Lecturas
No se puede escribir la historia de las milicias cubanas si se omite el nombre de Leandro Rodríguez Malagón, sencillamente porque él es el organizador del primer grupo de milicianos que se creó en el país. Doce campesinos que cumplieron con éxito la misión que les encomendó el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
Tenía ya Leandro 80 años de edad cuando conversó con el escribidor a la entrada de la Gran Caverna de Santo Tomás, en Viñales, Pinar del Río, el mismo sitio donde en 1959 se entrevistó con Fidel. Corría el año de 1985 y habían transcurrido 26 años del suceso que Malagón recordaba hasta en sus detalles más nimios. Él y sus hombres capturaron al cabo Luis Lara, el primer alzado contrarrevolucionario que operó en Cuba, esbirro del Ejército batistiano que logró escapar a la justicia revolucionaria y sembró el terror y la muerte en la cordillera pinareña de los Órganos, en el occidente de la Isla.
Junto a Leandro, los Malagones fueron Gerardo Rodríguez Malagón, Eduardo Serrano, José M. Lledía, Jesús Padilla, Alberto Pérez, Luis Camacho, José Álvarez Camacho, Hilario Fernández, Juventino Torres, Antonio Gómez y Juan Paz, el más joven del grupo (nacido en 1937) que acaba de fallecer. Con motivo de su lamentable deceso, salvamos esta página en la que Leandro Rodríguez Malagón cuenta sus recuerdos en primera persona.
Fidel me preguntó: «Malagón, aparte de tu hermano, ¿a cuál de esos hombres tú quieres más?». Respondí: A todos, Comandante, a todos los quiero como hermanos. Y él dijo: «¡Ah! Entonces ustedes son los Malagones».
Nosotros somos los primeros milicianos de Cuba. El Comandante en Jefe me dijo: «Malagón, busca a 11 hombres y tenlos listos para salir enseguida hacia La Habana. Deben ser de toda tu confianza porque voy a encomendarles una misión difícil». Fidel no explicó de qué misión se trataría ni yo lo pregunté. Poco después, ya en La Habana, comenzamos un entrenamiento militar en el campamento de Managua. Allí me enteré de los propósitos del Comandante en Jefe.
Desde los primeros días de la Revolución, aquí en Pinar del Río operaba el cabo Luis Lara con su banda. Yo lo conocía desde que era niño. Vivía en el pueblo de Pons y allí vendió pan hasta que se alistó en el Ejército; desertó y volvió a ingresar, desertó otra vez y lo recogieron de nuevo… hasta que lo pusieron a las órdenes del comandante Jacinto Menocal, un asesino de marca mayor. A su lado Lara cometió 18 asesinatos. Llegó así 1959. Menocal se suicidó para no caer en manos de militantes del Movimiento 26 de Julio, que lo tenían cercado, y Lara se esfumó hasta que se supo que se movía en la cordillera de los Órganos, entre Viñales y Pica Pica, eso es, en un radio de 25 kilómetros, enfrentándose al Ejército Rebelde y cometiendo asaltos y atropellos.
Lara llegó a tener hasta 17 hombres bajo su mando y por lo menos en cinco ocasiones le dejaron caer, en paracaídas, alimentos y municiones que no siempre llegaron a sus manos. Yo conocía a Antonio Núñez Jiménez desde que en 1952 comencé a ayudarle en la exploración de la Gran Caverna de Santo Tomás, y una vez le dije: Capitán, si usted me da una escopeta, yo capturo a Lara. Núñez, al parecer, no me hizo caso.
Un día me mandaron a buscar del pueblo de Quemados. Allí me esperaba un hombre que, después de corroborar mi identidad, me invitó a subir a un automóvil. Lo hice. El hombre puso en marcha el vehículo y, casi sin decir palabra, me llevó a San Vicente. Allí estaban Fidel y Núñez, que le dijo: «Fidel, este es el hombre de quien te hablé». Esa noche, por indicación del Comandante en Jefe, dormí en San Vicente y por la mañana Fidel y Núñez regresaron a recogerme. Visitarían la Gran Caverna, pero antes harían un recorrido en helicóptero sobre la Sierra de los Órganos. Fidel exploraba el terreno.
