Lecturas
Varias personas escribieron o me hablaron con relación a la página del pasado 23 de junio. Se tituló No te importe saber, y abordó, o quiso abordar, el revés de la trama de no pocas canciones y boleros. ¿Cómo nacieron? ¿Qué inspiró a sus autores para crearlos?
Sucede, sin embargo, que no todos los compositores son explícitos en eso. Los hay que no sueltan palabra. Así sucedía con Isolina Carrillo (1907-1996), la creadora de esos éxitos de siempre que son Increíble, Miedo de ti, Sombra que besa, y sobre todo de Dos gardenias, que, entre otros muchos cancioneros, interpretó, y de qué manera, Fernando Álvarez, y que valió a su autora, en 1952 en México, el Premio Ariel, por haberse mantenido esa pieza durante dos años consecutivos en la preferencia del público.
Pues bien, Isolina Carrillo nunca reveló, al menos a la prensa, cómo nació Dos gardenias ni quién la inspiró. Se limitaba a decir, cuando la acosaban con la pregunta, que en cierta ocasión una alumna suya le llevó dos gardenias de regalo y que ella las puso en agua. Precisaba: «Ahí nació la canción». Nada más.
Si Isolina hablaba poco, Luis Marquetti (1901-1991) no decía nada con relación a la génesis de los bolerones que escribió. Ni un secreto. Marquetti fue, se dice, uno de los compositores más populares de la década de los 50 del siglo pasado, no solo en Cuba, sino en casi todos los países de la América Latina, y su música tuvo intérpretes del calibre de Panchito Riset, Antonio Machín, Lucho Gatica, Barbarito Diez, Toña la Negra, Fernando Albuerne, Daniel Santos, Ñico Membiela y Vicentico Valdés. Cantantes como José Tejedor y María Elena Pena hicieron verdaderas creaciones de la obra de Marquetti, el autor de Plazos traicioneros, Entre espumas, Amor, qué malo eres, Deuda…
Se cuenta que un periodista fue a entrevistarlo a su casa de Alquízar, donde nació. El redactor se hacía acompañar de un fotorreportero que se empeñaba en hacer su trabajo lo mejor posible. Para conseguirlo, pedía al compositor que se colocara debajo de una pintura o se pusiera de pie o que, para la foto siguiente, se recostara al marco de la puerta o se acodara en la mesa. El artista era hombre cordial en extremo y aceptaba de buena gana las sugerencias del fotógrafo, pero no ocultaba su enojo cada vez que el sujeto, en lugar de Luis, le llamaba Agustín. Así, hasta que el artista, cansado de que confundieran su nombre, decidió cortar por lo sano. Expresó:
—Mire, amigo, Agustín Marquetti es un pelotero y es uno de los jugadores del equipo Industriales. Yo soy el compositor Luis Marquetti. Agustín batea jonrones en el Estadio Latinoamericano; yo, acaso, conecto hits en el pentagrama. (Fuentes: Orlando Quiroga y Radamés Giro)
Se cuenta que cuando a Pedro Junco le preguntaban si Nosotros era su mejor melodía, respondía de manera invariable que tenía otras mejores y aludía enseguida al bolero Soy como soy y a la canción Tus ojos. Algo similar sucedía con Jorge Gonzalez Allué, que tiene un catálogo que conforman más de 200 obras. Una mañana, mientras lo entrevistaba en su casa de la capital camagüeyana, me dijo, enfático, que lo mejor que había escrito era Fatalidad y no Amorosa guajira.
Tanto la Guajira como Nosotros, son símbolos más que piezas musicales. Sucede con estas lo mismo que, al decir de Cintio Vitier, ocurría con los reyes. Incontables serían los que, en méritos y virtudes, superaban al rey, pero solo el monarca reinaba. En el prólogo de su antología Las mejores poesías cubanas, publicada en 1960 como parte de la colección del Primer Festival del Libro Cubano, escribía Cintio: «Los que llamamos “poemas mejores” son los “poemas reyes” de cada literatura: los que ejercen un predominio que podemos discutir infinitamente, pero que de hecho se mantiene. Y no solo ni principalmente por la rutina del juicio adocenado, sino porque algo en ellos mismos… les asegura su invencible perdurabilidad».
