Lecturas
Acaba de aparecer un libro de Enrique Núñez Rodríguez. Se titula El vecino de los bajos y compila 99 de las crónicas que su autor publicó en la edición dominical de Juventud Rebelde entre 1987 y 2002, que fue el año de su muerte.
Tuvo Núñez Rodríguez una larga y fructífera relación con este periódico. La columna que mantuvo en él nutrió casi todos sus libros, desde los muy populares Yo vendí mi bicicleta (1989) y Mi vida al desnudo (2000) hasta los menos recordados Oyee, como lo cogieron (1991) y Gente que yo quise (1995). Pero quedaba mucho material suyo en los archivos del diario, y de allí se sacaron las crónicas que conforman este volumen recién publicado.
Pero, ¿por qué ese título de El vecino de los bajos, que publica Ediciones Unión? Sucede que durante años, Enrique mantuvo su espacio en lo que él llamó el «acogedor sótano» de la página tres del periódico de los domingos, mientras que los «altos» se reservaban a Gabriel García Márquez. Cuando se agotaron las valiosas colaboraciones del autor de Cien años de soledad, la dirección del periódico ofreció «el piso de arriba» a Enrique. Algunos seguidores le instaban a reclamar el espacio que dejaba el colombiano. La antigüedad, la constancia y la larga permanencia en el trabajo —decían los lectores— concedían a Enrique el derecho al ascenso.
El humorista declinó la propuesta de la dirección del diario y desoyó la demanda del público. Adujo que «no es fácil, en el periodismo, acreditar una columna y establecer el hábito, entre los lectores, de buscarla en la misma página y en el mismo sitio». Añadió que era alérgico a las mudadas y que el traslado de sitio dentro de la página no se avenía con su «sedentarismo habitacional». Por último, expresó al director de JR, «que las caídas desde el piso bajo son menos dolorosas».
Por otra parte, ese sótano le permitió hacerse de «un envidiable mirador hacia las alturas». Desde allí se sintió más que complacido con la compañía de autores latinoamericanos consagrados, como Eduardo Galeano, Mario Benedetti y Arturo Alape, entre otros, quienes le hicieron mantener «la vista fija en las alturas», al igual que de jóvenes creadores cubanos, como Leonardo Padura, quienes le dieron lecciones de buen periodismo.
Túpac Pinilla, el nieto de Enrique Núñez Rodríguez, compiló y editó El vecino de los bajos. La gente reclamaba la reedición de los libros del autor, todos totalmente agotados. Luego de bucear en los archivos, Pinilla prefirió sacar a la luz esos 99 textos. Les dio un orden cronológico. La distribución de las crónicas a través de los años no es equilibrada en modo alguno, asegura Pinilla. Así, por ejemplo, de 1990 se recogen 25 crónicas, y nueve de 1996; pero solo cuatro corresponden a 2001, y tres al año 2000. «Aquellos períodos menos representados aquí fueron cantera esencial de los anteriores libros del autor», escribe el compilador.
¿De qué tratan esas crónicas? Tratan, sencillamente, de la vida. Son páginas de recreación autobiográfica, de memoria espejeante, de evocación de hechos y personas. Visión incisiva del fluir cotidiano. Peripecias e intimidades del mundo de la farándula, del teatro, la radio y la televisión. Crónicas escritas con desenfado, ajenas a todo tipo de estiramiento, sin pretensiones moralizantes y en las que la risa es, a veces, temblor inesperado y también una puntada a fondo. Núñez Rodríguez, precisa Abel Prieto, no se inmiscuyó en cuestiones teóricas; se limitó a recordar y contar, y así dejó su aporte a nuestra permanente e incansable definición colectiva y polifónica de «lo cubano».
Enrique, dice el propio Abel en el prólogo de la obra, fue un cazador de seres anónimos. Los protagonistas de sus páginas son entonces jugadores de cubilete y buscavidas de toda laya. Periodistas que inventan las noticias. Barberos. Hermanas solteronas que discuten casi a puñetazos para rebajarse la edad. El manco de las dos manos que tiene, sin embargo, huellas dactilares en su carné electoral. El ex recluso simpático que asesina a su mujer. Maestros, curas, rumberas, cocineros. No falta el cantante aficionado que hacía lo suyo a bordo de un ómnibus o en cualquier esquina, y que luego de su actuación pasaba el «cepillo» a la voz de «Ayude al artista cubano».
Escribe Abel Prieto que cuando el cronista escogía el núcleo de su página y su personaje central, se colocaba invariablemente en las antípodas del periodismo efectista. Adoptaba un punto de vista antagónico al del paparazzi, al del cazador de escándalos, de «famosos», de «estrellas». En todo caso, subraya Abel, Enrique sería más bien un cazador de situaciones insignificantes que resultaban, de súbito, iluminadoras.
Páginas transidas por la nostalgia. La noviecita que regresa, olorosa a jazmín de El Cabo, desde el fondo de una ingenua y dolorosa ternura. El amigo olvidado que recorre de nuevo las calles, en noche de verbena, a la caza de unos ojos que hoy miran nietos. El hijo de Quemado de Güines que empieza a conocer todas las rutas de guagua de la capital y que se enorgullece de que el bodeguero de la esquina lo llame ya por su nombre, aunque para graduarse de habanero le falta aún cometer el sacrilegio de suplantar la comida de la tarde por el café con leche y el pan con mantequilla de los desayunos, y bañarse por la mañana, antes de salir para el trabajo, en vez de hacerlo por la tarde, como se hace en el resto del país.