Ese día Fidel comió del puerco que le mató el campesino Nicolás Mesa y luego descansó en la Caverna. Allí se entrevistó conmigo: «Busca a 11 hombres, que contigo serán 12, y vayan mañana para La Habana». No me dijo más.
Fidel nos visitó en Managua, nos invitó a participar en una práctica de tiro y nos comunicó la misión que nos asignaría. El cabo Lara conocía bien la zona en que operaba porque se movió siempre en ella, y el Ejército Rebelde no podía capturarlo. Para hacerlo se requerían hombres que conocieran la región tanto como él o mejor. Y esos hombres éramos nosotros. Fidel nos dio tres meses para apresarlo.
Lara tuvo vida hasta ese momento; pese a que estaba jíbaro, nos bastaron 18 días para localizarlo y ponerlo prisionero.
Una mañana se entregó uno de sus hombres y reveló la zona donde estaba la banda. Nos dividimos entonces en dos grupos a fin de hacer más eficaz la persecución.
Horas después Juan Paz, Luis Camacho, Antonio Gómez, Alberto Pérez y Juventino Torres —todos del grupo de los primeros 12 milicianos— y el soldado Isidro Ramos llegaron a una bodega y allí una niña les dijo que en una casa cercana había hombres con armas iguales a las que ellos portaban. Enseguida sospecharon que se trataba de la banda de Lara.
El grupo se dirigió al lugar que señaló la niña, flanqueó la casa por tres lados y comenzó el tiroteo. Cuarenta minutos después Lara se rendía y salía de la vivienda utilizando a una niña como escudo.
Luego Lara se envalentonó. Si llego a saber que son ustedes, manifestó, no me hubiera entregado; lo hice porque pensé que se trataba del Ejército… Pero lo cierto es que ya no le quedaba otro camino que deponer las armas. Quería aparentar valentía cuando en verdad se estaba muriendo de miedo.
Quizá el combate se hubiera extendido por unos minutos más, pero Camacho tuvo una idea genial cuando gritó: «Capitán, aplique la ametralladora». En ese momento dejaron de disparar desde el interior de la casa y Lara salió con la niña, acobardado, pero allí no había oficial alguno ni había ese tipo de armamento.
La misión que nos confió Fidel estaba cumplida. Se lo comunicaron y él dijo: «Mándenme a esos guajiros para acá». Fuimos de nuevo a La Habana y cuando lo vimos en Ciudad Libertad expresó que podíamos pedirle lo que quisiéramos.
Yo le dije: «Comandante, su orden ha sido cumplida; solo queremos devolverle las armas que usted nos entregó».
«No», replicó. «Esas armas son de ustedes. Se las ganaron».
El comandante Camilo Cienfuegos, quien desaparecería pocos días después, nos regaló un revólver a cada uno de nosotros.
Hubo después otras bandas contrarrevolucionarias en la provincia de Pinar del Río: la de Cara Linda, la de Machete, la de Escaparate, la de Olivera… y dondequiera que se capturó a un alzado o a un grupo de infiltrados, allí estuvimos los Malagones o por lo menos alguno de nosotros.
Nuestro grupo, aquel grupo inicial de 12 milicianos, se formó en agosto, pasamos 30 días en el entrenamiento en el campamento de Managua y el 18 de octubre de 1959 capturamos a Lara.
Surgían por entonces las Milicias Nacionales Revolucionarias, que tan heroico papel tuvieron en la victoria de Paya Girón y en la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias en las montañas del Escambray. Miles y miles de hombres y mujeres se integraron a ellas, como después se integrarían a las Milicias de Tropas Territoriales.
Yo digo siempre: Mientras haya un Malagón aquí, no hay bandido que subsista en las montañas o en las cuevas ni infiltrados que tengan éxito en su misión. Y cuando digo un Malagón, no me refiero a nosotros 12, que en definitiva somos perecederos, sino a los que están animados por nuestra misma decisión de vencer.