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Incendio en Jesús María

 

En la tarde del domingo 25 de abril de 1802 La Habana conoció una de las mayores tragedias de toda su historia. Los hombres que a esa hora bebían en la barra de la bodega El Cangrejo, sita en Esperanza esquina a San Nicolás, fueron los primeros en percatarse de que algo sucedía y serían testigos de primera mano. Advirtieron el humo, escucharon los gritos y vieron luego las llamas elevarse sobre las viviendas.

Horas después el barrio de Jesús María prácticamente había dejado de existir. Casi 200 viviendas totalmente destruidas y otras muchas con afectaciones de envergadura dejaron a más de 7 800 personas sin hogar. Se reportaron asimismo daños humanos. Fueron numerosos los lesionados y siete personas murieron carbonizadas.

Es lo que se conoce hoy como el primer incendio de Jesús María, aunque las llamas alcanzaron también el barrio colindante, el de Guadalupe, una zona que se extendía desde la calle Águila hasta el puente de Chaves [sic], en La Habana de extramuros, de las más pobres de la ciudad, con casas de madera y guano en su mayoría, y asiento predilecto entonces de los llamados negros curros venidos de Andalucía, gente sin oficio ni beneficio que vivía del robo, el hurto, la matonería y el proxenetismo, y que se distinguían por sus largas trenzas, los dientes cortados en punta, una sortija en cada dedo y aretes en forma de media luna que querían parecer de oro.

No era menos peculiar su vestimenta. Pantalones anchos que se estrechaban en los tobillos y camisa blanca de cuello con forma de dientes de perro en sus bordes, mientras que un pañuelo de algodón atado sobre el pecho caía en ángulo sobre la espalda. Hablaban aquellos negros curros de manera afectada y al caminar lo hacían con grandes contoneos y movimientos exagerados de brazos.

El incendio había dejado a la intemperie al diez por ciento de la población de La Habana de entonces, calculada en unas 84 000 personas, y el Gobierno dispuso de inmediato el albergue de los damnificados en la fortaleza de la Cabaña, la Casa de Recogidas y algunos cuarteles de la ciudad. Una colecta pública se organizó en auxilio de las víctimas, pero tres días después de comenzada solo había podido allegar 3 957 pesos.

Como tan exigua recaudación solo alcanzaba para repartir entre los damnificados unos 45 centavos por cada uno, el mismo capitán general Salvador Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, se echó a la calle a fin de tocar la fibra humana y mover el corazoncito de la población y exhortarla a ser más dadivosa. 

Se desconoce si logró Someruelos su propósito. Pero, ya a esa hora el Real Consulado de Agricultura, Industria y Comercio y la Junta de Fomento advertían que tocaba al Gobierno construir las viviendas necesarias. Punto este que chocaba con un inconveniente real: no había madera ni dinero para asumir la reconstrucción. 

Saltó, entonces, a la palestra don Francisco de Arango y Parreño, el llamado Estadista sin Estado y cabeza pensante de la sacarocracia criolla; una de las mentes más lúcidas de la Cuba colonial que desempeñaba entonces el cargo de síndico —algo así como un delegado o intendente— del Real Consulado.

El capitán general debía autorizar la importación indefinida de madera desde Norteamérica, sugirió el autor del ensayo sobre la forma de fomentar la agricultura en La Habana, madera que, en un comercio de trueque, se canjearía por mieles y otros frutos de la tierra.

Aceptada su propuesta, Arango abundó en su sugerencia. Como muchos de los damnificados eran carpinteros, albañiles, herreros, en fin, jornaleros de la construcción, asumirían ellos mismos la tarea de levantar sus casas. Y a los que quisieran hacerlo, se les entregaría el lote de terreno necesario en el corral de San Marcos, a 14 leguas de La Habana y al sur de Guanajay, a fin de que se dedicaran a la agricultura.

Es decir, Arango y Parreño, por un lado, beneficiaba a los propietarios agrícolas con lo que venderían para el canje de la madera y liberaba al Gobierno de la responsabilidad de la mano de obra constructiva. Por otro, incrementaba la fuerza productiva en el campo e intentaba paliar un problema ya preocupante en la época: la sobrepoblación de la ciudad.

