Lecturas
No pocos lectores me interceptan en estos días en la calle. Quieren que abunde en esos agujeros negros que se advierten en la crónica habanera y a los que aludí en la página dedicada al teatro Shanghai, el pasado 29 de abril, y al que, más que como un teatro pornográfico —aunque proyectaban allí películas de ese corte— definí como un coliseo de malas palabras y gordas coristas desnudas. Insisten en que escriba sobre clubes y cabarés, restaurantes y hoteles de los años 50.
Dos queridos amigos, el francés Michel Martin, y José Manuel del Río, de España, como imaginándome en aprietos, acudieron, sin que yo se los pidiera, en mi ayuda. Y, cada uno por su vía, me hicieron llegar valiosos materiales. Entre estos una guía de La Habana con el sugestivo título de Para después de la oscuridad, correspondiente a 1956, y otra editada nada menos que por la Marina de Guerra norteamericana, en 1954, para facilitar la estancia en Cuba de sus alistados. Además de artículos publicados entonces sobre el teatro Shanghai y el cabaré Sans Souci y una especie de diccionario biográfico de las vedettes cubanas de la época.
Como 50 años no pasan en vano hay en esos documentos referencias a lugares que ya no son o acerca de los que este escribidor guarda un vago recuerdo. Y de otros, como algunos monumentos que perdieron preeminencia y significación. Las estatuas de Fernando VII —entonces en el centro de la Plaza de Armas— y del presidente Alfredo Zayas —en el espacio que ocupa el Memorial Granma— están entre los monumentos que se recomendaba visitar, y entre las instalaciones de «Deporte y Recreo» no faltaban la Valla Habana, para las lidias de gallos, y los frontones de jai alai.
La lectura de la relación de los hoteles de la época resulta patética; y no menos ocurre con la de los bares y restaurantes, de los que se insertan muy pocos en estas guías en comparación con la cantidad de estos que había entonces en nuestra capital.
Algunos de esos establecimientos —Nacional, Sevilla y Presidente— siguen siendo orgullo de la hotelería cubana, mientras que otros —Florida, Ambos Mundos y Saratoga— viven hoy un esplendor que no conocieron antes. A muchos de los hoteles relacionados en estas guías se los tragó el tiempo. Dejaron de ser lo que eran, como el Royal Palm —San Rafael e Industria— o el Lafayette, en O’Reilly 264. Y de otros ni siquiera quedan los edificios donde se asentaron. Tales son los casos del San Carlos —Egido 507—, San Luis —Belascoaín 73— y Gran Hotel —Teniente Rey 557—. El área que ocupó el hotel Pasaje, en Prado 115, corresponde ahora a la sala Kid Chocolate. Dos buenos hoteles se consignan en estas guías en la calle Industria: Gran América y Regina.
¡Asombro! Para los redactores de la guía de La Habana confeccionada por la Armada de Estados Unidos, son hoteles de playa Areces, Briaritz y Regis, situados todos en el Paseo del Prado, quizá porque desde estos se veía el mar, así como el hotel de apartamentos de 19 y 8, en el Vedado, y, entre otros, el Trotcha, en Calzada y 2, en la misma barriada, lo que confirma que esa instalación fundada en los años 80 del siglo XIX, mantuvo sus funciones hoteleras durante más tiempo del que se suponía. Ya habrá advertido el lector que la publicación de los documentos remitidos por mis serviciales amigos Michel y José Manuel es anterior a la apertura de hoteles como Habana Libre, Riviera, Capri…
Se abunda en detalles sobre la taberna San Román —San Pedro y Oficio— solo para decir al final que está fuera del circuito turístico. Pasa revista a otros restaurantes de cocina española, como La Tasca —Cárcel y Prado— y El Colmao, en la calle Aramburu 366. Cataloga al bar-restaurante Floridita —Obispo y Monserrate— como «la cuna del daiquirí», destaca la presencia del narrador Ernest Hemingway en el lugar y habla de su daiquirí especial y le celebra su buena cocina, al igual que lo hace con el Monseñor —21 y O—, para decir enseguida que cuenta con uno de los mejores bares de La Habana. Del Sloppy Joe dice que es la meca de los visitantes extranjeros —entiéndase, norteamericanos— y recalca que no son habituales en esa casa, famosa también por sus sándwiches, los cubanos ni los norteamericanos asentados de manera permanente en la ciudad.
También para norteamericanos residentes que quieren huir de los puntos más abiertos al turismo, se recomienda el club Mes Amis, en Séptima y 42, Miramar. Lo contrario del Southland, en San Rafael y Prado, muy propio para visitantes. El Johny Dream, a la orilla del Almendares, es recomendado especialmente por la privacidad que garantiza a las parejas. No queda fuera de las sugerencias, como bar y restaurante, el club Pan American, en la calle Bernaza 1. Este fue el primer establecimiento de su tipo en La Habana que contó con la maravilla del aire acondicionado, y estuvo a punto, en su momento, de arrebatarle la clientela al Floridita. La guía exalta su excelente coctelería y sus platos a base de carnes blancas y rojas. Frascati —Prado 357— se especializaba en cocina italiana.
El Shanghai se halla entre los teatros que se promocionan en Para después de la oscuridad, no en la de la Marina de Guerra. Señala que no se trata de un teatro chino aunque esté radicado en el Barrio Chino habanero. Las obras que allí suben a escena, se dice, son difíciles de entender para quien no domine el español, pero los bailes que se presentan entre un acto y otro y las películas pornográficas que se exhiben son fáciles en cualquier idioma. Añade —¡vaya promoción!— que se trata de una sala «estrecha y mal ventilada», pero que no puede pedirse más por lo que se paga en la taquilla. Precisa: «Este teatro es probablemente uno de los pocos lugares en el mundo que muestra abiertamente películas pornográficas».
