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Persistencia

Hay cine en la región antes de los Corales, pero el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano le ha otorgado una dimensión otra desde 1979

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

«Oiga, joven… ya terminó la película». Me despertaron una noche avanzada, en una butaca del Chaplin, en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Corría de una sala a otra. Las imágenes se amalgamaban, los finales se confundían. Es diciembre, es La Habana.

Descubrí por mis abuelos el cine «nuestramericano», como martianamente diría Frank Padrón. Ellos filmaban su propia escena: «¡Ay… qué hombre!», soltaba ella, con aire de desmayo, al aparecer Jorge Negrete. El desquite venía con María Félix, y allí mismo, al lado de la pantalla, el caballero paladeaba su bocadillo: «¡Esa sí es una mujer…!».

Doña Bárbara (1943), basada en la novela de Rómulo Gallegos, fue hecha a la medida de María Félix. Indomable en Doña Diabla (1950), virgen en Tizoc (1956), junto al icónico Pedro Infante, fallecido trágicamente poco después. Esta última  cinta se acredita el Globo de Oro a la mejor película de lengua no inglesa en 1957.

María Candelaria (1943) rinde a Cannes, con Dolores del Río y Pedro Armendáriz como protagonistas de un drama que contó con la soberbia fotografía de Gabriel Figueroa en las aguas de Xochimilco y la dirección de Emilio «El Indio» Fernández, un cuarteto de grandes éxitos del cine mexicano.

Es cierto que se repitieron las tragedias pueblerinas, las pomposas mansiones, el folclor en derroche. Sin embargo, la industria, el arte y la distribución de las grandes cinematografías regionales en su época de oro, lograron que ese cine hablado en español, tejido desde el Sur, con nuestros propios rostros, acabara imponiéndose.

No es posible referirse a la memoria audiovisual latinoamericana, sin las justicieras comedias de Cantin-flas, las «tanguedias» de Gardel o Libertad Lamarque, los charros cantores de México. Esa generación legó los ídolos de una época, encarnó una sensibilidad; y su eco, atrapado en el celuloide, se ha revelado eterno.

Cuando se abalanza la inundación, es porque ha llovido mucho antes. Ninguna sacudida es huérfana.

El Nuevo Cine Latinoamericano tiene la marca de Los olvidados (Luis Buñuel, 1950), duro retrato de la miseria. Y la de Las aguas bajan turbias (Hugo del Carril, 1952), La casa del ángel (Torre Nilsson, 1957) y La hora de los hornos («Pino» Solanas-Octavio Getino, 1968). Legendaria Tire dié (Fernando Birri, 1960), los niños  corren al paso del tren con las manos extendidas: «tire diez centavos».

El Cinema Novo abre el lente a la experimentación y el delirio del Brasil profundo, con Río, cuarenta grados (1955) y Vidas secas (1963), de Nelson Pereira Dos Santos Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), emerge una exuberancia casi barroca, mientras la sangre y la culpa surcan Antonio Das Mortes (1969), ambas de Glauber Rocha.

Cuba asoma en 16 milímetros, la infrahumana vida de los carboneros de la ciénaga de Zapata en El Mégano (1955). Una «película naif», dirá Julio García Espinosa, su director, que tuvo la colaboración de Tomás Gutiérrez Alea y una realización heroica con guion a cuatro manos: Alea-Espinosa-Alfredo Guevara-José Massip.

El dolor se llamará Yawar Malku / Sangre de Cóndor (Jorge Sanjinés, 1969). El director boliviano es lapidario: «Los latinoamericanos podemos hacer el mejor cine del mundo, porque somos ricos en humanidad, en sinceridad, porque somos una potencia en historia y en ternura».

El Festival de Cartagena de Indias se inaugura en 1960. Santiago Álvarez hace Now! (1965), un clip pionero, un grito. Aldo Francia abre Viña del Mar a la visualidad latinoamericana. Titón filma Memorias del subdesarrollo y Raquel Revuelta pasa de la euforia a la locura en Lucía, de Humberto Solás. 1968 será un año refulgente.

Hay cine en la región antes de los Corales, mas el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano le ha otorgado una dimensión otra desde 1979.Cine de los «afectos especiales», cine hecho con los riñones y las uñas, cine de la persistencia. Cine con sabor a fresa y chocolate, con amores perros, con silbidos y balas, con los ojos de La Doña que devoran la pantalla, todavía.

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