Lecturas
Estoy seguro de que si a usted le preguntaran quién fue María Calvo Nodarse, no sabría qué responder a ciencia cierta. Pero si le dijeran que se trata de la primera mujer que tuvo cartera dactilar en La Habana y que, de hecho, fue la primera mujer que condujo un automóvil en Cuba, comprenderá entonces que le hablan de La Macorina, la dama que a bordo de un convertible rojo que llegó a hacerse célebre, gustaba de pasearse por las tardes a lo largo del Paseo del Prado y el Malecón. Entonces, a los permisos para conducir no se les llamaba cartera dactilar ni licencia de conducción. Se les llamaba títulos. Y esos títulos equivalían para aquellos choferes a un diploma universitario.
Segundo Curti, que durante los gobiernos auténticos de Grau y Prío (1944-1952) fue ministro de Gobernación y de Defensa, no pudo olvidarse de ella y en 1999, en una conferencia autobiográfica que dictó en La Maqueta de La Habana, evocó a La Macorina al volante de una cuña europea, cuando, a partir de las cinco de la tarde, transitaba por Malecón, Galiano, Dragones, Prado y Zanja hasta la calzada de Infanta, donde se alzaba un árbol frondoso. Allí daba la vuelta y volvía a empezar el recorrido.
En 1934, siendo tesorero del Ayuntamiento de La Habana, Curti pudo conocerla personalmente, cuando ella, como propietaria de inmuebles, concurría a pagar la cuota que imponía el municipio por los servicios de agua y alcantarillado. Precisaba Curti que fueron presentados por Regino López, uno de los empresarios del teatro Alhambra; un actor que interpretaba un papel estupendo de borracho y que nunca se emborrachó en su vida.
La Macorina escandalizó a la capital cubana en los años 20 del siglo pasado. Hoy es uno de los personajes más atractivos de las sonadas Charangas de Bejucal. En 1978, el pintor cubano Cundo Bermúdez la recordó en un cuadro en el que se le ve al volante de un llamativo vehículo descapotable; ese «carro colorado», al que se alude en aquella pegajosa melodía que hace muchísimos años interpretaba, con el respaldo de la orquesta Sensación, Abelardo Barroso, que a medida que envejecía mejor cantaba. Decía Barroso, con alusión al café Los Parados, de la calle Neptuno:
Yo conozco una vecina
que me tiene alborota’o,
me enteré que en Los Para’os
la llaman La Macorina.
Ponme la mano aquí, Macorina,
que me muero, Macorina,
ponme la mano aquí, Macorina,
que estoy loco, Macorina.
Ella gasta gasolina
en su carro colora’o,
y sigue con el tumba’o
que ella es la gran Macorina.
Muchísimo tiempo antes, Alfonso Camín, poeta asturiano avecindado en La Habana, le había dedicado un poema que musicalizaría después la cantante mexicana Chavela Vargas. Poema, cantado por Chavela, con una sensualidad y un erotismo que acrecienta el estribillo.
Porque lo único en común que tienen ambas melodías es el estribillo. «Ponme la mano aquí, Macorina», dice, y ese «aquí» puede ser la parte del cuerpo que el oyente quiera imaginar. Pero en el poema de Camín, como afirma alguien, La Macorina, comparada con las frutas criollas, puede verse, olerse, palparse, saborearse, sentirse…
Tus pies dejaban la estera
y se escapaba tu saya
buscando la guardarraya
que al ver tu talle tan fino
las cañas azucareras
se echaban por el camino
para que tú las molieras
como si fueras molino.
Tus senos, carne de anón,
tu boca una bendición
de guanábana madura,
y era tu fina cintura
la misma de aquel danzón
caliente de aquel danzón.
Después el amanecer
que de mis brazos te lleva,
y yo sin saber qué hacer
de aquel olor a mujer,
a mango y a caña nueva
con que me llenaste el son
caliente de aquel danzón.
Pese a su larga y activa presencia en la Isla como escritor y periodista, Alfonso Camín (1890-1982) es una figura olvidada en el devenir de la cultura cubana. El investigador Jorge Domingo, que lo incluyó en su diccionario bio-bibliográfico Los españoles en las letras cubanas durante el siglo XX (Sevilla, 2003) anota que el poeta llegó a La Habana con 15 años de edad y laboró como dependiente en un comercio. En busca quizá de mejor fortuna, recorrió varios pueblos y ciudades hasta que regresó a la capital, donde, en 1908, un hecho de sangre lo llevó a la cárcel. Fue en la prisión donde comenzó a escribir y el Diario de la Marina acogió sus primeros poemas.