Arango y Parreño, huelga decirlo, era un bicho, le sabía un mundo a la colonia y sus problemas y la forma de solucionarlos. Mataba cuatro pájaros con la sola pedrada de su propuesta.

Pronto apareció la noticia en la prensa o en el Papel Periódico de La Havana, el único que se editaba entonces, que representantes de 30 familias acudieron de inmediato a la sede del Real Consulado en reclamo de la tierra y la ayuda prometidas. Todos portaban el documento exigido, firmado convenientemente por una persona de prestigio y arraigo social, que certificaba que eran hombres de bien, laboriosos y de buenas costumbres.

Al fundamentar su proyecto, Arango y Parreño había escrito que tenía como objetivo «arraigar en el campo cuantas familias urbanas fuera posible haciendo fluir en pequeñas poblaciones, las que sin este impulso quedarían establecidas en La Habana». El plan dio resultado y el primer incendio de Jesús María, en la tarde del domingo 25 de abril de 1807, hizo que naciera el pueblo de Artemisa.

 

Y los bomberos, ¿qué?

Con relación al siniestro de Jesús María, se habrá preguntado el lector qué hicieron los bomberos. La respuesta es simple: nada, y la explicación, más simple todavía. Sencillamente no existían bomberos en La Habana de entones. Tampoco los tenía al ocurrir el segundo incendio en esa barriada, el 11 de febrero de 1828.

Claro que decir que no existían no equivalía a que no los necesitara, y el Ayuntamiento trataba de suplir su carencia alertando a los vecinos de la villa en cuanto a la prevención. Así, 42 de las cláusulas de las Ordenanzas de Construcción para la ciudad y pueblos de su jurisdicción municipal, se refieren a la forma en que podían evitarse.

El primer incendio de envergadura que recoge la crónica habanera ocurrió el 22 de abril de 1622. Comenzó en una casa de la calle de La Cuna, porción esa de la calle Real o de la Muralla, llamada también Del Molino. No pudo impedirse su propagación y se extendió rápidamente, impulsado por el viento, por cinco manzanas de la zona. Destruyó 96 edificaciones y acabó con todos los árboles.

Fue el 12 de diciembre de 1835 cuando el capitán general Miguel Tacón, que en su Gobierno combinó el despotismo con la realización de obras de mucha utilidad pública, dispuso la creación de los Honorables Bomberos y Obreros de La Habana, cuerpo que puso bajo el mando del coronel Manuel Pastor. Lo integraban casi 200 hombres, entre los que sobresalían albañiles, herreros y carpinteros.

La mitad de esos hombres atendería la zona de intramuros y la otra mitad la de extramuros, y había pelotones de blancos, de negros y de mulatos. Un teniente estaba al mando de cada uno de esos pelotones y en sus plantillas aparecía además un subteniente, un sargento y tres cabos, mientras que 24 hombres conformaban su dotación para un total de 30 elementos. Vestían de uniforme: casaca azul turquí con cuello y vivos rojos, y pantalón blanco.

El cuerpo de bomberos se incrementó notablemente, y en 1862 contaba con 1 275 hombres, cifra esa que incluía a un cirujano y una banda que integraban 80 músicos. Se trataba de un personal que prestaba de manera voluntaria sus servicios. Solo percibían emolumentos los jefes, el cirujano, el escribiente y los cornetas.

Isasi 

Con todo, el incendio que mayor conmoción ocasionó en La Habana colonial, quedó en la memoria y pasó al imaginario popular, fue el de la ferretería de Isasi, el 17 de mayo de 1890.

Se desató el siniestro en ese establecimiento comercial ubicado en la esquina de Mercaderes y Obrapía, trataron de sofocarlo los bomberos y mientras lo intentaban dos explosiones terribles segaron la vida de 28 de ellos. Se almacenaba ilegalmente dinamita en el lugar y nadie les advirtió del peligro. Esa historia ya la conté en esta misma página hace muchos años.

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