Lecturas
En los años 30 y 40 de la pasada centuria, el café-restaurante La Isla era, en su tipo, el preferido de la ciudad. Le valían esa preferencia su bien sazonada cocina y sus exquisitos helados, y, por qué no decirlo, la discreta puerta que por la calle Rayo daba acceso directo a su área de reservados, que tanto agradecían algunas parejas. Por una razón u otra, La Isla estaba lleno a toda hora.
Añádase que se hallaba en una esquina en la que durante décadas se midió el pulso de la ciudad: Galiano y San Rafael, llamada La esquina del pecado y también La esquina de don Pancho, el de La Isla.
En sus Estampas de San Cristóbal (1926), Jorge Mañach exalta la Calzada de Monte como una calle de «sabroso criollismo», mientras que Obispo, conservadora y recalcitrante, defiende su viejo prestigio con celo conmovedor. San Rafael era arribista y nueva rica, en opinión del prestigioso ensayista, en tanto que no acertaba a definir Galiano, ni tampoco Belascoaín. Llama Mañach encantadora la esquina de Galiano y San Rafael, y la califica de «lujosa, perfumada y trémula». Precisaba el autor de Indagación del choteo: «Vía crucis de los instintos… por donde a la hora “del cierre”, en que la villa se esponja empapada de crepúsculo, discurre quebradamente el mujerío inefable de San Cristóbal».
Se dice que por las numerosas mujeres que se daban cita en la zona para hacer sus compras y ver las vidrieras, y también para que las vieran —grupo que se reforzaba con la entrada y salida de las empleadas de las tiendas— es que el sitio recibió el nombre de esquina del pecado.
Sin embargo, Eduardo Robreño y René Méndez Capote, tomando como referencia al costumbrista Félix Soloni, no se cansaban de asegurar que con tal nombre bautizó el periodista Lozano Casado, que hizo célebre el seudónimo de Bravonel, la esquina de Galiano y Neptuno, donde tarde tras tarde hacía que le limpiasen los zapatos.
Poco importa eso a estas alturas. Lo que resulta verdaderamente significativo es que Galiano y San Rafael, con café La Isla incluido, se convirtió en el punto comercial por excelencia de la capital.
EL COMERCIO Y LA MODA
Hasta 1915, Obispo y O’Reilly fueron en La Habana la meca del comercio y la moda, como lo eran de las secretarias de despacho (ministerios) la banca y los bufetes de prestigio.
En Obispo hallaban asiento la mejor heladería, la dulcería más solicitada, la farmacia más confiable, las librerías más actualizadas. Joyerías de nombre como La Casa de Hierro o Palais Royal, tiendas como La Villa de París y La Francia y una sastrería reputada como la del padre de Julio Antonio Mella, se localizaban asimismo en esa calle. Una modista de gran fama, madame Laurent, tenía su taller en O’Reilly. La corsetera madame Monin y sombrereras como madame Souillard y las hermanas Tapié, estaban por excepción en la calle Muralla, como madame Marie Copin, en Compostela. Cuando la gran bailarina rusa Ana Pavlova estuvo en La Habana renovó todo su ajuar con esa célebre modista francesa.
No aceptaban las cubanas de la época, pobres o ricas, las confecciones norteamericanas, aseguraba la Méndez Capote. La seda venía de Francia, y el olán, el mansú, la muselina, el organdí y los casimires, de Francia e Inglaterra. Los encajes llegaban desde Bélgica, y de España, la ropa de cama, de hilo puro. Los buenos zapatos se hacían en Cuba, con pieles importadas, por zapateros cubanos…
El primer complejo comercial habanero que quiso parecerse a los que existían ya en el exterior se construyó dentro de la urbanización de Las Murallas, en la Calzada de Monte, entre Prado y Zulueta, en 1873. Era un modesto conjunto de 12 establecimientos porticados de una sola planta, unidos por un frente común con esquinas en las calles mencionadas.
Unos 20 años más tarde se construía en La Habana un segundo edificio comercial o bazar, con una distribución más moderna que el de Monte y con igual independencia de las tiendas o locales que lo conformaban. Era la Manzana de Gómez y fue uno de los sitios que ejerció mayor atracción —un verdadero punto de gravitación del centro urbano— a medio camino entre Obispo y O’Reilly y San Rafael. Al ser dotada de luz eléctrica a fines del siglo, la Manzana se hizo más notable aún por su actividad nocturna.
