Lecturas
Lo contó el colega y amigo Ángel Quintana Bermúdez, de Holguín, en una crónica deliciosa. En marzo de 1926, cuatro jóvenes de Banes, que se impusieron el reto de llegar a La Habana en automóvil, demoraron 69 horas y diez minutos en arribar a su destino. Recorrieron 1 158 kilómetros y se sintieron satisfechos de su marca, pues un intento anterior, desde Santiago de Cuba, había consumido seis días a sus protagonistas.
No se había construido aún la Carretera Central, eran deficitarios los enlaces entre una y otra localidad y la mayor parte de la travesía debieron hacerla por caminos más supuestos que reales. Los rodeos, impuestos por las dificultades del terreno, alargaron la distancia. En algunos sitios no les quedó otra opción que guiarse por las estrellas, como si fueran navegantes de la mar océana. En resumen, partieron de Banes a las 10:50 de la mañana del miércoles 24 de marzo y llegaron a la capital de la Isla el sábado 27, también en la mañana, a las ocho. Durante todo ese tiempo se detuvieron unas 18 horas para satisfacer las necesidades más elementales, lo que hizo que la marcha propiamente dicha fuera de 51 horas y 20 minutos. Promediaron 22,6 kilómetros por hora, de los 35 de velocidad máxima que alcanzaba el vehículo, un Ford de los conocidos como fotingo tres patá’s, que gastó 46 galones de gasolina y seis cuartos de aceite en la travesía y concluyó el viaje con un neumático de baja.
Sebastián Pérez, promotor de la iniciativa, no tuvo que insistirle demasiado a Lorenzo Serrano, Joaquín Díaz, Santiago Zaldívar y Juan (Chino) Leyva para que asumieran la empresa. Una multitud entusiasta los despidió en el café Norma, desde donde arrancó su peligrosa aventura porque, a la carencia y mal estado de las vías, cuando las había, se sumaba la situación del país.
Todo era confusión y pánico en la provincia agramontina tras el secuestro del millonario Enrique Pina Jiménez, expone Quintana Bermúdez en su crónica. La Guardia Rural, cuerpo del Ejército que asumía funciones de policía en los campos y que se caracterizó, siempre al servicio de los latifundistas y la burguesía agraria, por sus abusos y atropellos hasta su desaparición en 1959, intensificaba con saña su macabra cacería de isleños residentes en la región, a los que responsabilizaba con lo de Pina, y no pasaba un día sin que se reportaran allí asaltos, tiroteos, detenciones, muertos... Había miedo, recelo y desconfianza. Las poblaciones quedaban desiertas y los campesinos se encerraban en sus bohíos en cuanto caía la noche. Para complicar aún más las cosas, una pantera se había fugado del circo Montalvo y andaba suelta por los campos.
Todo eso dificultó el viaje y no resultó raro que en muchas localidades Serrano y sus compañeros fueran tomados como cómplices del secuestro. En las proximidades de Cabaiguán tuvieron necesidad de llegar a una casa para que les indicaran cuál de los tres caminos que por allí pasaban era el que servía para llegar a La Habana. No les abrieron la puerta. Y en Limonar, cuando el vehículo se detuvo ante la planta eléctrica, el sereno que la custodiaba echó a correr y alertó a la Guardia Rural con su silbato, aquellos llamados pitos de auxilio que en el silencio de la noche se escuchaban a cientos de metros de distancia. Al instante se presentaron varios miembros de la Rural y rodearon a los viajeros. Afortunadamente, los dejaron continuar. Sabían de su propósito de llegar a La Habana. Toda Cuba seguía la hazaña a través de los periódicos, y Banes más que ninguna otra parte.
