Lecturas
Hubo una bolera en la calle 23, entre O y P, en el Vedado, en los días en que La Rampa no era aún La Rampa. La bolera de Tony, una edificación de concreto y techo de zinc que ocupaba el lugar donde a partir de la segunda mitad de la década de 1950 se construyó el cine La Rampa. «Una delicia para los jóvenes… Juegos de bolos, con cafetería con las primeras máquinas para hacer batidos, y victrolas que tocaban los últimos discos de moda: Bin Crosby, Frank Sinatra. Y allí hubo fiestas juveniles, y hasta bailes que todavía no estaban a mi altura», escribe el destacado cineasta y narrador Enrique Pineda Barnet en un magnífico texto sobre el Vedado que no sé cómo ni cuándo llegó a mi máquina.
Añade el autor de filmes como Mella y La bella del Alhambra: «Fue un avance de modernidad juvenil en el Vedado. Mientras en 17 y N la pollería El Liro, inauguraba otra cafetería moderna donde también aparecían los batidos de chocolate, la leche malteada, sándwiches de pan de molde y galleticas preparadas. Enfrente, donde hoy se encuentra el Focsa, se estableció el club Cubaneleco, de la Cuban Electric Company, para Calixto Kilowatt, sus trabajadores y asociados. Allí había cancha de tenis, cancha de squash, piscina y casa club, se hacían fiestas, deportes y vida americana. Mientras la pollería El Liro crecía con sus batidos y victrolas, para cambiar años después los pollos por los conejitos».
Ya habrá comprendido el lector que alude al espacio que ocupa el restaurante El Conejito.
Tres eran tres
Tres obispos murieron de pegueta en La Habana, uno detrás del otro, y los tres en circunstancias extrañas, sin que pudiera establecerse la causa de la muerte. Solo se decía, a modo de explicación, que el deceso había sido motivado «por repentina enfermedad», pero se hacía difícil acallar en la ciudad el rumor del envenenamiento.
Transcurría la segunda mitad del siglo XVII, y, dicen los historiadores, el clero vivía en grave desacato. Negras y pardas se prostituían en favor de sus dueños y los sacerdotes no solo la dejaban pasar, sino que también se beneficiaban con ese tráfico y se dedicaban a la usura o cobraban por cada pecado que absolvían. La jerarquía eclesiástica estaba minada por esos males y, amparada en su poder económico y en la influencia que ejercía en la sociedad, no mostraba la menor intención de abandonar sus posturas.
El obispo Juan Montiel, animado de un fuerte afán moralizante, quiso poner coto a esos desmanes y planeó convocar a un sínodo que estudiara el asunto y propiciara una reforma que terminara con los desafueros. La fuerte oposición de los poderosos hizo que fuera muy breve su paso por el Obispado de La Habana.
Falleció a los tres meses de su llegada a la Isla, de manera intempestiva y desconcertante. Se fue en una hora. Los que estuvieron a su lado en el último momento nada comentaron sobre la sonrisa sardónica que, en la muerte, se dibujó en el rostro demacrado del prelado. El arsénico hace que se contraigan los músculos faciales de quien lo ingiere, y esa contracción remeda a veces una sonrisa.
Si Juan Montiel estuvo tres meses en el cargo, su sucesor estuvo tal vez menos. Al asumir el Obispado de La Habana, Pedro de Reina Maldonado expresó su deseo de proseguir los empeños de su antecesor. Y ese propósito selló su destino. Falleció a las 11 de la mañana del 5 de octubre de 1660, y el rumor popular fue el mismo: Lo envenenaron. Alguien comentó entonces: «Murió sin que variasen las costumbres ni se emprendieran nuevas fundaciones».
Tocó el turno a Gabriel Díaz de Vara Calderón, animado como los otros de afanes de reforma y adecentamiento. Su objetivo era el de realizar el sínodo diocesano planeado por Montiel y Reina Maldonado, y pudo llegar más lejos que ellos, pues realizó su convocatoria, y hasta ahí llegó. Murió el 15 de marzo de 1676, a las 11 de la noche, «por causas desconocidas». Meses antes había comunicado al arzobispo de Santo Domingo: «Han intentado darme veneno, del cual me ha librado Dios».
La cosa cobró tal matiz que cuando el mexicano Juan García Palacios fue designado sustituto de Vara Calderón, hizo testamento antes de llegar a La Habana y vino acompañado por colaboradores de su absoluta confianza, empezando por el cocinero.
Judíos
La primera organización judía que existió en Cuba —The United Hebrew Congregation— data de 1906 y estuvo emplazada en la esquina de G y 21, también en el Vedado, en una edificación que se mantuvo cerrada y en ruinas durante muchos años y que fue reconstruida para ubicar allí el hotelito El Costillar de Rocinante, de la Unión de Periodistas de Cuba.
Precisa al respecto Margalit Bejarano en su La comunidad hebrea de Cuba; la memoria y la historia:
«El comienzo de la emigración judía en Cuba se remonta en pequeña escala a 1898, año en que se produjo la Guerra Hispano-Cubano-Americana. Comenzó siendo esporádica e individual cuando algunos soldados y abastecedores del ejército estadounidense decidieron quedarse en Cuba al finalizar la contienda. En otros casos, comerciantes judíos que habían vivido en Cayo Hueso y apoyado la Revolución Cubana decidieron establecerse en la Isla después de la independencia. Unas pocas familias hispanoportuguesas de Curazao o Panamá vivían en Cuba desde la época colonial, ocultando su origen judío. A ellas se agregaron algunos comerciantes o aventureros alemanes, cuya filiación judía se puso de manifiesto después de muchos años, con el arribo a Cuba de los refugiados del régimen nazi.