LA CASA GRANDE
Ya en 1920, Galiano y San Rafael empiezan a ser lo que serían después: el lugar donde se mediría el pulso de la ciudad. En 1877, La Ópera abrió sus puertas en Galiano y San Miguel, la llamada Esquina del Ahorro. Unos 20 años después, en San Rafael y Águila, lo hizo Fin de Siglo, un pequeño bazar que creció al ritmo de la Gran Habana. En 1927, en Galiano y Neptuno se inauguraba La Época con solo seis empleados, que serían 400 en 1957.
La primera tienda de que tenemos noticias que funcionó en el área se llamó El Boulevard y ocupó justo el sitio de la actual Casa Bella.
Este escribidor desconoce cuándo se inauguró, pero sí sabe que sus propietarios la vendieron en 1887. Aprovechando el local, los nuevos dueños abrieron allí La Casa Grande, que prestó servicio hasta 1937, cuando se vendió a su vez el inmueble, donde se instaló el Ten Cents, comercio minorista de artículos varios, casi todos importados, que desde 1924 tenía su sede en San Rafael y Amistad. Seguía a La Casa Grande una heladería —le llamaban frutería— con el pomposo nombre de El Progreso del País, y enseguida La Casa Quintana.
El Encanto se inició en 1888, en Guanabacoa. Pasó después a Compostela y Sol, hasta que halló sitio en Galiano y San Rafael y creció desmesuradamente, pagando a precio de oro cada pedacito de terreno. Cuando el fuego asesino la destruyó en 1961 era la tienda por departamentos más importante del país. Disponía de sastrería, perfumería, departamento de ropa hecha, colchonería, joyería, juguetería… Contaba con tres almacenes y más de mil empleados, 300 de los cuales laboraban en la casa central de Galiano, y tenía sucursales en Varadero, Santa Clara, Cienfuegos, Camagüey, Holguín, Santiago y varias subsidiarias.
El Ten Cents, por su parte, tenía cinco establecimientos en La Habana y otros tantos en el interior, así como mil empleados, casi todos mujeres.
Aunque las tiendas, a medida que avanzaba el siglo, fueron haciéndose por departamentos para procurar que el cliente encontrara en ellas casi todo lo que buscaba, las había también especializadas. Si se trataba de lozas y cristales, lo mejor era El Palacio de Cristal, en Neptuno y Campanario. Lámparas, las de Quesada, en Infanta y San Lázaro. Para muebles, Orbay y Cerrato, en Infanta y San Martín. La Casa Quintana era ideal para los artículos de regalos, y Cuervo y Sobrino, en San Rafael y Águila, eran «los joyeros de confianza».
Un hombre despertaba admiración si se vestía en Oscar, la sastrería de la calle San Rafael. En la misma calle, la joyería de Gastón Bared fue en su tipo uno de los mejores establecimientos de la ciudad; representaba los relojes Omega, Cartier y Breittin, en tanto que la joyería Riviera, en Galiano, tenía la representación de los relojes Rolex y Patek Phillippe, y pasó más de 80 años representando las mismas marcas.
FLOGAR
El dueño del café La Isla, que pasó medio siglo en el lugar, sin moverse a ninguna parte, asistió curioso a toda esa transformación, mientras engrosaba su billetera y le crecían los mostachos enormes. No ha podido el escribidor averiguar su apellido. Para todos era sencillamente don Pancho, don Pancho el de La Isla. Había logrado adquirir la primera planta de un edificio de altos y bajos. El piso de arriba acogía la residencia de una marquesa cubana cada vez más venida a menos, y tanto que decidió montar una casa de huéspedes en lo que fue su fastuosa mansión.
Tanto dio don Pancho que consiguió al fin que la marquesa le vendiese su espacio. Y se dice que el día en que se traspasó la propiedad, ordenó al notario que añadiese diez mil pesos a la cifra pactada como el gesto elegante de un español aplatanado y enriquecido hacia una dama cubana que fue y estaba dejando de ser.
Claro que aquella compra fue un negocio redondo para don Pancho que, llegado el momento, vendió el edificio a Florentino García, propietario, junto con su esposa, de la inmobiliaria Ligar. Y este, ni lento ni perezoso, demolió el viejo inmueble para construir la tienda por departamentos a la que bautizó con el nombre de Flogar.