Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Belmondo el duro, el feo: el amigo

Belmondo se ha ido y con su adiós al menos dos generaciones se encuentran de luto

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Jean Paul Belmondo, uno de los actores más aclamados del cine francés, murió tranquilamente en su casa de París. El feo, el risueño, el de interpretar a los tipos duros y que al mismo tiempo transpiraban ternura, se ha ido y con su adiós al menos dos generaciones —la de los abuelos y los padres de los hijos nacidos entre 1980 y 1990— se encuentran de luto.

Ha pasado ya una semana de su muerte y la sorpresa del acontecimiento ha comenzado a languidecer en los noticiarios. Sin embargo, por las redes sociales sus seguidores de todas las edades mantienen viva su presencia desde la intimidad. Por Youtube y otros sitios de descargas unos buscan sus películas, otros comentan algún pasaje de su vida, algunos suben y recuerdan fotos tomadas con él, pero todos ofrecen de una figura que difícilmente olvidarán.

Cuando su abogado Michel Godest anunció que su amigo se había ido tranquilamente, los periódicos, sitios web y televisoras de todas las geografías recordaron su inicio en grande con la película Les Tricheurs (1958), del director Claude Chabrol. En cambio, el público que lo siguió rememoró enseguida a Cartouche, el mítico bandolero y espadachín que Belmondo presentó a medio camino entre el drama y la comedia.

Él fue el puro destello de una época. No era solo la Nueva Ola francesa, que ponía a pensar a todos los que soñaban con el cine. Era también el mundo de los sesenta del siglo XX, de los jóvenes despeinados y con pantalones vaqueros, las muchachas que insinuaban los senos a través de sus blusas y de hombres que se asombraban y asumían que las mujeres pueden enamorar igual o mejor que ellos.

En medio de todo ese ambiente, de cigarrillos desenfadados entre los dedos o en las comisuras de los labios, estaba Jean Paul Belmondo. A su lado estaban Alain Delon, Catherine Denueve, Yves Montand, Ana Karina, Jeanne Moreau, Henri Serré, Jean Pierre Léaud, Claudia Cardinale y Jean Seberg. Una constelación en un firmamento muy joven.

Pero, de cierta forma, él era único. En un mundo donde los héroes tenían que ser bellos y siempre dar golpes con rostros impenetrables, y ganar, aunque final murieran, aparecía este francés de labios gruesos, nariz desbaratada por el boxeo, ojos saltones y ordinarios, y con una sonrisa cínica y desafiante, un tipo irreverente que se burlaba de la muerte o de las solemnidades.

Ya fuera de policía, de matón o gánster en la costa de Marsella, entre todos aparecía esa figura medio flacucha, sin la gran estatura de los tipos de Hollywood y con una mota de pelos hacia un costado, que increpaba a la mujer más bella o al tipo más tenebroso con una sonrisa burlona.

En la oscuridad del cine, el público lo veía y también lo confirmaba. Sí, era la misma risa, los mismos dientes apretados que se movían al ritmo de unos ojos entornados o medio caídos, el mismo cinismo y, sin embargo, era una sonrisa diferente. Algo había allí para que se notara distinto en cada película y es que la propia alma de sus personajes transpiraba a través de esa ironía.

Algo de eso había en la película Borsalino, que interpretó en 1970 con su amigo Alain Delon, sobre todo en la pelea a puñetazos del comienzo. Delon, con aires de aristócrata y caballero de salón, enfrentado a Belmondo, el pueblerino de café. Delon, el introvertido, el de rosto ensimismado y poco sonriente, si acaso unos labios estirados. Belmondo, el pillo convertido en pura fiesta. Delon, el hombre cuyos ojos azules a veces decían más que las palabras. Belmondo, el tío que no podía vivir sin gesticular.

También estaba su propia leyenda. La que él creó a conciencia y a puro instinto, quién sabe. Detrás de ese físico, ordinario en apariencias, estaba la tenacidad de un atleta. El del boxeador que, antes de enamorarse de la actuación, libró 23 combates y ganó 15. Sus escenas de acción las rodaba sin la ayuda de extras. Así lo veían lanzándose desde un helicóptero sobre una lancha a toda velocidad por el Mediterráneo, tirándose de un carro en plena carrera, planeando por los cielos colgado de un paracaídas, sujetado de un carro con el acelerador a fondo mientras le lanzaba las gomas de repuesto a la policía de Hitler o haciendo malabares por las paredes de un rascacielos de París para entrar de golpe por las ventanas de un apartamento de lujo.

Ese fue él. El actor que le enseñó al mundo que los feos también tienen sus encantos, y que la pelea final para conquistar a una bella mujer no se gana solo por el rostro lindo de un galán, sino también por las picardías y las gracias ocultas de un chico de barrio. Y ahora que él se fue nos queda su risa, su ironía, su descaro, es cierto; aunque también permanecen esos aires de tenacidad —a veces tristes, en ocasiones épicos, en otras convertidos en pura comedia— y que convertían a Jean Paul Belmondo no en la gran estrella del cine, sino en uno de los amigos que todos algún día quisieran tener.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.