Pese a la valoración de sus autores, Nosotros y Amorosa guajira son golondrinas que hicieron el verano y acusan esa «invencible perdurabilidad» de la que habló el poeta.
Desde su primera grabación, en 1938, en la voz del mexicano Ramón Armengol con la orquesta de Noro Morales, la pieza de González Allué ha sido grabada por los cubanos Guillermo Portabales, creador de la guajira de salón, el dúo Cabrizas Farach, el dúo Clara y Mario, el cuarteto Los Modernistas, la orquesta Riverside y Celina González. También por el mexicano Miguel Aceves Mejías, la panameña Alci Agüero y el español Tomás de San Julián. Aquella mañana en que lo entrevisté, me dijo el maestro que de todas esas grabaciones prefería la de Ramón Veloz.
Tony Chiroldes, con Pedro Junco al piano, estrenó Nosotros el 16 de enero de 1942, en el teatro Aida, de Pinar del Río. Desde entonces es uno de los títulos más repetidos y grabados de la historia del bolero. Figura en el repertorio de Elena Burque, René Cabel, Rita Montaner, las Hermanas Lago, la orquesta Aragón… Lo han cantado asimismo Plácido Domingo y Julio Iglesias, Sarita Montiel, Lupita D’Alessio… (Fuentes: Raúl Martínez y Radamés Giro)
Nilo Menéndez no tiene el vasto catálogo de González Allué, pero lo respaldan unas 70 obras entre criollas, boleros, canciones, congas, danzas, danzones, afros… Escribió los temas principales para filmes norteamericanos y musicalizó cintas que se realizaron en México, como Los hijos mandan, que interpretaron Arturo de Córdova y Blanca de Castejón. Llegó a acometer incluso el ballet Tu antifaz, dedicado a la primerísima bailarina Alicia Alonso. Obras suyas son Alma, Besos bajo la luna, Quisiera tu amor arrancarme, Tenía que suceder y Viniste del cielo, que estrenó, en 1932, Rita Montaner, una de las intérpretes más afortunadas de la obra de Menéndez.
Con todo, ninguna de las creaciones de Nilo Menéndez es tan conocida como Aquellos ojos verdes. La estrenó la pianista y cantante María Cervantes en el Teatro Nacional (Gran Teatro de La Habana) el 21 de junio de 1930, y no demorarían en grabarla Don Azpiazu, el tenor Juan Arvizu y el cantante Antonio Machín. Helen O’Connell la cantó en inglés en 1947, en la película que abordó la vida de los músicos norteamericanos Jimmy y Tommy Dorsey, cinta que fue un éxito de taquilla en todos los países donde se presentó.
Desde entonces son numerosas sus grabaciones, entre estas la de la española Pilar Arcos, el trío mexicano Los Panchos, el norteamericano Nat King Cole, que la grabó en La Habana en 1959, y la de los tenores españoles Alfredo Graus y José Carreras. Muy recordada es la versión, en tiempo de rock, que Rosita Fornés interpreta en la película cubana Papeles secundarios.
Menéndez vivió los últimos 63 años de su vida en Estados Unidos. Falleció en California en 1987. A petición propia, sus restos fueron traídos a Cuba. (Fuente: Raúl Martínez)
El azúcar fue el rubro económico fundamental durante el siglo XIX, y el puerto de Matanzas le permitió un comercio intenso con el exterior. Eso hizo de esta ciudad una urbe rica y culta, la más próspera del interior de la Isla, que pudo aplaudir en sus escenarios a Fanny Elssler y a Anna Pavlova, a Sarah Bernhardt y Adelina Patti, la mejor soprano absoluta de todos los tiempos, mientras que entre sus huéspedes contó a figuras de tanta alcurnia como Luis Felipe de Orleans, más tarde rey de Francia.
