CIEGO DE ÁVILA.— Era el 10 de octubre de 2005, por la mañana. Día feriado y el desayuno estaba servido, cuando sonó el teléfono. «Mileydi, es para ti», avisó la mamá y la hija tomó el auricular: «Dígame». «¿Mileydi?» «Sí..., dígame». «¿Mileydi? Es del Puesto de Dirección provincial. Hace falta que prepares el maletín y vengas para acá». «¿Qué hay?», preguntó ella y la respuesta fue: «No sabemos. Diles a tus papás que vas para La Habana, pero no sabemos el tiempo. Solo diles eso».
Mileydi Martínez Rodríguez. Entonces, a los 19 años de edad, Mileydi Martínez Rodríguez empezaba a acostumbrarse a las llamadas de emergencia. Era graduada del segundo curso de Trabajadores Sociales y el hecho de recoger las ropas y guardarlas en el bolso con premura era algo que formaba parte de su profesión. Los padres lo entendían; pero ella, sin decirlo, sospechaba que algo se salía de lo normal.
No eran los únicos. En Ciudad de La Habana, Danger Castillo Verdecia, de 24 años, también guardaba sus pertenencias. Llevaba lo esencial: unas pocas mudas de ropa, toalla, pasta y cepillo dental, puede que unas sábanas y algún abrigo. Pero, mientras las acomodaba en silencio, algo también le decía que el aviso por teléfono tenía un sabor raro.
Un día más tarde, Danger y Mileydi llegaron al IPVCE Vladímir Ilich Lenin, de la capital del país. No se conocían en ese momento, ni tampoco sabían para qué se encontraban allí, al igual que cientos de trabajadores sociales de todo el país, que se juntaron con ellos en la Lenin. El motivo de la llamada lo supieron el 14, por la madrugada; y el encargado de decírselo fue el Comandante en Jefe Fidel Castro, en persona.
IINélida Pérez Romero. Nélida Pérez Romero y Lisandra García Leiva tienen hoy 18 años y las dos son egresadas del último curso de Trabajadores Sociales. Nélida estudia Psicología; Lisandra, Comunicación Social, y las dos solo habían salido de la provincia de Ciego de Ávila en viajes de paseo y en compañía de sus padres.
«Cuando nos dijeron que teníamos que irnos, me dio tristeza», confiesa Lisandra. «Eso fue el 13 de diciembre de 2005. Sabía que tenía que irme, pero algo me aguantaba. Al final me dije: “Vámonos” y me subí a la Yutong».
«A mí me pasó igual», cuenta Nélida. «¿Salir de Ciego? ¿Y sola? Ni en sueños. Y lo que menos imaginé es que íbamos a dar tantas vueltas».
Así fue. Salieron a Santiago de Cuba para iniciar la sustitución de los bombillos incandescentes por los ahorradores. Allí permanecieron unas semanas. Al cabo de unos días les dijeron que partirían a Ciego de Ávila y el ómnibus se dirigió a Holguín.
Reiniciaron las faenas de cambio; cuando pensaron que ya se quedarían ahí, les informaron que retornarían a sus casas. Tampoco fue así. La Yutong bordeó la ciudad de Ciego de Ávila y se dirigió hacia la localidad de Ceballos. Allí se albergaron en el IPVCE Ignacio Agramonte y Loynaz. Se despertaban temprano y salían a sustituir bombillos. El 31 de diciembre les dieron el pase con un aviso: en cualquier momento, las podían llamar.
IIISalieron al amanecer, luego de una noche de conversaciones que terminaron sobre las cuatro de la madrugada. La idea era que los trabajadores sociales intervinieran todos los servicentros del país y detuvieran el caos en la distribución de combustible.
A Mileydi la destinaron al CUPET de 31 y 18, en el municipio de Playa, en Ciudad de La Habana. A Danger lo enviaron a Pinar del Río. Estuvo en varios lugares hasta que se quedó en la capital provincial.
«Decir que todos nos recibieron con alegría es mentir —cuenta—. Encontramos muchos intereses en el mercadeo de combustibles; y otros, que no estaban en nada, pero que nos miraban como si viniéramos a fastidiarles la vida. A un trabajador social, que entró a una barbería a pelarse, el barbero le preguntó: “¿Tú eres de los que están en la pista de gasolina?”. El muchacho respondió que sí y el hombre le enseñó la puerta: “Pues sal, que aquí no te pelas”.
«¿Que cómo hacían las trampas? Había para coleccionar. En vez de agua, a la gasolina le echaban petróleo o luz brillante. Una forma muy usual era venir a echar 20 litros, pero se echaban 15 y el resto se lo dejaban al pistero. Con las pipas existía un método: la parqueaban en una inclinación como si fuera una lomita, cuando iban a distribuir. Así se asentaba un combustible que no se descargaba y luego le daban camino. Más o menos, el litro de gasolina especial se vendía a 95 centavos CUC y a 85, la regular».
