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Huellas

Cada vez que me asomo a La Balbina, mientras disfruto un té en las alturas, mientras converso con el profesor Osmar, pienso en la mirada martiana y contemplo, sobrecogido, extasiado, el paisaje vital, las montañas que custodiaron los días del «pintor nuevo de Cuba»

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

«Pocas dichas hay como la de hallar mérito superior en un hombre que ha nacido en nuestra tierra», así comienza José Martí su artículo Joaquín Tejada, publicado en el periódico Patria, el 8 de diciembre de 1894. Y unas líneas más adelante, lo bautiza para la inmortalidad como «el pintor nuevo de Cuba».

Todos los días paso por la casa del artista elogiado por Martí. El destino me ha reservado ese pasaje. En una altura dominante del poblado de Boniato, en las afueras de Santiago de Cuba, plantó Tejada su vista. Y allí, rodeado de montañas, se alzó la casa.

Como la historia nunca queda demasiado lejos, el hilo de la memoria me conduce. Subo, traspaso la verja, anuncio mi presencia ya habitual al dueño de la casa, el profesor Osmar Oliva Crespo. Él ha cuidado con esmero ese legado. Y el tiempo se doblega ante las tejas que cobijaron al pintor, el arte de la herrería, la lira de metal, el portal intacto.

Estamos en La Balbina. El nombre de la villa es un homenaje a la madre de los Tejada, Doña Balbina Revilla. Hay una atmósfera especial en esta casa.

«Hace algunos años descubrí en una investigación, que el pintor tenía colocados algunos de sus cuadros en la sala principal de La Balbina. Sobre ellos, existían unas lámparas que se movían en diferentes horarios del día, buscando que no faltara luz a sus piezas. Al reparar esa parte de la casa, aparecieron los orificios con restos de la instalación eléctrica.

«Desde esta casa pintó una obra que se conserva en el Museo Emilio Bacardí, un pequeño óleo sobre lienzo que retrata las alturas del Puerto de Boniato. Por la perspectiva de la pieza, sabemos que la tomó desde la parte derecha del jardín, una belleza que el pintor no dejó de advertir».  

José Joaquín Tejada (18 de septiembre de 1867-7 de marzo de 1943) fue uno de los más notables artistas plásticos cubanos de su tiempo, aun cuando algunos han querido miopemente menoscabarlo, por el apego irrestricto a su terruño. Fue un paisajista consumado, cuya recia formación y trascendencia le hizo exponer en Europa y en Estados Unidos. Tras su fallecimiento, la Academia Provincial de Artes Plásticas de Santiago de Cuba (entonces de Oriente), tomó su nombre y así ha permanecido hasta hoy.

Fue justo en Nueva York donde Martí le conoce, donde admira su obra, especialmente La lista de la Lotería, también conocida por La Confronta. Y así escribe de sus trazos, de su autor: «(…) tiene el mérito sumo, que es el de enseñar, por la sagaz percepción del laboreo de las almas en la carne, la vida interior, burda o graciosa, del personaje a quien el suelto contorno deja pleno carácter y movimiento. En la tentación del color pudo caer, que es siempre excesivo, en letra y pintura durante la juventud; pero él tiene ya la suave tristeza del hombre pensador, que ve a la vida sus velos y nubes».

Martí ve a Cuba en él, y en su palmaria futuridad, ve más allá de lo que contempla, cuando apunta: «Y de otro peligro se salvó Tejada ya, y es el de la inmodestia, compañera segura del mérito inferior (…). Ámese, puesto que ama al hombre, al artista nuevo de Cuba, al que padece de la pena humana, y no tiene pinceles para los vanos y culpables de la tierra, sino para los adoloridos y creadores».

Cada vez que me asomo a La Balbina, mientras disfruto un té en las alturas, mientras converso con el profesor Osmar, pienso en la mirada martiana y contemplo, sobrecogido, extasiado, el paisaje vital, las montañas que custodiaron los días del «pintor nuevo de Cuba».

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