Los que soñamos por la oreja
Es más que sabido los estrechos vínculos existentes entre el jazz estadounidense y la música cubana. Ya investigadores como Leonardo Acosta y Danilo Orozco han demostrado con creces la participación de compatriotas nuestros en la ciudad de New Orleans durante el proceso de surgimiento del primer gran lenguaje sonoro del siglo XX.
Tal simbiosis es lógica que se produjese, si pensamos en que el jazz resulta expresión de un claro proceso de hibridación entre lo africano y lo europeo, lo rítmico y lo melódico, tendencias todas que también acontecen en la música cubana.
Como ha acotado José Dos Santos, periodista y gran conocedor del jazz: «La tradición oral de los antepasados africanos y el intercambio libre, desinhibido y sin formalidades, desembocaron en los bailes y cantos marcados por la percusión».
Igualmente, hay copiosa bibliografía que atestigua el hecho de que de 1948 en adelante, con el encuentro Gillespie-Pozo y el comienzo del auge del afrocuban jazz, se inicia un proceso diaspórico de músicos cubanos que van a radicarse a Estados Unidos, ante la demanda que se produce por entonces en aquel país en cuanto a percusionistas nacidos de este lado del mundo.
Como ha señalado el notable investigador Cristóbal Díaz Ayala, lo antes señalado resulta un caso claro de justicia poética. «Si en Cuba los percusionistas, por su abundancia, eran los peores pagados de los músicos, en Nueva York era diferente; el percusionista cubano que pudiera descifrar la ritmática jazzista y amalgamarla con lo cubano, estaba hecho».
Es así que comienzan por entonces en Norteamérica las carreras prodigiosas de figuras de nuestro terruño como Cándido Camero, Chino Pozo (no confundir con Chano Pozo), Mongo Santamaría, Armando Peraza, Oreste Vilató, Carlos «Patato» Valdés, Francisco Aguabella, Marcelino Valdés y otros. Todos ellos eran portadores de un singular modo de ejecutar la percusión, cosa que habían adquirido acá en Cuba y que llevaron consigo al pasar a radicarse en Estados Unidos.
Tras el triunfo de la Revolución en 1959 y la ruptura de relaciones entre EE. UU. y Cuba, con el consiguiente cese del natural intercambio musical entre ambos países, el proceso migratorio de músicos nuestros hacia aquella nación, que antes había sido algo común y corriente entre muchos jazzistas de acá que deseaban ir a probar suerte, a ver si conseguían realizar el sueño de ir a bailar a casa del trompo, se politizó a extremos antes nunca imaginados, fenómeno que empieza a cambiar a partir de la última década del pasado siglo XX, cuando una nueva generación de percusionistas cubanos, en muchos casos con una muy sólida formación académica recibida en nuestros conservatorios, ante la cruda realidad económica del período especial, optan por irse a residir a Estados Unidos, donde a partir de su altísimo nivel como instrumentistas capaces de abordar cualquier estilo, no solo se mueven entre agrupaciones musicales de compatriotas sino que han conseguido integrarse a la nómina de disímiles proyectos de jazzistas estadounidenses.
Justo es señalar que, en lo que varios teóricos del arte y la literatura cubanos definen como la generación del Mariel, también se incluyeron algunos percusionistas que consiguieron alcanzar el éxito en Norteamérica. Son los casos, sobre todo, del baterista Ignacio Berroa y el tamborero Daniel Ponce (ya fallecido), ambos con una amplísima trayectoria en la escena del jazz de esa nación norteña.
Empero, los mayores lauros registrados en décadas recientes por parte de los percusionistas cubanos afincados en EE. UU. provienen de la generación de músicos radicados en aquel país a partir de los 90. Encabezados por nombres como los de Horacio «el Negro» Hernández, Dafnis Prieto, Ernesto Simpson, Ángel, Alexis y Armando «Pututi» Arce, Raúl Pineda, Jimy Branly, Francois Zayas, Román Díaz o Pedrito Martínez, desde su quehacer en la batería o en las congas y los tambores batá han puesto muy en alto nuestra escuela de percusión.
En resumen, sucede que como afirma Leonardo Acosta: «La presencia del toque cubano prácticamente en todos los géneros de la música popular de los EE. UU., tal como señalaba John Storm Roberts, y la del jazz y sus variantes en la música popular cubana, por lo menos del danzón a nuestros días, crea históricamente un territorio aparte, de recíproca fertilización, que ha sido capaz de resistir a más de 40 años de ruptura y aislamiento entre los dos países y de enfrentamiento en algunos terrenos».