Allá por 1938 era mandante en Cuba Federico Laredo Brú, algo así como lo que el pueblo, en su florida habla, nombra un ñame con corbata en marcha atrás, un burro, aunque se ponga molesto el fantasma de Juan Ramón Jiménez, adorador de Platero.
Por entonces, hacía furor en Cuba el poeta matancero Hilarión Cabrisas. La gente declamaba, en éxtasis, con los ojos en blanco La lágrima infinita y La plegaria del peregrino absurdo.
Mientras, en voz queda, casi en la clandestinidad, se repetía un poema atribuido a Cabrisas que elogiaba al sexo oral. Poema que, como era de esperar, sobrepujaba la popularidad de La lágrima… y de La plegaria...
En cuanto a Laredo Brú, repito, a pesar de que en la sala de su casa desplegase un título de graduado en Derecho, resultaba cierto que «su información cultural era francamente deficitaria, y dejaba mucho que desear», como diría hoy eufemísticamente un informe de la Dirección de Cuadros. Al hombre había que agradecerle que caminase como un bípedo, que se pusiera ropa y que no ingiriese alimento herbáceo.
Un día su edecán —léase cachanchán, en buen cubiche— encargado de los asuntos culturales le indujo a firmar un decreto que concedía una condecoración a Hilarión Cabrisas. Nada menos que la Orden Carlos Manuel de Céspedes.
—¿Y quién es ese Hilarión? —bramó el mandatario.
—Doctor, él escribió el poema de la lágrima: «Esa, la que en el alma llevo oculta, / la que no salta afuera en un alarde de dolor, / la grande...».
Pero Laredo vacilaba en firmar.
—Presidente, él le canto a la Virgencita del Cobre, nuestra Patrona Nacional, que los prietos identifican con la sensual Ochún, la Venus-Afrodita del panteón yoruba cubano, bellísima y provocadora destilando miel.
Pero Laredo no firmaba. Entonces, el edecán recurrió a un recurso supremo:
—Doctor, él escribió el poema de… ¡aquello!
Y entonces, solo entonces, Laredo, convencido, firmó.