La peor herencia de Gustav es llevar a muchas personas a una existencia primigenia, donde lo principal es buscar algo para cocinar y propiciarse aunque sea un pedazo de techo
Un rastro de techos arrancados y colchones destripados que hoy se secan al sol en los más increíbles lugares, incluso en medio de la carretera, denuncian a simple vista el rumbo por donde se desplazó el huracán Gustav.
Sin embargo, su peor herencia ha sido llevar a muchas personas a una vida primigenia, donde lo principal es buscar carbón o leña para cocinar, e incluso qué cocinar, mientras el resto del tiempo lo consumen en propiciarse aunque sea un pedazo de techo por si viene un nuevo temporal.
La bodega La Siempre Viva exhibe su nombre como un símbolo en medio de tantos quebrantos. El administrador, Gustavo Chirino, coloca unos paños en lo que fuera el techo para domar en algo los intensos rayos del sol, que caen a pleno mediodía sobre las personas que hacen la cola para adquirir la canasta básica y un poco de queroseno.
Ya se decidió entregar la cuota completa en todos los municipios pinareños afectados, y una adicional a las familias damnificadas. También se lucha por reactivar la gastronomía popular, se garantiza leche y pan, y poco a poco algunas unidades empiezan a vender comidas elaboradas.
Igualmente, se están entregando varios litros de combustible doméstico. El queroseno y los fogones pike, que algunos desarmaron y creyeron que pasarían al olvido, son hoy los dioses del hogar.
Lina Carrillo Pedroso, de 71 años, carga con su combustible doméstico mostrando la ligereza de una mujer mucho más joven. En medio de tanto dolor, pues Gustav le llevó el techo y las persianas, se le adivina esperanzada.
Durante estos días se las han ingeniado en su núcleo familiar de cuatro personas para cocinar con un poco de carbón que ella tenía guardado. «Menos mal que nos dieron estos 11 litros de luz brillante y que teníamos un fogón pike del cual no nos desprendimos».
Junto a Lina espera el preciado combustible Adelina Piñero López, quien también compra en La Siempre Viva, pero su casa está en un sitio más apartado, en La Majagua, a unos cuatro kilómetros del pueblo de Los Palacios.
Como toda una amazona llevaba su sombrero y dirigía el rumbo del carro tirado por el caballo, ese que tantos problemas le ha resuelto a la familia y hasta el cual cargó un abultado saco con azúcar.
«Estoy acostumbrada a trabajar; he acarreado hasta leche en tiempos anteriores. El temporal arrancó mi casa y la llevó a gran distancia. Mi esposo, mi hija de nueve años y yo nos quedamos sin nada. Él es campesino. Ahora vivimos en un varentierra que quedó en el patio. Pero estamos vivos... eso es lo principal».
Vulnerables, pero solidarios
En cada familia Gustav ha dejado una historia de desgarramiento, de proyectos y empeños rotos que ahora deben volver a levantarse.
Nancy Gómez Monterrey y su esposo Guillermo Álvarez tenían casi terminada su casa. Solo les faltaba el nuevo piso. El meteoro les echó a perder 30 sacos de cemento y se llevó el techo de asbesto-cemento que solo tenía un año y medio.
Ya les dieron algunas planchas nuevas, que enseguida colocaron sobre el único colchón que les queda, para que no se eche a perder si vuelve a llover. ¿La ropa? Cogiendo sol en los muros del portal antes que el moho se ensañe con ella.
¿Cómo se las arregla la gente después de un impacto que no imaginaban tuviera tal magnitud?
En general predominan los más vulnerables y solidarios, como Juana Pérez Lazo, jefa de un núcleo familiar que no tiene a ningún hombre, solo tres mujeres y un niño de 13 años con problemas renales.
«El Estado —dice— me pasa una pensión de 190 pesos por la enfermedad de mi hijito. Me regalaron un Panda y un colchón. Ahora casi no tengo nada, excepto el colchón del niño y el televisor, que llevamos para la casa de un vecino».
Y es que abunda la solidaridad entre vecinos, familiares, amigos y hasta simples conocidos. En Los Palacios, por ejemplo, se contabilizan más de 10 000 viviendas afectadas y unos 5 000 colchones echados a perder, todas cifras apenas preliminares.
No obstante, aunque mucha gente duerme casi a la intemperie, 421 familias viven ahora «temporalmente» agregadas con alguien que le muestra así su deseo de auxiliar; incluso no faltan los que se han unido para cocinar, poniendo este la vianda, aquel el aceite y el otro un pollo que sobrevivió al huracán.
Paradójicos afectos
Pinar del Río ha ganado triste fama, ahora no ya por sus increíbles paisajes, sino por ser una zona castigada por huracanes.
En medio de los cataclismos de la Naturaleza, los seres humanos se acompañan de múltiples maneras. La gente se aferra a sus afectos, y gracias a estos se sobreponen a los rigores provocados por los vientos infernales.
