Con su más reciente novela, Canción de antiguos amantes, la autora colombiana narra parte del drama que viven los migrantes en la región del Golfo de Adén, entre Yemen, Somalia y Etiopía. Autor: Maykel Espinosa Rodríguez Publicado: 07/03/2023 | 09:40 pm
Laura Restrepo es una sobreviviente. No es una afirmación baladí, menos después de conversar con ella y descubrir por cuánto ha pasado hasta llegar a este punto del camino. Salen a flote recuerdos estremecedores de una escritura y una militancia política signada por la resistencia que habita en esta mujer que, a pesar de todo, proyecta fuerza, vitalidad, alegría y serenidad.
Podría decirse que son justamente esas algunas de las características que coexisten enla obra de quien ha escrito hasta la fecha 14 novelas, entre otros géneros literarios y periodísticos. En sus textos refleja, tras cuidadas investigaciones, las diferentes realidades de las que ha tenido conocimiento, desde el primer empeño negociador del gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) con la guerrilla del M-19, hasta los dramas migratorios que se viven a lo interno de Colombia, aquellos que van en busca del «sueño americano» y huyen de la violencia, o más recientemente la realidad apocalíptica que se vive en el Golfo de Adén (África), y es el escenario de su última historia, Canción de antiguos amantes(Alfaguara, 2022).
La escritora colombiana acaba de finalizar su más reciente visita a la Mayor de las Antillas, donde participó por primera vez en la Feria Internacional del Libro de La Habana, a la cual acudió como parte de la delegación del país invitado de honor, Colombia. Antes de concluir su viaje, recibió a JR en el lobby del hotel Presidente, donde se hospedaba, tras conversatorios sobre su obra en la Biblioteca Nacional José Martí y presentaciones de libros en otras sedes de la fiesta literaria, muy cerca de un punto de referencia para su generación: Casa de las Américas.
Durante una hora conversamos de casi todo, o al menos esa fue la sensación. Son realmente nutritivos los diálogos en los que parece que todo se ha dicho. Decía Winston Churchill que «una buena conversación debe agotar el tema, no a los interlocutores». Laura Restrepo, sin duda, hace honor a la frase del premier británico y se muestra solícita, presta al intercambio reposado, feliz de estar en Cuba, una tierra por la que siente una gratitud enorme.
«Venir aquí siempre es motivo de profunda emoción, porque a Cuba la llevamos muchos en el corazón. Pertenezco a una generación que se reconoce con la Revolución Cubana. Como latinoamericana, para mí la resistencia de Cuba es la lucha de América Latina. Aquí me recibieron en mis años de exilio y pude escribir buena parte de mi primer libro, gracias a la generosidad de ustedes». Ese texto es Historia de un entusiasmo (1986), en el cual la autora narra las primeras negociaciones de paz que emprendió Colombia para finalizar el conflicto armado entre el Gobierno y el grupo guerrillero M-19, entre 1984 y 1985.
Restrepo formó parte de la comisión negociadora de aquel Gobierno y como periodista –profesión que ejerció durante 20 años- documentó el proceso, paso a paso, cada derramamiento de sangre, arbitrariedad, avances y desencuentros entre las partes. Lo tenía prácticamente todo documentado.
Aquel proceso negociador fracasó y devino persecución para sus participantes, lo que obligó a Laura a exiliarse junto a otros tantos en México, para luego aterrizar en Cuba, donde transformó toda la documentación en un gran reportaje que en principio sería la Historia de una traición, una denuncia a la actitud veleidosa y cómplice de las élites y los militares que contribuyeron al fracaso y persecución del primero de los intentos por llevar paz a Colombia.
«Escribía a mano y luego amigos cubanos mecanografiaban lo que fue el original que se envió a la editorial. Soy testigo de la importancia que ha tenido Cuba para lograr la paz en mi país y por eso me alegra tanto que hoy los colombianos estemos aquí con algo que ofrecer, pero a la vez nos duele que por culpa de propiciar la paz en otro país, a Cuba se la tilde de Estado que propicia el terrorismo: es un contrasentido imperdonable», comenta la autora de 73 años.
