Frente al espejo
Hace ya varios años leí de un tirón un libro de mi colega Paquita Armas Fonseca titulado Moro, el gran aguafiestas, una preciosa biografía de Carlos Marx. En ocasiones la memoria puede ser muy traviesa, pero juraría que fue en esa noveleta donde descubrí una frase de ese gran hombre que se me antojó un compendio de sabiduría: «La felicidad está en la lucha».
Muchas veces vamos por la vida bajo la seducción de lejanos propósitos: llegar a alguna condición, en algún tiempo, para obtener alguna cosa... Así, vinculamos la idea de ser plenos a una meta más allá de nuestro andar inmediato. Y no es malo que creamos en proyectos que pasen la difícil prueba del tiempo, pero vincular los momentos fugaces con lo intrascendente puede tener un riesgo, el de impedirnos vivir experiencias intensamente humanas y acaso irrepetibles.
Las últimas jornadas de agosto y primeras de septiembre han sido estremecedoras. ¿Quién no quedó conmocionado con los destrozos materiales que causaron Ike y Gustav? Las imágenes de la devastación y los rostros de quienes perdieron casi todo son estremecedores hasta la amargura. Pasados unos días, muchos hemos comprendido que la angustia no es remedio, pero llega a ser útil si tira de nosotros y nos obliga a encontrar nuevos modos de crear y hacer felices a los demás, no importa cuáles sean las circunstancias.
Y ahora nuestra Isla es tan ancha como el mundo mismo, y hay cubanos por doquier trabajando, amando, sufriendo... ¿De qué manera podían esos que están allende los mares conocer la suerte de los suyos, cuando aquí los huracanes habían prácticamente destrozado las redes eléctricas y de comunicaciones? No es difícil imaginar la ansiedad de un alfabetizador en La Higuera, de un técnico agrícola en Miranda, de un entrenador de béisbol en Panamá, de una psicóloga en Cabo Verde, de un constructor en Luanda, de una doctora en Santa Lucía...
Fue con esa impronta que nuestro sitio web creó un servicio temporal de comunicación que, funciona como un puente entre familias. Impresiona ver cómo en sus diez días de vida mas de un millar de compatriotas, a miles de kilómetros de distancia, nos confían un número de teléfono y la encomienda de indagar cómo están sus parientes, y hablan al periódico como al amigo del barrio al que se le pide un puñado de sal o se le brinda una tacita de arroz con leche.
Hermosa también ha sido la experiencia de conversar con padres, hermanos, hijos, tíos... Emociona, en primer lugar, comprobar cómo, tras unos minutos, dejas de ser una voz desconocida para convertirte en un emisario de la felicidad y los mejores deseos.
Es como si una sustancia desconocida y misteriosa, pero tan atrayente que casi resulta mágica, se cocinara en lo que nos moldea como pueblo. Porque más allá de los atributos de los que pueda investirte la institución que representas, surge un intercambio que rompe con la formalidad y otros esquemas, provocando incluso que surjan amigos o hasta una invitación para comer lechón a finales de diciembre.
Recuerdo cómo mis compañeros enmudecían ante la posibilidad real de conversar con alguna persona de las que resultó más perjudicada. ¿Cómo distinguir entre las lágrimas que brotan cuando se tienen noticias del hijo amado, quien se debate en un consultorio allá en Eritrea, y las de resignación de unos ancianitos inmensos, que intuyen que hay que comenzar casi desde cero y no quieren enviarle al joven galeno la más mínima señal de alarma?
Aunque este sea un ejemplo hipotético, el espacio que hemos tenido para diferenciar parecidos estados de ánimo en situaciones reales, es tan pequeño que ha sido ese uno de los momentos más difíciles de este viaje al corazón. Ahí mismo es donde tienes que ingeniártelas para «volar» a través de la línea telefónica desde La Habana hasta Puerto Padre, Antilla, Surgidero de Batabanó o Los Palacios; y sin perder un segundo, poner una mano en el hombro y ofrecer consuelo y ternura.
A estas alturas ya todos tenemos un poco de Aladino y, cual si viajáramos en alfombra —y también en el corcel del correo electrónico— hemos planeado sobre las Islas Seychelles, los abigarrados cerros de Caracas, la ruidosa inmensidad de Johannesburgo, las pintorescas callecitas de Sanaa (en Yemen), el vasto delta del Orinoco y otros lugares donde al menos un compatriota echa su suerte entre el trabajo, los recuerdos y la nostalgia.
Pero la experiencia no ha sido esencialmente un inventario de desdichas y soledades. Desde el aleph de nuestro buzón, donde se han cruzado tantos destinos, angustias y sueños, también hemos mirado a la vida a través de la sonrisa y la esperanza. Entre muchas anécdotas simpáticas, recuerdo la de una madre diciendo a su hija, médico en las selvas del Delta Amacuro, que se cuidara de los animales salvajes y que se apurara en regresar para ver si encontraba pareja y le daba un nieto; a la niña que repetía «abuela, te quiero mucho... no te olvides de traerme el delfín»; o al papá que con voz ahogada en llanto pidió: «dígale a mi hijo que lo extraño, y que cumpla su misión como yo hice en Angola».
Poco a poco los teléfonos vuelven a sonar y no faltará mucho para que todas las líneas funcionen. Quizá ese momento firme el acta de defunción de nuestro puente, que pasará al recuerdo con la misma discreción con la que nació.
Pero habrá un antes y un después para nosotros. Continuaremos cumpliendo con nuestro deber sin altisonancias, pero atisbando nuevas maneras de servir y superando lo que somos a diario, luchando contra nuestro límite personal. Ahí está el secreto de ser felices del que hablaba Marx, cuya propia conducta nos ilustra cómo tu felicidad llega cuando llena a los demás.