En lo que queda de la pequeña casita de Bárbara Martínez Rubiera, un televisor Haier permanecía cogiendo sol con todos sus componentes al aire libre, quizá con la vana esperanza de hacerlo funcionar cuando llegue la electricidad.
«No nos dio tiempo a cargar con él. En medio de la ventolera, Currito, mi esposo y yo corrimos para la casa de placa que está aquí al frente. El televisor es muy importante, pero yo no iba a dejar a Currito detrás. Mi perrito es uno más del núcleo familiar».
Desde Los Palacios hasta Bahía Honda, en Candelaria, Viñales, San Cristóbal, Consolación del Sur, La Palma, en todo Pinar del Río, historias como la de Bárbara se repiten, y no faltan incluso los que como Nicolás, con 75 años, por poco mete al caballo que tira de su carretón en el cuarto, «pa’que el ciclón ese no me matara al animal».
A unos kilómetros de allí, decenas de trabajadores del secadero de Los Palacios se rompen la cabeza tratando de recuperar algo de las 1 909 toneladas de arroz para semilla, una parte de las cuales corren el riesgo de fermentarse y nunca germinar.
Se cuentan por cientos los que han llegado de todas las provincias para ayudar a restablecer la telefonía, la electricidad o colaborar en el cuantioso escombreo.
Eligio García Matos, en cambio, por ahora recoge cocos para los suyos. Él y su hermana vivían al lado de la panadería de Sierra Maestra, a unos metros de la escuelita que demorará mucho en sanar.
«Cuando el viento sopló de verdad, corrimos pa’ la oficina de placa, y nos encerramos allí. Todo se desbarató. A mi hermana el ciclón anterior le llevó el techo. Ahora la dejó sin na’.
«Estoy levantando unos horcones ahí para hacer un “tiliche” donde meternos un tiempo. Y mientras, salí a buscar cocos. El fiñe mató una gallina. En lo que fuera el horno de la panadería estamos calentando agua para pelar el pollo. Óigame, porque con casa o no, en la barriga siempre algo hay que echar».
El dolor de Ketty
Cada vez que Ketty Alfonso se acuesta, un dolor intenso la obliga a recordar el huracán. Un surco en su cabeza, cerrado con 11 puntos, le hace rememorar lo poco que se acuerda de Gustav, pues cuando despertó en la posta médica no sabía qué le había pasado ni cómo llegó allí.
«Fue en lo más intenso del huracán. Yo aguantaba la ventana con todo mi cuerpo. Mi esposo estaba tratando de evitar que volara la puerta. No podía sostenerme más. La ventana estaba clavada al marco y creí que resistiría. Quería orinar y se lo dije a Fernando. Después no recuerdo más».
El resto de la historia nos la contaron su esposo, Fernando González, y la doctora del puesto médico de Sierra Maestra, un antiguo central azucarero que hace muchos años pasó a mejor vida, y dejó a Ketty como herencia la casa del administrador.
Gruesos muros, ventanas y puertas algo toscas, de tablas enteras, duras. Nada indicaba que la decimonónica vivienda no iba a aguantar, aunque viniera el peor de los temporales. Se equivocaron.
«Ella no se acordará de nada, y yo no sé si perdió o no la conciencia, pero nada más vino un poco la calma, corrimos para la posta médica, a unos 500 metros de aquí», recuerda Fernando.
«La herida era fea, grande, y como botaba sangre y se había dado un golpe tan fuerte en la cabeza, decidimos evacuarla a Los Palacios, la cabecera municipal, a unos diez kilómetros», apunta Yusleiby Catalá, la joven doctora del servicio social, para quien Gustav fue la peor de las pruebas.
En un ómnibus sacaron a Ketty para el pueblo junto con otro muchacho herido. Aprovecharon que en ese momento el ojo del huracán, con más de 60 kilómetros de diámetro, pasaba justo por encima de Sierra Maestra. Aún así, el viaje fue infernal.
«Todo estaba en calma, no llovía, incluso todavía teníamos cierta claridad. Pero ya los vientos habían derribado varios árboles, y el chofer y otras personas que nos acompañaban tuvieron que bajarse varias veces a separar las ramas caídas y a sortear postes y cables».
Atrás dejaban en medio del pueblo al añejo algarrobo inmenso, que se balanceó como un niño hasta caer sobre una casa de buena mampostería, y rajarla como si fuera un vaso de cristal.
Deseándoles la mejor de las suertes quedaban los más de mil pobladores de Sierra Maestra, apretujados todos entre el consultorio médico, la posta de correos, la bodega y la iglesia, únicas construcciones que resistieron el embate de la tormenta.
En el caserío que un día fue batey de un central, el sitio habitado más cercano a Punta Carraguao, lugar por donde Gustav tocó tierra pinareña, no hubo ningún muerto... aunque a Ketty todavía le duela la cabeza.