Para Restrepo la palabra «entusiasmo» engloba un concepto muy valioso, en el que cree fervientemente. «Te lo dice una persona que no es creyente, pero yo sí creo en los grandes mitos y el entusiasmo es la exaltación del alma ante algo que es más grande que tú. Entonces para mí se trata de perseguir esas rachas de entusiasmo en los pueblos que generalmente vienen en las circunstancias más duras. Ahí surge ese espíritu humano templado en la resistencia y eso tiene que ver mucho con no perder el carácter militante. La militancia es eso, agarrar el cable “pelao” por donde más corriente suelta».
—Usted ha agarrado muchos «cables pelados en su vida».
—Pues como colombiana, ¿cómo no? -Sonríe-. Como colombiana, o te encierras en tu casa, aprietas los ojos y te tapas con las cobijas o te lanzas a ese remolino tremendo que ha sido nuestra vida de nación.
Dentro del remolino, la ficción
Laura, asegura, nunca tomó la decisión consciente de hacer literatura. Historia de un entusiasmo es un gran reportaje fruto de la necesidad de sacar a luz toda la información que tenía y que ya ningún diario de la época quería publicar, luego del fracaso de las negociaciones. Así sucedió con su segunda publicación, La isla de la pasión (1989), una investigación sobre una isla donde quedaron atrapados 60 náufragos durante nueve años, en la época del Porfiriato (1876-1911).
«Era más literario en el estilo, pero sin dejar de ser un reportaje. Después empecé con la historia de Leopardo al sol(1993), donde narro los inicios de la mafia en Colombia. Contaba la vendetta entre dos familias que fueron los iniciadores de ese mundo en el país. En mis tiempos como reportera de televisión fui documentando esa vendetta y, por diferentes acontecimientos, decidí convertir el relato en ficción: cambié nombres, situaciones.
«La decisión de hacer ficción me la impuso el camino. La propia escritura me ha ido llevando por caminos sin que yo necesariamente tome esas decisiones», asegura la escritora que cuenta en su haber con varios reconocimientos literarios, entre ellos el Premio Alfaguara de novela por Delirio (2004), un retrato colombiano de la década de los 80.
Una vida fascinante la de Laura Restrepo, que contarla no cabría en la página de un periódico. Sus inspiraciones, las miradas hacia el pasado, el presente y el futuro, las experiencias que recabó durante su visita junto a Médicos sin Fronteras en el Golfo de Adén, las amenazas de muerte y hallar en la sobrevivencia la fuerza para continuar, son algunos de esos elementos que hacen admirable a una autora que aún tiene mucho por contar.
—Como protagonista y narradora de 40 años de conflicto colombiano ¿Cómo se siente ahora con este nuevo proceso de paz que está emprendiendo el Gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez?
—A los que sobrevivimos de mi generación nos alcanzó el tiempo para ver lo que está sucediendo. Este es un triunfo resultado de 40 años de lucha del pueblo colombiano. En un momento en el que el primer mundo está tan empeñado en ir a la guerra, con ese espíritu «patriótico», belicista, de fascinación con la perspectiva de un conflicto internacional, como si eso fuera a traernos algo bueno, los colombianos somos un país que está buscando la paz en la negociación.
«Estamos viviendo con una gran alegría este proceso, contenida en la medida en que la paz se vea amenazada. Estos procesos no son bien vistos por quienes nos han mantenido en el sometimiento económico y político durante tanto tiempo. Estamos a la expectativa de que se produzca el espacio necesario para que ese proyecto de paz logre cuadrar».
—¿En qué medida usted ha podido darle a sus lectores lo que la realidad les ha quitado, tanto en Colombia como en los diversos contextos que ha palpado?
