Cecilia O´Farril.
Fotos: Adán Iglesias y Cortesía del Hotel Nacional
La niña se negaba a entrar al sitio. No le gustaba ni siquiera pasar por el frente porque «ahí hace boom». Con 14 años ahora, todavía carga el trauma de aquella mañana del 12 de julio de 1997 en el Salón Rojo del hotel Capri de La Habana, donde en un instante toda la alegría y la risa promovida por los payasos se esfumó.
La historia de Wendy nos la cuenta su tía Cecilia O’Farril Cárdenas, trabajadora de servicios de esa instalación turística, quien la invitó ese día a la fiesta infantil.
El estruendo que venía desde fuera, ocasionó una gran confusión en el salón donde se encontraban unos 200 niños: hijos, sobrinos o nietos de los trabajadores del Capri. Los padres se abalanzaban para proteger a los niños, otros trataban de indagar el estado de los pequeños. Todos querían salir al unísono.
El sitio quedó irreconocible. La fachada se volvió añicos. Desperdigados por el suelo los trozos de cristal que antes formaron una pared. Los muebles desbaratados y en el suelo un hueco.
A solo unos metros del Capri está el Hotel Nacional de Cuba. También allí estalló una bomba. Transcurrió poco tiempo entre una detonación y otra. En el Nacional sucedió sobre las 11 y 25 de la mañana. El blanco nuevamente sería el lobby, donde existían cabinas telefónicas. Frente a estas y tras un buró dos telefonistas del hotel se encargaban de transferir las llamadas a los huéspedes.
Huellas de detonación en el Hotel Nacional. Hacía solo tres meses que Valia Soler Borrell trabajaba como telefonista y todavía no estaba muy familiarizada con el funcionamiento de la computadora. Por eso cuando sintió el estallido, se asustó pensando que por una mala manipulación sería ella la causante de aquella explosión.
«Antes del estruendo se nos acercó una chilena y nos comentó que sintió que algo vibraba en la tercera cabina —la cual acababa de utilizar, justo donde estaba el artefacto explosivo—. Maritza, mi compañera de trabajo, le dijo que no se preocupara que en Cuba no ocurrían terremotos».
Casi al instante se sintió la detonación. Las cabinas se fragmentaron, y la honda expansiva hizo sus estragos, agujereó el techo y el piso, quemó las cortinas, rompió cristales. Todo se volvió confuso. Cuatro huéspedes del hotel quedaron heridos, entre ellos la chilena que sintió las vibraciones.
Tras estos hechos estaba el terrorista Luis Posada Carriles, quien actuando a través de un intermediario, ordenó los atentados realizados en La Habana por el salvadoreño Raúl Ernesto Cruz León. Este mercenario se encargó de introducir en el país el explosivo C-4 y quien los situó y activó para estallar el 12 de julio en los hoteles Capri y Nacional. Meses más tarde, el 4 de septiembre, repetiría la operación en los hoteles Copacabana, Chateau Miramar, Tritón y el restaurante La Bodeguita del Medio. Por cada bomba Cruz León recibiría el pago de 4 500 dólares.
Los servicios de Seguridad del Estado cubano tuvieron noticias de más de 30 planes terroristas organizados desde Miami por grupos anticubanos, entre abril de 1994 y septiembre de 1997.
Por ello Cecilia O’Farril se indigna cuando ve las imágenes de Posada Carriles paseándose libremente por las calles de Miami, como si no fuera el hombre que le enseñó a su sobrina el rostro del terror.