Lecturas
EL enfrentamiento que EE. UU. y España libraron en Cuba en las postrimerías del siglo XIX, y de cuyo fin (12 de agosto de 1898) se cumplirán pronto 127 años, fue la primera guerra moderna de la historia, no por el armamento empleado, sino por su impacto mediático. Sucesos que antecedieron al conflicto fueron enfocados por la prensa norteamericana —y a veces inventados por ella misma— con un tinte «amarillo» y sensacionalista que en buena medida condicionó, para lo que vendría, la mentalidad del norteamericano promedio.
Para reportar el conflicto —algo insólito en la época— 89 periodistas se acreditaron y viajaron como corresponsales de guerra, entre ellos 20 fotógrafos y seis dibujantes. El cinematógrafo, recién inventado entonces, no quedó fuera, y fue entonces que, por primera vez, se tuvieron imágenes en movimiento de una guerra real.
Enmarcada en la Guerra de Independencia, la reconcentración de Weyler (1896-1898) fue un episodio devastador. A fin de privar a los mambises de todo apoyo, obligó al campesinado a abandonar sus lugares de trabajo y residencia y a reconcentrarse en las ciudades, donde morirían de hambre y enfermedades. Dice Jorge Ibarra: «…donde quiera que se ha aplicado este tipo de guerra genocida, se ha defendido un sistema colonial o esclavista».
¿Cuántos muertos ocasionó? Autoridades españolas hablaron en su momento de la desaparición de un tercio de la población de la Isla. En 1925, Tiburcio Castañeda —cubano renegado, le llamó Herminio Portell Vilá— habló de 90 000 víctimas no combatientes. Pocos años después, Walter Miller afirmó que el total de muertes como consecuencia de la guerra y la reconcentración fue de 200 000 personas. En 1932, el también norteamericano Marcus M. Wikerson habló de 100 000.
El historiador Francisco Pérez Guzmán abordó el tema en Herida profunda (2018), libro que marca un hito en la historiografía cubana, y dice: «Historiadores cubanos de la talla de Ramiro Guerra, Emilio Roig de Leuchsenring, Fernando Portuondo y, sobre todo, el demógrafo-historiador Juan Pérez de la Riva, han rebatido los cálculos anteriores al considerarlos muy por debajo de la realidad histórica».
A juicio de Pérez Guzmán, será «muy difícil precisar el número de reconcentrados fallecidos… En primer lugar, cientos de ellos fueron sepultados en fosas comunes sin la correspondiente inscripción. Otros fueron inhumados en lazaretos y en centros de producción agrícola sin legalizar su muerte. Incluso, en ciudades como La Habana, en 1899, se solicitaba a familiares de reconcentrados fallecidos que acudieran
a los registros civiles a formalizar la inscripción».
Precisa Pérez Guzmán que la reconcentración propició la intervención armada de «carácter humanitario» de Estados Unidos en la guerra de Cuba. Washington aprobó la inhumana medida. El viernes 18 de abril de 1902, el periódico habanero La Lucha publicaba el siguiente suelto, reproducido en el libro de Pérez Guzmán:
«Con motivo de la reclamación establecida por el Sr. Portuondo para que le indemnicen las pérdidas que sufrió durante la guerra de Cuba, los abogados del Gobierno de Estados Unidos han declarado que la reconcentración dispuesta por el general Weyler fue una medida legal que está justificada conforme a las leyes de guerra».
España permaneció en la Isla durante 387 años. De los 186 gobernadores que tuvo Cuba en ese tiempo, solo tres fueron cubanos. Al cesar la soberanía colonial, 160 000 soldados españoles volvieron a España.
El 1ro. de enero de 1899, a las 12 meridiano, en el Salón del Trono del Palacio de los Capitanes Generales de la Plaza de Armas, el gobernador Adolfo Jiménez Castellanos, con los ojos arrasados en lágrimas y la voz ahogada por la emoción, resignaba la soberanía española y traspasaba el mando de la Isla al general John R. Brooke, que lo recibía en representación del presidente norteamericano.