—Yo lo vería al revés. ¿Qué tiene mi obra de lo que la realidad me ha dado? Siempre he querido que lo que esté detrás de las líneas sea la dignidad humana, la capacidad de resistencia y la alegría frente a las tremendas dificultades que enfrentamos. Para mí ha sido un ir de pueblo en pueblo, hablando con la gente, metiéndome en su dormitorio, en su cocina, en los campos de batalla, en los hospitales, en las calles.
«Aunque lo que hago es ficción, detrás están los testimonios de la gente. Yo tengo el convencimiento de que cada persona es una novela. Vivir es muy difícil: una persona que logra hacerlo con dignidad y alegría tiene una historia monumental. Yo voy por ahí preguntando cómo vive, qué le hace feliz, cuáles son sus tristezas, con qué sueña, cómo da su propia pelea. La realidad es el sustrato de mis libros».
—Después de 20 años como periodista, supongo que el afán investigativo le viene de formación profesional.
—Claro, empecé a escribir como periodista. Luego la ficción te da la posibilidad de entrar en la intimidad de tus protagonistas, cosa que el periodismo no te lo ofrece con tanta facilidad. Luego es cuestión de armar un mundo más redondo que produzca una ansiedad en la lectura para poder llegar al final. Redondear la aventura humana y presentarla de tal manera que la lectura se convierta en un placer.
«Una ficción te la posibilidad de entender realidades que tú sabes que están ahí pero no las puedes justificar con una documentación exacta. Entonces pones las piezas del rompecabezas de tu investigación y las propias piezas te delimitan el vacío, y ahí viene la ficción; la posibilidad de hacer humanos los personajes se facilita cuando pones tu propia experiencia, tu propia vivencia, tu propia alma».
—¿Disfruta más el proceso de ir descubriendo la realidad o producirla?
—Creo que los dos, porque soy muy viajera y me encanta andar por ahí metiéndome en camisa de once varas y averiguando cosas, pero también me encanta la soledad del retiro. Tengo mi casa allá arriba en las montañas de los Pirineos, junto a mi marido, mi hijo, mis perros, los jabalíes, los ciervos. Esos meses de absoluto silencio también son un placer enorme.
«Poner juntas todas las piezas. He desarrollado a lo largo de los años mucha memoria, para todo lo que converso con la gente, porque muchas veces en medio de una crisis humanitaria no puedes ir con la grabadora, entonces yo tengo una memoria fotográfica y me voy acordando de las conversaciones casi al detalle. Ahí aparece la ansiedad de volver a casa y poner todo eso por escrito antes de que los recuerdos fallen».
—Cuando se publica Cien años de soledad (1967), usted tenía 17 años. ¿Cómo fue ese contacto con la obra de Gabriel García Márquez?
—Generó una influencia tremenda. Imagínate, yo entré a la universidad a los 15 y como estudiante me llegaba Cien años de soledad, El siglo de las luces, Rulfo, las obras del primer Vargas Llosa que eran estupendas. Era un bombardeo delicioso. Por primera vez la América Latina se nos aparecía como un territorio concreto y poderoso en la historia, también en las letras. Creo que hasta ese momento en nuestro continente no teníamos conciencia de nuestra propia identidad.
«En mi caso, yo pertenecíaa una generación que fue muy militante y urbana, en principio. Lo del realismo mágico no era algo que nos llamara la atención. Aparte de la belleza de la obra en sí, estábamos tan empeñados en trabajar en una realidad concreta que el hecho de que nos dijeran que eso era mágico nos chocaba un poco.
«Incluso, mi tesis de grado fue un trabajo furioso e injusto contra el realismo mágico, que afortunadamente se extravió y que Dios la tenga por allá perdida. Lo que era maravilloso de Gabo era su literatura, pero claro, uno estaba ahí bregando en los barrios populares, las fábricas, y que nos vinieran a hablar de elementos mágicos. ¿Mágico?
«En ese sentido yo creo que Vargas Llosa influía más; el primer Vargas Llosa, antes que se convirtiera en quién sabe qué. Su escritura era mucho más urbana. La ciudad y los perros (1963), por ejemplo, nos daba más herramientas para entender las distintas clases sociales, los conflictos personales, nos enseñaba a ver a los militares, un mundo muy desconocido para nosotros.