«El grupo inicial que fundó en 1906 la primera organización judía estaba compuesto por ciudadanos norteamericanos, en su mayoría nacidos en Rumanía, que habían llegado a Cuba para llevar a cabo negocios; algunos arribaron en su condición de representantes de compañías azucareras, otros se instalaron con tiendas de ropa en el centro comercial de La Habana. Se identificaban como norteamericanos y su idioma era el inglés, participando en la vida social del American Club».
Vecinos
En la esquina de Malecón y San Nicolás vivió el periodista Enrique Fontanills, maestro de la crónica social. Asentó en ella un estilo propio que luego fue imitado por todos sus colegas.
Fue un maestro en lo suyo. La crónica mundana, tal como la concibió, perduró en la Isla a despecho de aires renovadores. Creó un estilo cortado, donoso, nuevo, dúctil, que manejó con destreza y en el que los adjetivos equilibraban y ponderaban el alcance de las definiciones. Tuvo el acierto de encontrar la frase precisa, escribía en 1935 el gran periodista Arturo Alfonso Rosselló.
Larga fue la trayectoria de Fontanills. Comenzó en El Liberal y trabajó, entre otras publicaciones, para La Discusión, La Lucha, El Fígaro y La Habana Literaria, que dirigió el después presidente Alfredo Zayas, hasta atrincherarse, a fines del siglo XIX, en el Diario de la Marina. Se inició allí en la redacción de aquellas gacetillas en las que lo mismo se hablaba sobre un libro que de un laxante, hasta que un buen día se alzó con la columna de la vida social. La tituló Habaneras, e hizo célebre la expresión «asistiré». Cuando calzaba con ella el anuncio de un espectáculo artístico movía hacia el evento la curiosidad del público y afinaba, acaso sin saberlo ni importarle, el gusto popular.
Un día, disgustado, se fue del periódico. Nicolás Rivero, el director-propietario, no demoró en buscarlo. Cuando retornó, Rivero escribió en una de sus Actualidades: «El Diario no puede estar sin Fontanills ni Fontanills sin el Diario». Falleció en 1933.
En la esquina de Malecón y Lealtad vivió Octavio Averhoff, ministro de Educación de Machado. A la caída de la dictadura, el 12 de agosto de 1933, la casa fue saqueada, al igual que el llamado castillo de Averhoff en la salida de Mantilla hacia El Calvario. Fue uno de los cinco hombres que ese día salieron de Cuba, rumbo a Nassau, en el mismo avión que llevaba a Machado. «Coquito», como le llamaban, regresó a la Isla en 1937, cuando empezaron a regresar los machadistas, y estrenó casa nueva en 17 y L, donde hay una escuela primaria. Todavía en 1960 aparecía en el Libro de Oro de la sociedad habanera.
En Malecón y Perseverancia residió hasta su muerte, en 1956, Cosme de la Torriente, con bufete en San Ignacio 26. Coronel del Ejército Libertador, fue un distinguido abogado, canciller de la República en el Gobierno de Menocal y presidente de la Sociedad de Naciones, organismo antecesor de la ONU. En sus años finales trató infructuosamente de buscar un entendimiento entre Batista y la oposición política a fin de que el dictador convocara a elecciones y abandonara el poder. Quiso jugar el mismo papel que en 1933 desempeñó en la mediación entre el Gobierno de Machado y la oposición tradicional. En 1956, el mismo año de su muerte, presidió el llamado Diálogo Cívico entre el Gobierno batistiano y sus opositores tolerados, aquella oposición «atomizada y pedigüeña», de la que habló Fidel desde México.
Esquina trágica
Un hecho sangriento ocurrió en la esquina de G y 25 el viernes 14 de abril de 1933. En plena tarde y a la vista de testigos, agentes de la Policía Secreta del dictador Machado aplicaron la ley de fuga a los hermanos Raimundo Solano y Antonio Valdés Daussá. El periodista norteamericano J. D. Phillips, presenció el crimen desde el balcón de su apartamento en el Hotel Palace y lo relató después. Años más tarde, en 1958, en la misma esquina, caía asesinado Marcelo Salado, militante del Movimiento 26 de Julio. Era uno de los responsables de la huelga del 9 de abril. Se hallaba en un apartamento del edificio Chibás, desde donde seguía los pormenores del paro que se aspiraba fuese general y salió a la calle a tomarle la temperatura a la situación. Esbirros batistianos lo reconocieron y ultimaron a balazos a «uno de los más valientes y prometedores cuadros» del 26, como lo definió Faustino Pérez.
Antes, en 1935, en G y 29, a dos cuadras de donde cayeran Marcelo Salado y los hermanos Valdés Daussá, encontraron la muerte Ivo Fernández y Rodolfo Rodríguez, militantes de Joven Cuba, la organización de Antonio Guiteras. Iban a ser internados en el Castillo del Príncipe y no llegaron a la prisión. La misma policía dio cuenta de ellos.