Roberto Segre es doctor en Ciencias del Arte por la Universidad de La Habana, y en Planificación Regional y Urbana por la Universidad Federal de Río de Janeiro. Foto: Mireille Molto Cuando se está frente a él se confirma que es «grande». Por esta razón sorprende su humildad. Aunque no enmascara sus raíces europeas (nació en la ciudad italiana de Milán el 14 de octubre de 1934), el hecho de haber emigrado muy niño aún a la Argentina, seguramente motivó su identificación plena con los habitantes del Nuevo Mundo.
Discípulo aventajado de los italianos Bruno Zebi y Giulio Carlo Argan, así como del maestro cubano Fernando Salinas, el arquitecto Roberto Segre Prando es uno de los más prestigiosos historiadores y críticos de la Arquitectura a escala global. Acaba de recibir el título de Doctor Honoris Causa del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría, institución a la que se ha mantenido vinculado desde su fundación.
A la ininterrumpida faena docente en numerosas universidades, el experto suma una vasta producción intelectual y científica donde sobresalen los volúmenes Diez años de Arquitectura en Cuba Revolucionaria (1970); América Latina en su arquitectura (1975), fruto de un proyecto auspiciado por la UNESCO; Arquitectura y urbanismo de la Revolución Cubana (1989); América Latina, fin del milenio: raíces y perspectivas de su arquitectura (1991) y Arquitectura Antillana del Siglo XX (2003).
Él mismo reconoce que su interpretación de la realidad del contexto latinoamericano se esclareció durante una estancia en Brasil, justo antes de viajar a Cuba en 1963, seducido por la naciente Revolución Cubana, con el propósito de convertirse en académico y «concebir la historia como un instrumento para transformar el mundo».
Ya desde esa época se fue perfilando, a manera de sana complicidad, la relación entre el profesor y la asignatura predilecta; entre el estudioso y su campo de acción; entre el arquitecto y la defensa de los valores estéticos, sociales y culturales de la arquitectura, sin desviarse un milímetro de esa vocación primigenia que marcaría su destino. «Porque no hay futuro sin pasado, no hay innovación sin tradición, no hay arquitectura sin cultura...».
—¿Por qué ese interés latente en sus textos de historiar el devenir cubano a través de sus edificaciones?
—Cuando tenía 18 años entré en la Universidad de Buenos Aires con el anhelo de ser historiador. Me apasionaba esta materia, pero cuando descubrí la historia de la arquitectura y del arte, los monumentos y las manifestaciones artísticas, supe que el destino de mi vida era ese. De igual forma me sucedió cuando descubrí a Cuba, en 1963, y debí ocupar el vacío del venerable maestro Joaquín E. Weiss, quien acababa de jubilarse. Me enamoré de todo lo que aquí se levanta y decidí que esa era mi función.
—Investiga un tiempo en Río de Janeiro y da clases otro tanto en La Habana..., ¿dónde vive por fin?
—Hace unos años me invitaron a formar un departamento de Urbanismo en Río de Janeiro. Allí trabajo e investigo junto a un equipo de jóvenes fantásticos. En realidad estoy aquí y allá. Soy profesor de la CUJAE, vengo a dar mis cursos y viajo al Brasil, pero mi casa y mi familia son cubanas.
—¿Cómo ha podido dominar la historia y los secretos que guardan las construcciones habaneras?
—Nunca he sido especialista en arquitectura colonial. Toda mi vida la he dedicado a la modernidad, lo que explica todos mis libros sobre la arquitectura de la Revolución Cubana. Lógicamente, aunque mi objeto de estudio es el siglo XX, he tenido que escribir sobre la etapa anterior.
«Años atrás me dediqué a estudiar las fortalezas coloniales cubanas e hice un trabajo que abordó precisamente la significación de ese sistema de fortificaciones para el área del Caribe. También hice una historia de La Habana, que se publicó en Cuba, pero en general, la mayor parte de mi producción ha sido sobre la arquitectura moderna. Entonces, cuando hablamos de lo moderno, no hay muchos secretos (sonríe)».
—¿Acaso ha dialogado con sus piedras?
—Más que todo he conversado con la gente y con las obras, mirándolas con detenimiento. Mi propósito es el análisis, la lectura y la interpretación de la arquitectura como un fenómeno artístico, estético y cultural. Aunque no se puede hablar de la arquitectura sin la significación técnica, uno puede ser historiador sin ser crítico, pero un crítico no puede serlo sin ser historiador.
«De cualquier manera, más que un historiador me considero un crítico de la arquitectura. Muchos historiadores se documentan y escriben, pero no dan juicio alguno. En mi caso sí emito criterios sobre las obras, razón que me ha traído no pocos problemas».
—¿Cuáles son las principales similitudes que existen entre la arquitectura cubana del siglo XX y la del resto de las Antillas?
—En mi libro Arquitectura Antillana del Siglo XX establezco por épocas las semejanzas y diferencias respecto a Cuba. Por supuesto que existen incompatibilidades. Podemos decir que La Habana es la ciudad menos caribeña; en cambio Santiago de Cuba lo es más, porque se acerca a las construcciones de madera típicas de Santo Domingo. Y, bueno, la arquitectura ecléctica como esta (señala los edificios que rodean la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana) está presente en todas las islas, al igual que la moderna.