Mileydi: «Los primeros días fueron los duros. El CUPET de 31 y 18 tiene mucha demanda y no teníamos la práctica. Las colas de carros doblaban la esquina, y los conductores irritados. Nosotros queriendo que las cosas salieran con rapidez y no podíamos. ¡Qué va!, si yo no podía con la manguera, mire el tamañito que tengo y diciéndole a la gente: “Póngase por acá, muévase para allá”. Quería morirme. Un día la cola se puso terrible. El parqueo del servicentro y la calle estaban llenos de máquinas y choferes esperando. Yo andaba nerviosa, quería hacer las cosas rápido y ahí era cuando me equivocaba. Para echar el combustible, no cogía la puntería con el “gatillo” de la “pistola”. Era para halarse los pelos. En una de esas, apreté un botón sin darme cuenta y empapé a un chofer. Me quedé fría, mirando al hombre con los brazos abiertos y chorreando gasolina. Quise echarme a llorar delante de todo el mundo; sentía muchas ganas, pero no lo hice. No podía hacerlo».
IVEl 13 de marzo, Lisandra y Nélida volvieron a montarse en las Yutong. Esta vez fueron a La Habana, y luego de unos días salieron para Santiago de Cuba. El último destino fue Granma. En las tres provincias repartieron calentadores y ollas eléctricas.
«Cuando hacíamos una estancia, el comentario era que los trabajadores sociales estaban en los servicentros —cuenta Nélida—. En medio de esos viajes, yo empecé a cambiar. Pensaba que el mundo era tranquilo y las familias se llevaban bien. No imaginaba que alguien se peleara por boberías y que dos personas, que habían estado casadas, vivieran en una misma casa, dividida por sábanas en vez de paredes de bloques. También nos encontramos con gente que tenían de todo y no te ofrecían ni un vaso de agua; y otros, que en sus casas podías mirar para afuera por las paredes, de tan malas que estaban, y casi te obligaban a quedarte con ellos a comer. Esos fueron de los momentos buenos que tuve.
«Al principio, en Bayamo, yo me quedé en casa de una presidenta de CDR. Nunca la voy a olvidar. Llegué con tremenda pena y ella me recibió. Me dijo: “A partir de ahora, tú eres mi hija”. Desde ese momento empecé a decirle mami. Y ahí se ha quedado. Para siempre».
V«A mí me pasó algo parecido —explica Milyedi—. Al principio me quedé a vivir en casa de una viejita. Gladys Montalvo es su nombre. Después nos alojaron en una villa; pero cada vez que tenía un tiempo, volvía a la casa de Gladys. Esa también es mi mamá».
Danger Castillo Verdecia. Danger: «Con el combustible, uno aprendió a conocer a la gente. Empezamos a diferenciar quién es el que te quiere de verdad y cuál es el que se te acerca, haciéndose buena gente, para luego enredarte por abajo y embarcarte en un negocio. Con el paso del tiempo se notó el cambio hacia nosotros. Se dieron cuenta que no veníamos a hacer daño. Pero para esa fecha, yo era otro. Antes todo lo resolvía a gritos. Cuando iba a discutir era a base de manoteos. No era muy medido que digamos. Y cuando llegó la faena en los servicentros, tuve que aprender a controlarme. Al comienzo quería reventar. Luego descubrí que con el autocontrol miraba mejor las cosas y hasta salía más rápido de los problemas. Me di cuenta de que el mundo no se puede arreglar a base de trompones. Por eso, en ocasiones, cuando estoy acostado, a punto de dormirme, me acuerdo de lo explotado que era antes y lo calmado que soy ahora, y no me queda más remedio que rascarme la cabeza y pensar: “Danger, ¿y tú quién eres?”».
VILisandra García Leiva. Lisandra: «Nunca imaginé que para subir una loma había que bajarse del carro y seguir a pie. En Buey Arriba, en la provincia de Granma, tuvimos que hacerlo varias veces. En otras nos pasamos los días completos sobre una carreta, atravesando montes donde solo había dos o tres casitas. Una vez llegamos a un caserío, allá por Guasimillas, un lugar con mucha tierra de color amarillo. La gente estaba acostada y a nosotros se nos cerraban los ojos por el cansancio; pensábamos que tendríamos que ponernos unos palitos ahí para que no se cerraran los párpados. Cuando nos vieron con las ollas eléctricas por poquito hacen una fiesta.
«Pero lo grande para mí fue en Güines. Tocamos en una casa y nos salió una viejita. Vivía sola desde hacía mucho tiempo y tenía las piernas enfermas. Ella nos miró, aguantada de la puerta, y preguntó: “¿Ustedes, qué desean?”. Le explicamos y ella empezó a mirarnos extrañada, como si estuviera perdida. Cogimos la caja con la olla eléctrica y se la pusimos delante. Cuando la sacamos, envuelta en el nylon y con el olor a nuevo, ella se echó de rodillas al piso. Nos tomó las manos y empezó a besarlas. Yo me quedé con la boca abierta y le dije: “¿Pero señora, qué usted está haciendo?”. Ella me acarició la cabeza y se apretó los labios. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y me susurró: “Gracias, mi’ja..., gracias”».