«Alejo Carpentier nos permitía ver la relación de América con Europa, algo fundamental. Pedro Páramo, para mí es una de las biblias latinoamericanas, nos permitía ver esa línea casi inexistente entre la vida y la muerte, explorar territorios vedados que antes solo la religión nos daba un atisbo, pero esto lo hacía con un lenguaje poético y laico que era una revelación de la siquis latinoamericana y el propio territorio, para no hablar del lenguaje.
«El continente entero tenía influencia de ellos, estaban en el aire que respirábamos, en el lenguaje que hablábamos. Para mí Cortázar sigue siendo la gran figura de esos tiempos, no solo por la maravilla de su literatura, sino por unas posiciones éticas y políticas, de una coherencia y generosidad enormes».
—Una literatura muy coherente con su tiempo, la del boom latinoamericano. ¿Ve diferencias con la literatura actual?
—La diferencia fue la Revolución Cubana. De verdad lo creo, porque si bien en ese momento hubo una pléyade de genios de toda América Latina, el continente luego ha producido a lo largo de estos años literatura muy buena, lo que pasa es que no tiene la misma visibilidad hacia afuera, ni hay posibilidad de reunir a escritores diversos entre sí.
«La Revolución Cubana fue la caja de resonancia del boom. El continente que normalmente es invisible para el mundo de afuera fue visible gracias al proceso cubano. La revista de Casa de las Américas era el gran vínculo entre todos para discutir o para ponerse de acuerdo, la conexión de expresión con perspectiva de futuro, en la que encajó el boom y su gran potencial literario».
—¿Cómo ha sido su relación con Casa de las Américas y ese movimiento intelectual?
—De muy joven, en la universidad, el gran debate sobre América Latina se daba en Casa de las Américas. Fíjate las discusiones con Vargas Llosa, García Márquez, las exposiciones de Cortázar, donde se reflejaba todo eso era a través de la Casa. Tuve de ser jurado del Premio en alguna oportunidad y de tener una amistad grande con Roberto Fernández Rematar, que además me paseó por La Habana Vieja y pude ver la ciudad a través de los ojos de ese caballero enormemente culto y elegante.
—A través de su obra usted ha demostrado la importancia de la literatura como foco para alumbrar problemas que no somos capaces de ver o sentir.
—He escrito tres novelas sobre los procesos migratorios. La multitud errante (2001) fue sobre el destierro interno colombiano, los dos millones de personas que giran huyendo de la guerra dentro de la propia Colombia.
«Después Hot Sur (2013), que es sobre la migración de indocumentados en Norteamérica. Es una novela que escribí hace años sobre el fin del “sueño americano”, donde mis protagonistasno están tratando de meterse a Estados Unidos, están tratando de salirse. Cómo se largan una vez que descubren que no hay tal sueño.
«La tercera es Canción de antiguos amantes, basada en lo que sucede en el golfo de Adén, entre Etiopía, Somalia y Yemen. Al final es el mismo río, la misma gente, como si la multitud fuera una serpiente subiendo por Centroamérica, atravesando el Mediterráneo, bajando por el golfo de Adén a lo largo de toda el África. Cuando hablas con la gente es el mismo drama, las mismas expectativas, la misma fuerza, la misma capacidad de sobrevivencia.
«Esta ha sido desde el principio de los tiempos una humanidad en el camino. Desde Lucy, la primera homínida, cuando se para sobre sus patas, mira al horizonte y cree que quizá más allá las cosas sean mejores y echa a andar. Entonces yo creo que en la literatura, si algo caracteriza a muchos autores latinoamericanos, pero también europeos, africanos, es el fenómeno migratorio, porque la literatura tiene visión de futuro, entonces ya estamos viendo lo que vendrá. Lo que vemos es a penas la vanguardia de las grandes olas migratorias que se viene con la crisisclimática y ahora con la guerra, en plena ebullición».