«Hasta 1959 en Cuba hay un proceso más o menos paralelo. Después tuvo lugar una ruptura, porque el capitalismo tiene otra dinámica, otro ritmo. Ahí es donde se distancia un poco el desarrollo cubano respecto a los demás países del Caribe.
«Me preocupó siempre el hecho de que Cuba se trataba como un fenómeno aislado y tuve la certeza de que era un error distanciarla de América Latina. En general el Caribe quedaba siempre como algo ajeno, y traté de hacer la conexión de ambos polos.
«Cuando en 1985 obtuve una beca por la Fundación John Simon Guggenheim, de Nueva York, que fue la que me permitió viajar por todo el Caribe, me sorprendió que al llegar a Puerto Rico y preguntar si conocían a los arquitectos dominicanos me dijeran que no. En República Dominicana, justo al lado de Haití, tampoco conocían a los profesionales haitianos. Pienso que en esos viajes, después de contactar a toda esa gente y relacionarme con ellos, abrí de cierto modo ese vínculo».
—¿Refleja la arquitectura el rostro de los pueblos?
—Definitivamente sí, porque la arquitectura es el elemento o la expresión cultural más estable y permanente que una nación o una sociedad hace. Por lo tanto, de alguna manera refleja esa sociedad. Quizá no diría exactamente los pueblos, pues la arquitectura expresa el poder que rige a un pueblo, o el poder que lo representa. El pueblo no hace su arquitectura, sino el poder. —¿Qué papel desempeña la arquitectura en el rescate o preservación del legado de las culturas americanas? —Es fundamental, porque uno vive dentro de la arquitectura: nace dentro de una clínica u hospital y cuando muere lo llevan en un cajón rumbo al cementerio, donde todo es arquitectura. Acompaña la vida del hombre, más ahora donde todo es cada vez más urbano, donde cada día es inferior la cifra de personas que viven en el campo y donde el contacto con la naturaleza suele ser más complicado. La arquitectura es el ámbito donde vive la gente. Desgraciadamente, esto no significa que los hombres seamos felices. «En la Edad Media, a pesar de que vivían en casas muy pobres, todo era más coherente, había una unidad. A partir del siglo XIX, cuando empieza la actividad industrial, el desarrollo está en manos de especuladores, comerciantes y de los mismos arquitectos. Entonces ocurre una crisis. «La arquitectura es un sistema que puede ser bueno para los que tienen dinero y técnicamente válido para los que manejan recursos. Ahora, los pobres están obligados a vivir en condiciones precarias, y es evidente que en ese caso la arquitectura refleja las contradicciones de la sociedad». —¿Cómo surge su relación con el maestro carioca Oscar Niemeyer? —Cuando terminé la universidad en 1960 ya yo era de izquierda. Dos años después, antes de venir a Cuba, me fui a Brasil con cartas de recomendación para todos los arquitectos famosos de ese país. Lo conocí en la célebre casa de las curvas y desde entonces hemos mantenido una relación fraterna. «En época de la dictadura no hubo contacto posible, pero cuando volvió el gobierno democrático en 1980 se reanudó la comunicación. A partir de 1984 me invitaban anualmente a Brasil distintos colegas para impartir conferencias o cursos. Incluso una vez, estando ya en Brasilia, él me pagó el viaje y estuve unos días en su compañía. Siempre le llevaba tabacos cubanos, que son su debilidad. A mi regreso le llevaré unos tabaquitos más finos, que son los que fuma en estos tiempos. «Ahora estoy haciendo un libro que se llamará Oscar Niemeyer. 100 años-100 obras, donde analizo un centenar de sus trabajos. Los días que he estado en Cuba, excepto las horas en que impartí un curso en el Ministerio de la Construcción, los he reservado para esta tarea. Hoy acabé el comentario número 80; aún me faltan 20. «También estoy enfrascado en una investigación que se titula Niemeyer y las Américas, sobre sus obras en la región, que realmente son pocas. A principios del 70, el presidente Salvador Allende lo estimuló a viajar a Chile, pero el golpe fascista frustró el intento. A Cuba lo invitamos muchísimas veces y no se atrevió a venir porque le tiene pánico a los aviones. Finalmente ahora está terminando unos trabajos para la Isla. «Creo que es el mejor arquitecto de América Latina. Desde luego, hay cosas que ha hecho bien y otras que no. Como lo he criticado y se ha enterado, se enojó un poco conmigo, pero bueno, eso ya pasó. El genio no acepta críticas». —¿Nunca le sedujo diseñar sus propios proyectos?—No. Me di cuenta que tenía habilidad para escribir y facilidad para los estudios teóricos. Pienso que todos tenemos un talento para algo, solo que a veces ese talento se queda dormido y luego sale a flote. Yo encontré mi camino. «Recuerdo que cuando llegué a Cuba participé en el concurso para el Parque de los Mártires Universitarios, con un proyecto que no consideré tan malo. Mis alumnos de ese entonces se destaparon y me aconsejaron que mejor me dedicara a la teoría, pues creían que mi trabajo no estaba nada bien. «También me fascinaba el diseño gráfico, e incluso llegué a diseñar los boletines de la Escuela de Arquitectura en La Habana, pero al final comprendí que lo que yo sabía hacer bien era describir y criticar todo lo relacionado con la arquitectura». —De no haber sido arquitecto, ¿qué profesión hubiese elegido? —Historiador.