoco?
—No, también viajé por estímulo. Eso fue en 1971 y fui por 15 días a la URSS y a otros países del campo socialista. Estuve a punto de renunciar por temor a subirme en el avión. Fui el último en montar en aquel Britannia grandísimo que le metía miedo a un campesino negro y humilde como yo. Pero dos tragos de ginebra me dieron confianza. Hicimos escala en Praga y nos pasaron para un avión mucho más chiquito. En el aire nos orientaron que debíamos ponernos los cinturones porque nos había sorprendido una tormenta. El avioncito comenzó a moverse como una hamaca. Y oiga, aquellos hombrones cortadores de caña comenzaron a gritar «ay mi madre y ay mis hijos» como unos vejigos. ¡Y yo entre ellos! Pero se controló todo y aterrizamos en Moscú con nueve grados de temperatura y unos sobretodos que nos tapaban los pies. Fue una experiencia muy buena. La repetí años después cuando fui con mi esposa a Alemania.
—¿Tiene idea de cuántas arrobas de caña picó en su vida?
—Me han calculado unos cuatro millones. ¡Si fue lo único que hice desde que me empiné! Y parece que no lo hacía muy mal, porque en mis 45 zafras revolucionarias fui Vanguardia Nacional 24 años consecutivos, Héroe Nacional durante otros ocho, siete veces Héroe de la Zafra y hasta Héroe del Trabajo de la República de Cuba, distinción que me entregaron en 1994, cuando ya estaba jubilado. También he recibido numerosos estímulos materiales, que agradezco mucho. Pero, ¿sabes cuál ha sido el mayor de todos? Conocer a Fidel, estrecharle la mano y sentarme a su lado en varios actos. Y en un Congreso de los CDR entregarle personalmente el cheque por un millón de pesos que la organización había recaudado entre sus miembros como aporte a las Milicias de Tropas Territoriales. Esos momentos son imborrables. Y de alguna manera me hacen olvidar el tiempo muerto de mi vida. Y pensar en este, mi tiempo vivo.