—Hablaba de «una humanidad en el camino». Parece que nos queda bastante camino, ¿no?
—Hay que aprender a caminar y valorar al caminante. Hay que saber que el proceso migratorio siempre fue proceso fundacional. Como sucede las zonas del Cuerno de África, en cada mujer que viene en harapos está la heredera de una tradición milenaria, que la lleva consigo: una reina de Saba.
«Esa actitud prepotente de occidente de querer enseñar y mostrar cómo. Están ignorando lo que es cada uno de esos seres humanos y que en lugares como Yemen te lo dicen, las somalíes, las etíopes: “vengo de una cultura milenaria que va a existir cuando la tuya esté en cenizas”, ellos lo saben a pesar de la situación brutal por la que tiene que pasar.
«Una sensación que yo tenía ahí, en medio de esa tragedia humanitaria era que esas mujeres iban a llegar, no sabía a dónde, ni cuántas quedarían en el camino, pero llegarían y las ciudades y los países que se estén amurallando para impedir que vengan que se atengan, porque van llegarán».
—Usted ha sido amenazada de muerte, ha sufrido exilio por su militancia y escritura ¿Ha asumido la literatura más como refugio o forma de desahogo?
—Recuerdo cuando escribí Leopardo al sol, sobre los inicios de la mafia en Colombia. Había una vendetta entre dos familias, un hecho histórico, fueron las primeras traficantes de marihuana, a partir de las rutas del contrabando de electrodomésticos y se peleaban entre sí por el dominio de esas rutas, razones de honor y la lucha era hasta la muerte del último varón de la otra familia. Eso había repercutido mucho en la prensa colombiana y yo como reportera de televisión los había ido grabando en los entierros, todas las fases de esa vendetta.
«Empecé a redactar y cuando ya lo tenía avanzado una productora me buscó para hacerles una serie televisiva. Cuando las familias se enteraron amenazaron con poner una bomba en la productora, entonces se echaron para atrás y anularon el contrato de la serie. Nuevamente me quedaba con un material que había recogido durante 11 años y ya no se podía hacer “nada” con él.
«Entonces decidí escribir un libro otra vez. Busqué al abogado de la familia vencedora de aquella vendetta, que generalmente son los mediadores con la vida pública. Le pedí que transmitiera el mensaje de que lo de la televisión no se haría, pero mi intención era escribir un libro. No estaba pidiendo permiso, solo quería saber qué me podía pasar si lo publicaba.
«A la semana volvió el tipo. Les había consultado y decidieron que una serie de televisión no podía salir de ninguna manera, porque sus hijos y mujeres veían la televisión y no querían que les contaran la historia a ellos, pero con el libro no había problemas, porque según ellos “los libros no los lee nadie” (Sonríe). De todas maneras había quedado sorprendida y lo convertí en ficción: cambié nombres, situaciones. Así ha sido cómo la propia escritura me ha ido llevando por caminos sin que yo necesariamente tome esas decisiones».
—¿Qué ideas la inquietan y motivan sus próximos trabajos?
—En esta última novela, Canciones de antiguos amantes, sentí que la humanidad se está jugando la última carta. Estamos al borde de la extinción como planeta y por eso un escenario como la región entre Yemen, Somalia y Etiopía era tan propicio: allá el fin del mundo ya empezó. La cosa es de vida o muerte: niños que mueren, gente que no tiene qué comer ¿Haremos algo o nos quedamos cruzados de brazos hasta que las potencias nos arrastren? La crisis climática está andando y las potencias enredadas en esta guerra.
«La guerra huele y yo puedo olfatearla porque la conozco demasiado como para no saber a qué huele. Estoy trabajando en una novela donde los protagonistas van a pertenecer a esas grandes corrientes artísticas que se opusieron radicalmente a la Segunda Guerra Mundial -dadaístas y surrealistas- y tratar de entender por qué no existen hoy en día esas corrientes tan fervientemente contrarias a la guerra, así como valorar si pudieran surgir y por dónde. Por ahí viene la inquietud ¿Por qué ser pacifista ahora es tan mal visto? Hay que buscar la negociación y parar las guerras».
