Látigo y cascabel
Mi abuelita y yo nunca lográbamos llegar temprano a una tanda de cine. Por más que apuraba mis cortos pasos de pequeña, siempre alcanzaba a coger las películas con unos cuantos minutos de empezada. Claro, porque en aquella época la señora de la taquilla siempre estaba dispuesta a vender el ticket de la entrada.
Fue así que en mi mente de niña quedó grabada La tiendita del horror no como una comedia apta para todas las edades, sino como una verdadera película de terror donde una espeluznante mata gigante podría salirse de la pantalla para acabar con mi vida en cualquier momento.
Pasarían algunos años para que me riera con el simpático Steve Martin, que en aquellas escenas no lucía el pelo blanco con que usualmente se le reconoce como El padre de la novia. Del número infinito de veces que en el cine del preuniversitario llegué a ver la vieja cinta, me aprendí todas las canciones y los diálogos, junto con el guión de otras tales como Romeo y Julieta, en la que actuaba Cantinflas, y Resplandor, interpretada por Jack Nicholson, ciclo único y permanente que por nada del mundo me perdía después de cada comida, y cuyas imágenes iniciales variaban en dependencia de la cola del comedor.
De las llegadas tardías de mi niñez heredé también cosas menos traumáticas y más positivas que siempre agradeceré a mi abuela; como esa especie de intuición para los flash backs, que me permite no perder ni la paciencia ni el hilo de la trama; ya que aquellas entradas atrasadas suponían un ejercicio inconsciente de reconstrucción del principio.
Por eso, cuando la película lo ameritaba o simplemente no habíamos entendido «ni papa», pagábamos gustosas de nuevo y «empatábamos el filme».
Claro que era raro nuestro modo de enfrentarnos al cine, lo acepto, pero no éramos las únicas. Nada más común que pasar por un cine y acomodarse a mitad de la historia como quien prende el televisor al azar con la esperanza de que una escena lo cautive hasta el final.
Son experiencias mágicas, de las cuales no estamos exentos. Perdón, no estábamos...
Ahora solo se puede comenzar por el principio como dicta la razón y la planificación familiar. Ni un minuto más tarde, pues estaremos signados por la ignominiosa tardanza a esperar la próxima repetición casi dos horas después.
Se debe llevar en mente, en pos de la puntualidad, el previo tiempo que se norma para la venta de las entradas y la diferencia de horarios que, por supuesto, tiene cada una de las salas tomando en cuenta la extensión de las películas que se proyectan. Una extraña política de ventas que se autolimita a sí misma y se priva de un público que no es la mayoría, pero que tampoco está de más ni puede ser despreciable. Y para ser sinceros, tampoco educable con la agitación y el atiborramiento de cosas por hacer que caracteriza la agenda moderna.
De cualquier manera creo, que en aras de la organización y la formación de valores tan necesarios como la precisión en los horarios, no hay que llegar tan lejos. El absurdo solo debe reinar en el marco puramente cinematográfico de la sala oscura como un modo de purgarlo, a la manera de las catarsis de los griegos en el teatro, y no de multiplicarlo en derredor para que nos posea como algo muy natural.