Hasta allá llegaban los telegramas que, como partes de guerra, iban enviando los viajeros, a su paso por las poblaciones, para dar cuenta a sus coterráneos de las incidencias de la travesía y que se colocaban, para que todos pudieran leerlos, en una pizarra del café Norma, mientras que el diario banense Pueblo mantenía al tanto a sus lectores de todas las peripecias. El día 26, sin embargo, no hubo noticias y el periódico supuso por qué. Dijo, al día siguiente, a modo de explicación: «En su afán de llegar lo más pronto posible a La Habana, Serrano no habrá querido detenerse en ningún pueblo, y de ahí la falta del diario telegrama a este periódico».
En efecto, el viaje Banes-La Habana estaba a punto de llegar a su fin y el tres patá’s de Serrano entraba a la capital con la escolta de varios vehículos que se le sumaron en las cercanías de Matanzas.
Claro que en una travesía tan larga y accidentada hubo momentos jocosos. En la ciudad de Santa Clara, donde arribaron de madrugada, entraron a desayunar a un café y advirtieron un extraño entra y sale en la trastienda del establecimiento. Cuando el dueño o encargado del lugar se acercó para servirles el café con leche, Lorenzo Serrano comentó para que todos pudieran oírlo:
—¡Se lo dije, señor juez! En el fondo están jugando al prohibido.
Las manos del que les servía comenzaron a temblar visiblemente y trabajo le costó cumplir su tarea. Luego corrió a la trastienda, que quedó a oscuras, para avisar del peligro. Y mucho más nervioso estaba cuando Serrano volvió a llamarlo a la mesa, ahora con la intención de pedirle la cuenta. Dijo entonces el comerciante:
—No faltaba más, hombre... ¡Por Santiago de Compostela que ya está «pagá» su cuenta!
Otra ocurrencia tuvo Serrano, ya en La Habana, cuando en unión de sus compañeros se personó en la agencia de los neumáticos Good Year para una singular reclamación.
Mostró al gerente norteamericano de la firma la magulladura que presentaba una de las gomas del Ford y le pidió que se la restituyera porque aquel neumático, adquirido en Banes, tenía un defecto de fábrica.
Examinó con detenimiento el gerente la parte deteriorada y alegó que la magulladura no era un problema de fabricación, sino que obedecía al uso que se le había dado a la goma.
Serrano, por supuesto, no aceptó el veredicto y, él que sí y el otro que no, se trabaron en una discusión que hizo que en torno a ellos se agruparan todos los empleados cubanos de la agencia. A lo más que accedió el gerente, consciente de lo perjudicial que podía resultar para su negocio una mala opinión de aquellos ya célebres choferes, fue a venderles el neumático a precio de costo.
Pero Serrano lo quería gratis y en su afán retó al norteamericano a jugarse a cara o cruz su importe. El gerente aceptó y, enseguida, puso el cubano la regla del juego.
—Si cae estrella, usted pierde; si cae escudo, yo gano, sentenció.
Quizá por no dominar bien el español o por el acaloramiento de la discusión, el norteamericano aceptó las insólitas condiciones que no le dejaban más alternativa que la de perder. No demoró el fatal desenlace.
Escribe Ángel Quintana Bermúdez en su crónica:
«Saltar por el aire la moneda y rodar Serrano la flamante goma hasta el afamado fotinguito que esperaba parqueado frente al edificio, fueron dos cosas iguales, y todo ante las miradas desconcertadas de los empleados de la agencia por la argucia del pillín de Lorenzo: Si cae estrella, usted pierde; Si cae escudo, yo gano».
Varios días anduvieron Lorenzo Serrano, Joaquín Díaz, Santiago Zaldívar y el Chino Leyva en La Habana, donde la prensa se hacía eco de su hazaña. Decía el periódico Heraldo de Cuba: «Cuatro jóvenes drivers del simpático pueblo de Banes de la indómita región oriental acaban de realizar un viaje en automóvil desde aquel pueblo hasta la capital». Ya eran famosos.
Llegó al fin la hora del regreso. Los senderos habían empeorado a causa de la lluvia y la pantera escapada del circo Montalvo seguía imponiendo respeto. Tampoco habían cesado los operativos para la búsqueda y captura de los implicados en el secuestro del colono Enrique Pina Jiménez, y la actuación de la Guardia Rural seguía despertando en los campos un miedo mayor que el que provocaba la pantera fugitiva.
