Látigo y cascabel
Imagino lo duro que les debe haber resultado a los conquistadores cuando llegaron por vez primera a América, no solo a descubrirla, sino también a conquistarla, saquearla y colonizarla. Y es que, además de oro y olorosas y exóticas especies y frutas, hallaron a unos pueblos originarios con sus centenares de idiomas diferentes.
Por eso desde un principio, Cristóbal Colón tuvo la necesidad de entenderse con los indígenas, tanto que decidió llevarse a algunos para que «deprendan fablar», pues evidentemente nada consiguió con arrastrar en el viaje al judío converso Luis de Torres, quien se quedó sin «armas».
Supongo que al Almirante le urgía que alguien explicara a los originarios que llegaban con «pacíficas» intenciones, para ver si podían quitarles de las mentes la macabra idea de recibirlos con afiladas flechas.
¿Cómo se las arreglaron los continuadores de la obra del navegante? Pues no les quedó más remedio que hacerse de intérpretes encargados de facilitarles el milagro de la comunicación entre ellos y los nativos, lo cual constituyó sin dudas toda una hazaña lingüística.
Siglos después, lo que fue un quebradero de cabeza nos parece lo más normal del mundo. Y quizá por «natural», el quehacer de estos especialistas no siempre se reconozca en su justa medida, y hasta se confunda a los intérpretes con los seguidores del griego Livio Andrónico —responsable de trasladar al latín la Odisea de Homero, y primer traductor conocido—, cuando en verdad no son lo mismo: ambos transmiten en un idioma meta lo que se comunica en un idioma fuente, pero mientras la interpretación es oral, la traducción es escrita.
Hablaba de escaso reconocimiento, y hasta de subvaloración, porque esa fue la sensación que no pocos sentimos mientras éramos asombrados testigos de lo que sucedió con frecuencia durante las largas jornadas de la 19 Feria Internacional del Libro. Nunca deseé con tantas fuerzas ser políglota como en esos días.
Más de una vez tuve la impresión de que no se eligieron justamente los facultados de mayor experiencia, quienes debían garantizar que todos pudiéramos enterarnos con precisión lo que informaban o explicaban nuestros importantes invitados. En cualquier momento podía ocurrir que quien necesitaba ser traducido interrumpiera su parlamento para rectificar a quien debía traducir.
¿Cómo pudo suceder algo así? No sé, no me lo explico cuando en Cuba existe una entidad de alta calidad y profesionalidad como el Equipo de Servicios de Traductores e Intérpretes (ESTI). Imagino que tal vez pensamos que todo sería muy fácil, con tantos cubanos que estudiaron ruso o en la antigua Unión Soviética; mas se perdió de vista que no es lo mismo hacerse entender en otra lengua, que convertirse en intérprete en un evento como la Feria.
Es más: ni siquiera una persona capaz de comunicarse en una lengua ajena a la suya está preparado para asumir algo tan serio como la interpretación especializada y, a la vez, consecutiva. Para ello no basta solo con conocer cabalmente la lengua de origen, sino también manejar correctamente el idioma de destino. Como si fuera poco, debe, además, estar muy bien documentado. Estas exigencias son de vital importancia.
Si a ello se adiciona que la interpretación requiere de un dominio absoluto de habilidades lingüísticas como la audición y la expresión oral, concluiremos que estamos hablando de una profesión que demanda mucho respeto, el mismo que habrá que ofrecerle siempre al atento auditorio.