A esa hora, mientras se arriaba la enseña española y se izaba la norteamericana en el Palacio de Gobierno, el Morro y la Cabaña, se alejaban de las costas cubanas los buques de guerra Rápido, Patriota, Marqués de Ensenada, Galicia y Pinzón con tropas españolas a bordo. Una buena parte de ellas había partido ya en el vapor Buenos Aires. El 12 de diciembre, en el crucero Conde de Venadito, eran llevados a España los supuestos restos de Cristóbal Colón depositados en la Catedral de
La Habana.
La guerra dejaba un país en ruinas. Las producciones de azúcar y tabaco decrecieron durante la contienda bélica, languideció el comercio por falta de actividad económica productiva y el número de cabezas de ganado caballar y vacuno mermó sensiblemente. Una nación desolada —para decirlo en una sola palabra—, y donde la guerra, el hambre, las enfermedades y la reconcentración cobraron un número incontable de víctimas.
La Guerra Grande (1868-1878) ocasionó a España la pérdida de 100 000 hombres, y la de Independencia, 80 000, y unos 400 millones de pesos. Durante la primera, Madrid envió a Cuba 174 000 soldados, y en la segunda 218 000, a los que se agregaban 90 000 voluntarios, 20 000 guerrilleros y 17 000 aforados que estaban en la Isla el 24 de febrero de 1895, al estallar la contienda. En total, 519 000 hombres mandados por 48 generales.
Si se toma en cuenta que en la guerra de 1868 había, entre voluntarios y guerrilleros, 80 000 hombres más, se llega a la conclusión que en ambas guerras España movilizó unos 600 000 hombres para defender su soberanía en la mayor de las Antillas. Nunca metrópoli alguna empleó tantas fuerzas para tratar de subyugar a una colonia. Y Cuba apenas tenía entonces millón y medio de habitantes.
Tras el fin de la guerra, la repatriación a España de militares y civiles fue, aseguran historiadores, una operación complicada. Debían retornar las tropas acantonadas en Cuba, los 5 500 hombres que conformaban la guarnición de Puerto Rico y un número indeterminado de civiles, entre españoles y criollos… Unas 236 000 personas en total, para los que la Compañía Trasatlántica debió movilizar 51 buques.
Comenta al respecto el profesor Juan Pan-Motojo en Memoria del 98:
«La improvisación de toda una flota tuvo consecuencias muy negativas para sus pasajeros. Un alto número de los soldados padecían enfermedades como el paludismo, la disentería o la tuberculosis además de hallarse muy extendida la sarna. Los barcos que no disponían en general de servicios hospitalarios ni de personal médico suficiente, y que además debían acoger cifras de viajeros muy superiores a las habituales, convirtieron la vuelta en una penosa travesía para los más, y en la última, para unos 4 000 hombres que fueron arrojados sin demasiadas ceremonias al océano».
Son dantescos los testimonios de aquella travesía. El Gobierno español trató de restar publicidad al asunto, manteniendo estrictas cuarentenas, evitando recepciones masivas en puertos y estaciones de llegada y con la programación discreta de los desplazamientos internos.
«La repatriación, como el 98 en su conjunto, vino a ser un fenómeno sumamente contradictorio», escribe Pan-Montojo. Soldados enfermos, sucios y desmoralizados, que fueron obligados a reincorporarse en silencio y sin ayuda a la vida civil. Pero, también, indianos que venían a engordar con sus capitales y sus proyectos empresariales el mito de El Dorado, en pos del cual —y huyendo de la miseria— se lanzarían miles de emigrados tras la pérdida del imperio…».
Los acuerdos suscritos entre España y EE.UU. tras el fin de la guerra hispano-cubano-americana, estipulaban que los vencidos evacuarían de inmediato las islas de Cuba y Puerto Rico. Se fijó el 1ro. de diciembre de 1898 como fecha límite para la evacuación. Hubo retrasos y la fecha final fue la del 1ro. de enero de 1899.
No se fueron todos los que se esperaba. La mayoría de los españoles que ocupó cargos en la administración colonial se quedó en la Isla, y también no pocos oficiales y soldados, convencidos —como se afirmó en el Manifiesto de Montecristi y reiteraban los patriotas cubanos— de que la guerra no había sido contra el español, sino contra el sistema colonial.