Le llaman, por sus puentes, la Venecia cubana, y como es tierra de poetas, se le conoce asimismo como la Atenas de Cuba. Allí transcurrió un pedazo de la juventud de José María Heredia, el primer poeta romántico de la lengua española, y en Matanzas nacieron, entre otros, José Jacinto Milanés, Bonifacio Byrne, Agustín Acosta y Carilda Oliver Labra, la autora apasionada de Se me ha perdido un hombre y Al sur de mi garganta.
En la música, marca asimismo una huella indeleble. Es la plaza fundamental del complejo danzario de la rumba y cuna del danzón, baile nacional, y el danzonete. Matanceros ilustres son el ya aludido Nilo Menéndez (1902-1967), Frank Domínguez (1927), el compositor de Tú me acostumbraste, y Dámaso Pérez Prado (1917-1989), el creador del mambo. También es matancero José White (1836-1918), el creador de La bella cubana.
José Silvestre de los Dolores White y Laffite nació el 31 de diciembre de 1835 y murió en París el 12 de marzo de 1918. Tenía cinco años de edad cuando comenzó sus estudios musicales con su padre y los prosiguió en su ciudad natal.
En 1855 viajó a Francia. Se dice que cuando matriculó en el Conservatorio de París, White dominaba ya 16 instrumentos musicales, entre estos el violonchelo, la flauta, el contrabajo, el piano, el clavicordio, el trombón y, desde luego, el violín, con el que se destacó como concertista y que dominó con tal virtuosismo que pudo sustituir al célebre Alard en su cátedra del conservatorio parisino. Como violinista, White emuló con los grandes de Europa y figuras muy notables de la música, como Mendelssohn, Rossini, Gounod, Thomas y Auber se disputaban su amistad. Como director del Conservatorio de Río de Janeiro fue profesor de uno de los hijos del Emperador de Brasil.
Mucho celebró la crítica los conciertos de este esbelto mulato. Cuando lo escuchaban tocar, los entendidos ensalzaban de sus interpretaciones la calidad del sonido, el mecanismo perfecto, el dominio absoluto del instrumento, el manejo seguro y preciso del arco… Sabía impregnar de sentimiento y gracia toda la música que ejecutaba; su distinción y buen gusto eran innatos. Una expresión justa y nunca afectada.
«White no toca, subyuga», exclamó José Martí en una ocasión. Y lo llamó «artista gigante»; un hombre para quien el arte no tiene dificultad invencible ni germen de maravillas escondidas que no sorprenda y desarrolle.
Desde los cinco años White demostró su predilección por el violín. A los ocho leía música, a los 15 compuso una misa para la orquesta de una iglesia local, y a los 19 se anotaba uno de sus primeros triunfos al tocar en Matanzas junto al eminente pianista norteamericano Gottschalk. En París se alzó con el Gran Premio del Conservatorio por el que contendía entre 60 violinistas. En aquel certamen, él fue el último de los concursantes y ya el jurado seguía la prueba con cierta somnolencia. White trajo al tribunal calificador a la realidad. Escuchó sus ejecuciones con placer y admiración y apenas concluyó la ejecución lo proclamó, por unanimidad, vencedor.
Una gira por América Latina lo lleva a Panamá, Venezuela, Perú, Argentina y Uruguay. En Río de Janeiro, donde vivió 15 años, llevó una intensa vida artística y social. Se hizo aplaudir en todas las cortes europeas. Una noche tocó en Las Tullerías para Napoleón III y la emperatriz Eugenia, y cosechó un éxito rotundo. Pese a que en aquella ocasión, pasado el concierto, muchos quisieron alternar con él en el palacio y el Gran Chambelán le pedía que se quedara, nada ni nadie lo retuvo. White corrió a su casa para imponer a su anciana madre de los pormenores de la velada.
—¡Ay, Joseíto! —exclamó ella emocionada— ¡Si tu pobre padre pudiera verte ahora…!