Hay que decir que eso no es del todo cierto. Ese era el fuerte de la programación del cine Pacífico, en la calle Zanja, entre otras salas cinematográficas. En la misma guía se alude al club Colonial —Oficios 164, frente al convento de San Francisco— con sus programas «a menudo subiditos de tono para complacer al turismo», llevados a la pista generalmente por travestis, según refiere Leonardo Acosta en el tomo I de su Descarga cubana. Y el Paleta Club —Carretera Central, sin más precisiones en el documento— con habitaciones para «funciones» privadas y películas para despedidas de soltero; una programación que, se lee en Para después de la oscuridad, mantiene al establecimiento en la mira de las autoridades, que casi siempre se la dejan pasar, pero que en ocasiones lo clausuran.
La policía mira para otro lado mientras José Orozco García, empresario del Shanghai ofrece el espectáculo de seis muchachas completamente desnudas y exhibe películas «de relajo», dice el periodista Richard Skylar en un artículo de 1957 sobre ese teatro. Si preguntas a un funcionario cubano, se encogerá de hombros. Te dirá que el Shanghai no existe porque no se anuncia. Los cubanos habituales se pasan de boca a boca informes sobre la programación y a los estadounidenses de paso por la Isla les basta para llegar al coliseo una corta caminata desde el centro comercial de la ciudad. Los que saben cómo es la cosa llegan temprano para alcanzar buenos asientos. El lleno de la platea es total y ni siquiera ofreciendo diez pesos a los revendedores, que es lo que se les paga en el teatro América en noches de gran gala, se consigue un buen asiento, y debe el espectador conformarse con una butaca del centro en la quinta o sexta fila.
Cuando apenas hay aire en la sala y el calor se hace insoportable, se alza el telón. El profesionalismo que les falta, lo suplen los actores con la pasión con que asumen la apuesta. Poco entienden los espectadores extranjeros de lo que se dice, pero caricias y gestos no necesitan de traductores. Concluye el primer acto y baja el telón. Seis muchachas aparecen en el escenario. No interpretan precisamente una coreografía. Actúan en solitario, sin coordinación alguna, pero la ropa va desapareciendo y las muchachas giran, saltan, corren; parecen querer lanzarse hacia el lunetario. Es lo mismo que el público ha visto durante años, sin variación alguna. Cae otra vez el telón y, sin que el espectador se reponga, vuelve a levantarse la cortina. Es el segundo acto de la obra que abrió la noche. Ya nadie recuerda qué pasó antes, pero no importa. Vuelven las malas palabras, las insinuaciones, el acto sexual que se simula y que nunca se escenifica. La pieza de resistencia, por llamarle de alguna manera, está aún por venir. Es la película pornográfica.
Hay dos funciones todas las noches y matinés los domingos en ese teatro caluroso, maloliente e incómodo de 750 capacidades. Siempre las funciones se estructuran de la misma manera: la obra de teatro, la revista musical y la película.
Hay en estas páginas un vistazo amplio a los cabarés habaneros de los 50. Del Panchín y el Pensilvania, clubes de segunda categoría en la Playa de Marianao, frente al Coney Island, se dice que profesores de baile norteamericanos los visitan para enterarse de cómo se bailaban de verdad los ritmos cubanos.
Bajo el rubro de «Los magníficos», se pasa balance en Para después de la oscuridad, a establecimientos como Tropicana y Parisién, en el hotel Nacional, el más nuevo de los clubes nocturnos de La Habana de entonces, inaugurado en enero de 1956. También al Sans Souci, en la carretera de Arroyo Arenas, y al Montmartre, en 23 y P, la única sala de fiestas importante que era entonces completamente bajo techo.
Del Montmartre dice también que es cara y la favorita de los cubanos; contaba con un casino de juego que abría todos los días desde las cuatro de la tarde. Hay casinos asimismo en Tropicana y en el Parisién. Sans Souci, además del casino, con ruleta, dados y otros juegos de azar, incluía un bingo con premios de hasta 1 500 pesos.
Sans Souci nació después de finalizada la I Guerra Mundial en una villa de estilo español. Hacia 1956 fue objeto de una gran inversión que permitió renovarlo totalmente. En diciembre de ese año presentó en su pista a la gran cantante francesa Edith Piaf, «el Gorrión de París», y por esa misma época ofreció 350 000 dólares al boxeador Rocky Marciano, campeón mundial de los pesos pesados, para que se enfrentara al Niño Valdés, su retador cubano, encuentro que Marciano, que se retiraría invicto para morir poco después en un accidente de aviación, no aceptó. Por cierto, el campeón era fanático de las comidas del Frascati durante sus estancias en La Habana.
Fue en el Sans Souci que empezó en Cuba un juego de azar conocido como Razzle Dazzle, que se jugaba con ocho dados y un tablero y que ofrecía al jugador una posibilidad de triunfo de uno entre mil, aunque los croupiers se empeñaban en hacer creer a los ingenuos exactamente lo contrario. La gente perdía el dinero por miles y luego venía el llanto y el crujir de dientes. Una figura de la política norteamericana perdió en ese juego varios miles de dólares en una sola sentada en el Sans Souci. Bicho que era el sujeto, pagó con un cheque sin fondos. Hubo un gran escándalo cuando se descubrió la triquiñuela. No por el juego, sino por el cheque. Sobre esto hablaremos en otro momento. Anticipemos solamente que el Gobierno cubano suspendió el Razzle Dazzle en el Sans Souci y en todos los casinos de la Isla y expulsó a 11 de sus jugadores.