Lecturas
Una tragedia conmocionó a La Habana el sábado 17 de mayo de 1890. Pasadas las 10:30 de la noche, una llamada telefónica recibida en el cuartel central de los bomberos del Comercio daba cuenta del incendio desatado en la ferretería de Isasi, en Mercaderes y Lamparilla. Agentes del orden público, periodistas, propietarios y empleados de los comercios aledaños y vecinos y curiosos en general, al conjuro de los sonidos de los silbatos de la Policía y el tañer de las campanas de las iglesias, empezaron a concentrarse en los alrededores del lugar del suceso. Arribaron los bomberos del Comercio. Llegaron también los bomberos municipales... Cuando las llamas se hacían incontrolables desde fuera, se estimó que debía abrirse un boquete en una de las puertas del establecimiento con el propósito de pasar una manguera y organizar la extinción desde el interior de la ferretería. Eso hacía, hacha en mano, uno de los bomberos del municipio cuando se produjo la explosión.
Un resplandor intenso alumbró el espacio. Se elevó una densa columna de humo y los escombros obstruyeron la calle Lamparilla. Los principales jefes de los bomberos de ambos cuerpos quedaron sepultados por los cascotes y las piedras que se desprendieron de las paredes y el incendio pareció cobrar nuevos bríos y amenazó con extenderse a los edificios colindantes.
Varios bomberos lograron penetrar en el establecimiento y subieron a la planta alta donde quedaron atrapados en medio de una oscuridad total y el humo que los asfixiaba. Venciendo obstáculos enormes, uno de ellos derribó una puerta con su hacha. Salieron así a un balcón y desde allí reclamaron a gritos una soga que les permitió deslizarse hacia la calle.
Se refrescaron las paredes de las casas inmediatas y también los escombros a fin de acometer las labores de búsqueda y rescate. No se utilizaron picos ni palas para esa tarea. A fin de no lastimar a los que, vivos o muertos, podían encontrarse abajo, las ruinas se removían con las manos. El periodista Ricardo Mora, sepultado por los destrozos y apenas sin poder respirar, gritaba desesperadamente para que lo sacaran de su fosa improvisada y solo cuando estuvo fuera tuvo conciencia de que bajo su cuerpo había agonizado Francisco Ordóñez, jefe de salvamento del Cuerpo de Bomberos del Comercio. José Miró, inspector especial de la Policía, murió aplastado por los escombros. Murió asimismo el teniente coronel Andrés Zencoviech, jefe de los bomberos municipales... Las llamas no fueron apagadas del todo hasta la tarde del domingo.
En aquel siniestro perdieron la vida nueve bomberos del municipio y otros 17 entre los bomberos del Comercio. Encontraron además la muerte un miembro de la Marina, cuatro agentes del orden público y ocho vecinos, porque no fueron pocos los moradores de la zona que, de manera desinteresada, se sumaron a las labores de extinción y rescate y demostraron heroísmo impresionante.
Transcurrieron 118 años del fuego de la ferretería de Isasi. Desde entonces ningún incendio en Cuba costó la vida a tantos bomberos.
Horror y cóleraA la tragedia del fuego se sumó, diez días después, la tragedia del agua. Llovió a cántaros y las inundaciones provocaron en la capital numerosas víctimas y daños de consideración.
Al comentar ambos sucesos, pero en lo esencial el de Isasi, el gran poeta Julián del Casal decía en una crónica publicada en el diario La Discusión, el 2 de junio de 1890, que ante el incendio y las inundaciones los habaneros experimentaron horror y cólera. Precisaba:
«El horror ha sido lo más general. Tan pronto como este periódico, en la mañana del incendio, esparció la noticia desoladora de la catástrofe, describiendo el fuego, enumerando las víctimas y enalteciendo la memoria de ellas, no hubo una sola persona que no se sintiera horrorizada hasta lo más profundo de su corazón. Cada uno buscaba preferentemente el espacio en que figuraban los nombres de los muertos. Al encontrar el de algún conocido la emoción era tanto más fuerte cuanto más imprevista. Entonces se recordaba su figura, su carácter y sus merecimientos. Y el estupor se acrecentaba, porque si todavía no estamos familiarizados con la idea de que la muerte es cosa natural, mucho menos lo estaremos cuando esta ocurra por causas imprevistas».
El sentimiento de horror, en opinión del cronista, quedó a un lado o se adormeció un instante para ser sustituido por el de la cólera. Cólera provocada no solo por el dolor por la muerte de seres tan heroicos, sino por el de saber «que habíamos tenido un peligro suspendido sobre nuestras cabezas».
Escribía Casal a renglón seguido: «Y convencidos de que estamos libres ya de ese peligro, hemos formulado una serie de cargos contra los que ya por ignorancia, ya por mala fe, según el criterio de cada cual, colaboraron en la catástrofe, dejando sumidos a muchos supervivientes en la más negra desolación».
¿Qué sucedió en verdad en la ferretería de Isasi? ¿A qué peligro suspendido sobre la cabeza de los habaneros aludía el poeta?