Los cuatro choferes llegaron a Banes sin mayores contratiempos. Y con la alegría de ser los segundos en realizar parecido periplo, con el que hicieron trizas la marca impuesta por sus antecesores santiagueros.
Cerca de Veguitas, a las puertas de Banes, una multitud, que encabezaba Sebastián Pérez, patrocinador del viaje, le tributó un recibimiento caluroso y entusiasta.
La peligrosa aventura había terminado. Lamentablemente, la excelente crónica de Ángel Quintero Bermúdez no consigna las horas que Lorenzo Serrano y sus compañeros emplearon en el viaje de regreso.
Reclamo trinitarioMe escribe, desde Trinidad, Yusnier García Conesa, estudiante de quinto año de la licenciatura de Comunicación Social. «Pone usted a operar a Carlos Ayala, en Bayamo, y yo siempre lo he tenido como trinitario. Hay en las afueras de la ciudad una famosa cueva de Ayala. ¿Tengo yo la razón o la tiene usted?», pregunta. Y no demoraré la respuesta: El joven lector tiene la razón.
El asunto es que en la página de la semana anterior («Crímenes sensacionales») aludía yo a ese personaje, secuestrador y asesino, que torturaba a sus víctimas (casi siempre bellas mujeres) en una cueva, y lo situé en Bayamo siguiendo la información que tomé de un viejo número del diario habanero El País.
Como le tengo una confianza casi absoluta a los periódicos, al extremo que no digiero ninguna noticia hasta que no la veo en prensa plana, creí tener la razón, pero como lejos estoy de considerarme dueño de la verdad absoluta, respondí a García Conesa que corroboraría el asunto con mi amigo el doctor Manuel Lagunilla Martínez, autor del libro Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas, que ya comentamos hace tiempo en esta misma página, y autor asimismo de otro título, Memorias de un viejo abogado, donde recoge varios de los casos en los que le tocó actuar como jurista y que será todo un éxito cuando se publique.
A lo que iba. Lagunilla es un experto conocedor de la historia cotidiana trinitaria. Solo lo he visto una vez en la vida, en ocasión de una visita suya a La Habana, pero lo tengo como un amigo cercano porque solemos meternos, uno a otro, largas parrafadas telefónicas con el engrosamiento consiguiente de la cuenta. Los dos coincidimos en la pasión por la pequeña historia y en el defecto o en la virtud de hablar mucho.
¿Qué me respondió Manolo Lagunilla? Me dijo que varias personas se le habían acercado con la misma inquietud de García Conesa, pero que él, para no quitarme la razón, había respondido que quizá hubiese otro Carlos Ayala en Bayamo. Por su respuesta, ya habrá comprendido el lector que Lagunilla es hombre y amigo hasta el final. Hablando en términos jurídicos, me otorgó el beneficio de la duda.
Pero no. Carlos Ayala es trinitario, cometió sus fechorías en Trinidad y la cueva que lleva su nombre se ubica en las afueras de esa villa. Lagunilla tenía a la mano, y me leyó por teléfono, la copia de un viejo documento. El folio 477, correspondiente a 1879, del libro de radicación de causas del Juzgado de Instrucción de Trinidad.
Se expresa en esa página:
«Julio 17. Moreno Carlos Ayala Agama, natural de Trinidad, estado soltero, de 29 años de edad, oficio carpintero, estatura alta, pelo negro, ojos negros, nariz regular, barba poca, remitido por el Inspector de Policía y a disposición del Sr. Juez de Primera Instancia por homicidio y rapto».
Hay una nota marginal: «Sufrió la pena de garrote vil el 16 de febrero de 1882».
Esos son los hechos. Me dijo también Lagunilla que sobre ese personaje existen dos libros publicados. Uno que expone la historia y el otro, la leyenda.
¿Cuánto habrá de verdad y de mentira en su caso?