Entre el aspecto enfangado del graderío sobresalía su cabello níveo. Llovía, aunque tímidamente. Él estaba en uno de los larguísimos escalones guarecidos por el techo del estadio, solo, tomando apuntes en una pequeña libreta que apenas le cabía en la mano izquierda. Lo vi desde varios metros más arriba, casi a lo lejos, y desafiando a mi astigmatismo lo reconocí: en efecto, era el «Profe».
Había escuchado ya disímiles historias del verdadero significado del amor a la camiseta, acentuadas con una crónica exquisita de Elio Menéndez sobre un chiquillo de su barrio que había rajado la piel de su dedo pulgar jugando bolas para ganar un centímetro y con este la partida. De sentido de pertenencia, historias sobran.
Sin embargo, hechos me devuelven a los tiempos románticos de antes que tanto cuentan ufanos los más viejos. Detuve mi charla de marras aquella tarde y bajé los deteriorados escalones del estadio Pedro Marrero. Quizá era viernes. Lo que sí recuerdo con absoluta nitidez es que corrían aproximadamente las cinco de la tarde y el cielo encapotado otorgaba un cariz nocturno al panorama.
Al día siguiente la selección cubana de fútbol tendría en esa misma cancha un encuentro importante de la Liga de Naciones. Y a esa hora, bajo los amenazantes nubarrones, los futbolistas dominicanos tocaban balón en el ondulado césped del estadio.
Bonín, Lloyd, Peralta, Heredia… Otra lluvia, esta vez de nombres, caía sobre la vista del espectador. Y pensé, al ver al Profe, en la importancia de repasarlos uno a uno para quien debiera narrar al otro día el encuentro en una emisora de radio. Por cierto, déjenme decirles, porque a estas alturas la curiosidad debe hacer mella en el lector, que el Profe era Luis Izquierdo, reconocido narrador deportivo de Radio Rebelde.
Y puede que, revelado esto, muchos crean que la historia contada carece de interés, pues en definitiva Izquierdo estaba allí haciendo lo que le tocaba.
Pero eso, tan simple a la vista del aficionado, es respeto a la audiencia, y por más obvio que parezca me impactó desde el instante en que lo vi a lo lejos en aquel inmenso graderío desierto donde solo aparecía él; el resto de los colegas llegaríamos al otro día. Eso, por tan simple que parezca, emula cualquier acto de amor a la camiseta.
E imaginé entonces lo terrible de la herencia dejada por otros que, henchidos de tanto prestigio, decidieron poner la profesionalidad en segundo plano. No, no pierde valor estar allí, al pie del cañón después de media vida dedicada al periodismo, anotando nombres en tu diminuta libreta tras sortear el transporte público, aunque solo te reporte beneficios morales. Y aunque «solo», en este caso, sea una palabra excesivamente engañosa.