Detenido IsasiMientras los socios y empleados de la ferretería se hicieron presentes en los alrededores del establecimiento tan pronto supieron del incendio, el propietario principal, Juan Isasi, tardó en dar señales de vida, pese a que supo lo que sucedía cuando un amigo le llevó noticias del siniestro a su casa del Vedado. A la una de la mañana del domingo la Policía lo detuvo en la calle Mercaderes. Conducido ante el juez de guardia declaró desconocer la causa de lo acaecido. Aseveró que en la ferretería no pernoctaba persona alguna y que en ella no había gas ni materiales explosivos almacenados, ya que la dinamita que vendía la guardaba en depósitos del gobierno. Preguntado sobre si su negocio estaba asegurado, respondió que sí, en veinte mil pesos oro y añadió que aunque las pólizas vencían el domingo 18, a las 12 de la noche, las había pagado el sábado, esto es, el mismo día del siniestro. El juez dispuso que quedara detenido e incomunicado, y aplicó la misma medida a los socios y dependientes del ferretero.
Juan Isasi mentía descaradamente en cuanto al material explosivo. Los peritos que evaluaron el siniestro y sus causas no demoraron en llegar a la conclusión que fue la dinamita, almacenada en grandes cantidades, lo que provocó la explosión fatal.
El domingo 18 fue de luto para La Habana. Cerraron los comercios. Se suspendieron las fiestas. El entierro, en la tarde del lunes 19, fue apoteósico. El carro de bomberos «Virgen de los Desamparados» transportaba los restos del teniente coronel Zencoviech. En otro carro bomba iban los de Juan Musset, Óscar Conill y Francisco Ordóñez. Otros coches bombas conducían a las víctimas restantes. A todos, menos a Musset por decisión familiar, se les dio sepultura en la tierra. Como reconocimiento y homenaje, los cuerpos de orden público, el Cuerpo de Bomberos del Comercio y el Cuerpo de Bomberos Municipales recibieron, por Real Decreto, el título de Muy Benéfico y la Cruz de la Orden Civil de Beneficencia, de primera clase; se les autorizó a usar las insignias de la Orden en sus banderas, y el título en sellos y documentos.
Álbum de la catástrofePronto comenzaron las colectas para socorrer a los familiares de las víctimas. Los periódicos abrieron suscripciones con ese propósito y el teatro Albisu programó una función de beneficio. El Círculo Militar celebraba una velada fúnebre con el mismo objetivo. Recurrimos de nuevo a Julián del Casal, prolijo en los detalles de aquella noche. Dice el poeta en su crónica del 18 de junio de 1890 y que, como la ya citada, se publicó asimismo en La Discusión:
«La casa que ocupa el Círculo, estaba suntuosamente decorada. Desde que se trasponía el umbral, la vista no encontraba más que alfombras elegantes... panoplias soberbias cuajadas de armas y, sobre todo, una profusión de flores... como si se hubiese querido dar una muestra de las maravillas y de los esplendores de la flora tropical.
«En el salón principal, invadido por la concurrencia, la luz del gas, tamizada por las bombas de cristal cuajado, resbalaba a lo largo de las paredes estucadas, arrancaba chispas multicolores de las joyas femeninas y fingía incendiar los vidrios de las puertas, esparciendo por todas partes su dorada claridad».
Elogia Casal los discursos que aquella noche se pronunciaron, y celebra la inspiración de los poetas que recitaron sus versos. Le parece excelente la parte musical de la velada y, cronista social al fin, pondera a la concurrencia «pues sabido es que allí solo asisten personas de alto rango y de reconocido valer».
Un folleto ilustrado, con detalles del incendio de la ferretería y de las inundaciones del día 28 de mayo, circulaba ya en La Habana el 19 de junio. «El álbum de la tragedia», como le llama Casal en otra crónica, escrito al correr de la pluma, pero ajustado perfectamente a la verdad y sin faltarle un solo detalle en el recuento. Abren el folleto las páginas de Domitila García de Coronado, que «se enternece y gime al recuerdo de la catástrofe» y sigue de inmediato la reseña de los hechos.
«Leyéndola detenidamente se siente estallar el incendio, se oye la espantosa detonación, se presencia el transporte de los heridos a los hospitales, se saben los nombres de las víctimas, se juzga la conducta de las autoridades en tan espantoso momento, se lee la biografía de los desaparecidos y se asiste a la conducción de los restos mortales al cementerio, comprendiéndose luego perfectamente el sentimiento de duelo que embargó, por muchos días, el corazón de los habitantes de esta capital», escribía Casal.
Sentimiento de duelo que no pudo impedir, sin embargo, que el ferretero Juan Isasi quedara en libertad el 30 de julio. Poderoso caballero es Don Dinero.
El monumentoEl Ayuntamiento de La Habana decidió erigir, en la necrópolis de Colón, un monumento a los bomberos muertos. Se inauguró el 24 de julio de 1897 en una ceremonia a la que asistieron diez mil personas y presidió Valeriano Weyler, el más sanguinario de los militares españoles que a Cuba le tocó padecer. Obra de los españoles Agustín Querol (escultor) y Martínez Zapata (arquitecto) es todo de mármol blanco y muestra cuatro figuras de tamaño heroico que simbolizan la Abnegación, el Dolor, el Heroísmo y el Martirio. La columna central está rematada por un grupo escultórico que representa al Ángel de la Fe conduciendo a un bombero a la inmortalidad. Dice en una de sus inscripciones: «El pueblo de La Habana llora su noble sacrificio, bendice su abnegación heroica y agradecido les dedica este monumento para guardar sus cenizas y perpetuar su memoria».