Cuando mucha gente de localidades del interior se aseguraba el pasaje de regreso al terruño si se disponía a correr su aventura habanera, Enrique Núñez Rodríguez compró el boleto de venida, sin regreso, y, en vísperas del viaje, vendió su bicicleta, como forma de confirmarse a sí mismo de que no habría retorno para él.
Se haría abogado en la Universidad de La Habana y se sintió habanero desde sus días de estudiante. La Habana para él fue no solo la Colina universitaria con sus 88 escalones hacia la esperanza y la casa de huéspedes de la calle San Miguel, 1023, a la que llamaba La Posada Maldita, y en donde por 17 pesos mensuales le garantizaban hospedaje y tres comidas diarias, y aún quedaba crédito para que le dieran un poco de cariño. Su Habana fue también la del tranvía U-4 Playa-Estación Central, la del bodegón de Teodoro y el hotel Andino, aledaños a la Universidad, el romance clandestino en escaleras oscuras, el traje pagado a plazos y las manifestaciones estudiantiles. «El hecho de haber visto nacer a nuestros hijos en La Habana, diría más tarde, bastaría por sí mismo para que los que no nacimos aquí nos sintamos habaneros».
Evoca El vecino de los bajos costumbres cubanas entrañables. Escribe en la crónica que tituló El postre del domingo:
«Hay costumbres cubanísimas que no debieran desaparecer. Mi mamá fue una excelente repostera. Mi abuela materna, también. Recuerdo nombres que ya no escucho: mala rabia, subío, boniatillo sato…
«Había entonces, entre los vecinos, la agradable costumbre de pasarse, por encima de la cerca, un platico con buñuelos recién hechos o una panetela horneada en casa —lo cual es un decir: podía cocinarse en una cazuela, porque tener un horno constituía algo así como ostentar un título nobiliario…
«En eso de pasarse el platico de postre sobre la cerca, además de lo que significaba en cuanto a solidaridad humana, había una especie de religión: devolver el platico, pero devolverlo vacío constituía una infamante herejía. Así, si llegaba con mermelada de mango, tenía que regresar con dulce de leche, ese milagro de suaves y deliciosos grumos, con su rajita de canela en rama y un ligero toque de cáscara de limón».
Supo el cronista recoger sin amargura la áspera cotidianidad del período especial y hasta supo hacernos reír en medio del drama de sobrevivir que caracterizó aquella etapa. En las páginas de este libro advierten los especialistas la risa reflexiva y filosófica del humorista. También está presente la voluntad del autor por provocar la risa a secas, de hacernos pasar un rato agradable con lo que escribe, como lo hace en la crónica que titula En el bar, la vida es más sabrosa.
Sucede que Carlos Más, aquel actor que de tanto interpretarlo quedó en el recuerdo como el cesante de la televisión, celebraba su cumpleaños en el bar del restaurante La Roca, y, como invitaba a todos sus compañeros del ICRT que pasaban por el lugar a que lo acompañaran a compartir los tragos, la cuenta crecía y crecía por momentos. Cuando decidió marcharse y buscó la billetera en el bolsillo para pagar lo consumido, comprobó, horrorizado, que no la tenía. Había pedido ya la cuenta, y Richard el camarero se la trajo. Carlos Más le explicó la situación y pidió que le diera un chance para ir a su casa a buscar el dinero. Richard adujo que no había chance alguno, que debía liquidar la cuenta al momento. Rogó Carlos Más, y Richard en sus trece. Fue entonces que el actor, desesperado, exclamó:
—Pero tú me conoces a mí. Yo soy Carlos Más.
Y Richard, sin inmutarse, repuso:
—Y yo soy Federico Engels y me tienes que liquidar la cuenta.
Se duele Abel Prieto en el prólogo de la peligrosa tendencia a la desmemoria. Fallece una figura entrañable de nuestra cultura y no tardamos en verla cada vez más distante y borrosa, aunque le ofrendemos un recuerdo fugaz en ocasión de sus aniversarios. «Ahora, por fortuna, releyendo las crónicas que publicó Enrique en Juventud Rebelde, vamos a compartir de nuevo con aquel hombre de humor agudísimo y palabra chispeante y fluida, que transpiraba cubanía por cada uno de sus poros y era capaz de dotar de gravitación y sentido a la anécdota en apariencia más trivial».
A medida que trabajaba en la selección de los textos que conforman El vecino de los bajos, Túpac Pinilla, quien es lector inteligente y crítico agudo, advierte sobre los fetiches de su abuelo a la hora de «trenzar la cuerda», que era como llamaba al acto de escribir —trucos, manías y obsesiones—. Mientras avanzaba tropezaba a ratos con un insistente fragmento que se colaba en cualquier crónica, fuera cual fuera su tema. Aludía al bolerista Pablo Quevedo y decía con ligeras variantes: «Quevedo no grabó discos, y se llevó su voz íntima, pequeña, como para protegerla. Su recuerdo se extinguirá con el último testigo: “Ya Quevedo se ha marchado. De su voz no queda nada”. Y con el último testigo, desaparecerá, también, aquel mito lejano de sonoras campanitas de cristal».
Escribe Túpac: «Era la suya una alerta tierna y seria —y muy pertinaz— sobre la fragilidad de lo efímero, pero su sorpresiva recurrencia me arrancaba la risa. Quiero invitarlos, pues, a que con esa misma risa, tierna y seria, evitemos para Enrique el destino de Quevedo».
El escribidor, con esta página, se suma con modestia a ese propósito.