—¿Cómo llegó el primer libro a sus manos?
—Yo fui una niña sin muñecas, porque todos mis primos eran varones y siempre andábamos montando caballos, dando patadas y jugando al fútbol. Mi primer libro fue Las aventuras de Tom Sawyer y me acuerdo que mis primos se iban a jugar y yo ahí en una hamaca apartada con Tom Sawyer.
«Fue la primera vez que dejé de ir a montar caballos por poder terminar el libro. Después me fascinaban versiones para niños de la Ilíada y la Odisea. Esa épica de Paris, la ira de Aquiles, la astucia de Ulises, la intervención de las diosas, Palas atenea me fascinaba y ocupó mucho de mi tiempo».
—¿Qué suele leer ahora?
—Soy muy obsesiva y leo mucho todo lo que tiene que ver con lo que esté escribiendo. Me documento mucho. Leo más poesía y ensayo que novela, porque son géneros que me dan más información y orientación sobre lo que necesito. Podrá sonar raro viniendo de una novelista, pero cuesta mucho que me guste una novela: soy insoportable analizando la escritura, los caminos de la narración, en fin. No me pasa con la poesía porque sería incapaz de escribirla.
—Sobre Julio Cortázar decían que escuchaba la música de Champion Jack Dupree, mientras escribía Rayuela ¿A qué suena su escritura?
—Me inspira mucho la música, sobre todo porque la escritura es un oficio solitario. La compañía de la música es como el necesario estimulo cuando sientes que estas muy esforzado. Es una remuneración por el hecho de estar en la labor de crear, pero además te impone un ritmo, por lo cual es muy importante escoger cuál, según la escena que estés escribiendo. Cuando La isla de la pasión, escuchaba Metallica y U2: necesitaba la estridencia metalera para lograr esa intensidad en el papel. Pero luego hay otras escenas más metafísicas, donde necesitas un nocturno de Chopin, por ejemplo.
«Delirio me sonaba a mucha salsa, porque para nosotros todo ese proceso de militancia y también el tema de la lucha contra la droga estaba acompañado con un permanente estado de baile. La salsa en Colombia es central, como el gran desfogue nacional. Pero esta historia también tenía música contemporánea más difícil, porque las disonancias sonoras las necesitaba para sintonizar con ese estado de desconexión mental: Béla Bartók, Stravinsky, esos momentos cuando en la música clásica empiezan a meterle disonancias, a romper la pauta».
—¿Cómo lidia con la esperanza hoy, como ciudadana y creadora?
—Mientras haya lucha, hay esperanza y vienen grandes luchas por la paz, por la dignidad, por la sobrevivencia, por la posibilidad de que los hijos tengan todavía un planeta donde vivir. Yo soy muy fanática al ser humano, me gusta su fuerza, su bondad.
«No creo en el poder y procuro mantenerme lejos de ello. Estoy convencida de que un autor, un periodista, un intelectual tiene que estar en las antípodas del poder. Los juegos de los poderosos siempre me parecen perversos. Los seres humanos tienen una condición natural favorable al encuentro y a la solidaridad y te lo dice alguien que viene de un país violento, pero lo que yo saco de mi propia nación es que lo que perdura es la alegría, una voluntad de encuentro y una dignidad para sobrevivir.
«Yo creo en América Latina, en la hermandad de nuestros pueblos, en la absoluta facilidad cómo nos comunicamos los unos con los otros. Vivir en Argentina, México o Cuba, como colombiano, es seguir viviendo en el país de uno: es nuestra gran virtud. Han tratado de dividirnos y ponernos fronteras artificialmente, pero nosotros somos un solo pueblo. Así será hasta el final. Estamos entrenados, muchacho. Como decimos en Colombia: “Venimos cargados pa’ tigre”».