Ya en libertad, se radicó en Santiago de Cuba y escribió para varios periódicos. Se trasladó luego a Cienfuegos, donde fundó la revista Tierra Asturiana y colaboró en la prensa local. Antes, como voluntario, participó en la represión del alzamiento de los Independientes de Color. De nuevo en La Habana, vuelve al Diario de la Marina y funda la revista de poesía Apolo. Viaja a España, regresa y no interrumpe su colaboración con la prensa habanera hasta que otro hecho de sangre lo obliga a huir a México. Volverá en 1924.
La Guerra Civil lo sorprendió en España, en territorio ocupado por los franquistas. Lo detuvieron por sus ideales republicanos y quisieron fusilarlo, pero se salvó por las gestiones que a su favor hizo Pepín Rivero, director del Diario de la Marina y dirigente falangista en Cuba.
Volverá a La Habana en 1937 y denunciará en la prensa los atropellos de los franquistas. Luego se trasladó a México. Volvió a Cuba en ocasión del centenario de Martí y retornó a México. Cargado de años, fue a morir a su tierra.
Es muy poco lo que se sabe con certeza sobre La Macorina. No puede precisarse siquiera que su nombre verdadero fuera María Calvo Nodarse, pues no faltan los que la identifican como María Constanza Caraza Valdés. Se dice que nació en Guanajay, en 1892, y que, a espaldas de su familia o raptada por su novio de entonces, llegó a La Habana con 15 años de edad. De cualquier manera, no haría huesos viejos con su prometido: lo sacó de su vida en cuanto el hambre comenzó a apretarla en la habitación que compartían en un solar capitalino. Sabía ella lo que buscaba y constató bien pronto que su belleza vendida al mejor postor podía proporcionarle la vida que ambicionaba. En 1958, diría al periodista Guillermo Villarronda, de la revista Bohemia: «Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero y suplicantes de amor».
Entre esos hombres figuró nada más y nada menos que el mayor general José Miguel Gómez, antes y después de ocupar la Presidencia de la República, y a quien ella guardó lealtad, aun cuando el caudillo liberal estuvo preso en el Castillo del Príncipe tras los sucesos de La Chambelona.
Con la ayuda de José Miguel y otros amigos, La Macorina subió como la espuma. Llegó a ser propietaria de cuatro residencias suntuosas en La Habana, dos de estas en el Vedado, una en Línea y otra en la calle Calzada, y de varios automóviles, casi todos de fabricación europea, que eran sus preferidos. Fue dueña de caballos de carrera y solía lucir en sus salidas joyas que valían un dineral. Sus gastos no se cubrían con menos de 2 000 pesos mensuales, una verdadera fortuna para la época, recuérdese que hablamos de los años 20, y en esa cifra no se incluían las generosas mesadas con las que ayudaba a su numerosa familia que había quedado en el natal poblado de Guanajay.
Nunca le gustó, por supuesto, que le llamaran La Macorina. El apodo con el que todavía se le conoce surgió por casualidad; pegó y se le quedó para siempre. María Calvo inflamaba los ánimos y las pasiones cuando a bordo de su descapotable rojo paseaba por La Habana. Una tarde, al pasar frente a la Acera del Louvre, esto es, el tramo del Paseo de Prado que corre desde San Rafael a San Miguel, o lo que es lo mismo, entre el hotel Inglaterra y el hotel Telégrafo, un joven exclamó: ¡Ahí va La Macorina! En realidad, quiso decir La Fornarina, famosa cupletista española llamada en verdad Consuelo Bello, pero aquel joven había bebido más de la cuenta y pronunció Fornarina por Macorina.
La decadencia de La Macorina comenzó poco antes de 1940. La crisis mundial de 1929 había golpeado duro a la economía de la Isla, los precios del azúcar andaban por el suelo y no era nada próspera la situación del país. José Miguel Gómez había muerto de pulmonía en 1921 y la mayoría de aquella docena de hombres anegados de dinero y suplicantes de amor, de antaño, estaban arruinados o demasiado viejos. Y también empezaba a envejecer La Macorina. Las puertas y las billeteras dejaron de abrirse ante su reclamo y donde antes recibía afecto y dinero, empezó a recibir solo excusas.
En circunstancias cada vez más apremiantes, comenzó a deshacerse de todo para seguir viviendo. Vendió las pieles y las joyas, los automóviles, los caballos y las mansiones suntuosas, y se fue a vivir a un cuarto alquilado en una casa de familia.
El 15 de junio de 1977, moría La Macorina en La Habana. La mujer que fuera el escándalo habanero de los años 20, mimada y arropada por un presidente de la República y una docena de poderosos, fallecía en el olvido.