Látigo y cascabel
Cada vez que he tenido la oportunidad de exponer mis puntos de vista sobre algunas de las aristas negativas del reguetón, algún interlocutor me replica con lo que ya resulta un lugar común a la hora de defender el género: «Recuerda que en su época el danzón, el tango y el cha-cha-chá fueron rechazados».
Respeto el criterio; si bien suelo matizar: «Está bien, pero —que sepa— en ninguno de los temas de esos géneros se respira una sordidez textual y una deshumanización tan rampantes como en este».
En realidad, pese a que algún fan del ritmo pudiera pensarlo, quien escribe no tiene sangre de noruego ni es descendiente de puritanos. Soy moreno, hijo de un mecánico y cubano de los que se ufanan de serlo a viento y marea, en guarandinga o en Yutong. Pero una cosa no quita la otra.
A fuer de sincero, al hablar de este tema no me preocupo por mí ni por los de mi generación. Pienso en los que vienen, en mis hijos que estudian en la primaria y en los miles que están creciendo y les despachan a toda hora barbaridades que (muchos) nunca pensamos que escucharían.
Nadie que posea un mínimo de información cree aún que el reguetón continúa siendo, como en sus orígenes, un género de legitimación popular.
Entonces identificaba los sentimientos y pulsaciones barriales de estratos desposeídos en su cuna caribeña, ubicada por algunos en Puerto Rico y por otros en la Panamá de los años 70, adonde acudieron numerosos inmigrantes jamaicanos para construir el Canal.
Mucho menos se cree que sea himno de los pobres en las ciudades de mayor densidad de población hispana en Estados Unidos —entre la cual el ritmo es bien consumido—, si bien, a causa y obra de los mismos timos de la manipulación mercadotécnica, algunos allí sigan creyéndoselo.
El reguetón fue tragado de a lleno por la industria, y lo que vomitan muchos de sus cultores está integrado a la corriente como un producto más para la venta al por mayor.
Y más allá de este juicio, me interesa compartir con los lectores el de dos colegas de otras geografías, quienes tienen sus consideraciones sobre el género.
Al periodista español Gerardo Sanz, quien pese a apoyarlo y cuestionar por qué en su país se mira por arriba del hombro y hasta es prohibido en ciertos medios al considerársele «la máxima expresión del vulgarismo y la chabacanería», no le queda menos que reconocer en El Mundo:
«Bases sincopadas y electrónica barata, melodías ingenuas y desfachatez pretecnológica, competición y lujuria, un universo donde se acumula basura suficiente para enterrar los puntuales fogonazos de inspiración de Ivy Queen, Voltio o Héctor El Father en un sinfín de recopilatorios sobreros.
«De hecho, solo dos artistas han conseguido llevarlo más allá de sus evidentes limitaciones. Uno, Tego Calderón, ensanchó sus confines comerciales y creativos (...). Los otros, Calle 13 (...).
Pero el más interesante pertenece a Luis E. Palacios, y lo publicó un diario hispano de los Estados Unidos: «[...] tal vez tengamos que dirigir la mirada no al fenómeno del reguetón, sino a ver qué hay detrás de ese segmento de la población que consume ese tipo de música.
«En el caso de una comunidad como la nuestra, en el sur de la Florida, el común denominador es que sus fanáticos mayormente provienen de familias de inmigrantes tratando de abrirse paso en una sociedad que exige más sacrificio de lo que ofrece en recompensas.
«Este género encuentra su nicho en una juventud que crece a su suerte, la cual, por lo general, proviene de familias en las que los padres no tienen el tiempo, ni los recursos, ni el interés de preocuparse por su bienestar.
«Estos jóvenes enfrentan también a un sistema educativo que más que formarlos los empuja a las calles, que no los alienta a buscar una realización personal, sino que los impele a llevar una vida de inercia, sin ambiciones, buscando una satisfacción inmediata, muchas veces sin contenido.
«Pero, el problema principal es que probablemente los culpables seamos nosotros, los adultos. No creo equivocarme al afirmar que una buena parte de la responsabilidad nos corresponde, no solo como comunicadores sino como padres de familia y maestros, y si criticamos esa música por su falta de valores es porque nosotros no hemos sabido inculcar los valores que reclamamos en nuestros muchachos.
«El poeta peruano César Vallejo, que dijera una vez con mucho orgullo que “todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él”, probablemente guardaría silencio con una expresión de “¿que yo dije qué?”. Pero eso no debe preocuparnos ahora. En un futuro lejano, los historiadores rebuscarán entre los restos de nuestra era y se preguntarán: ¿qué tipo de sociedad fue la que produjo esto?».
Creo que, por hoy, huelga cualquier comentario.