Con coreografía de Alicia Alonso y escrita por José Ramón Neyra, Tula está estructurada en dos actos Autor: Cortesía del BNC Publicado: 18/08/2020 | 10:26 pm
El canal Clave, en el segmento de su programación dedicado a promover expresiones menos favorecidas de la música y la danza (ópera, sinfonismo, ballet clásico…), pasó recientemente Tula, una pieza del Ballet Nacional de Cuba.
Con la selección y comentarios siempre atinados y esclarecedores del musicólogo José Amer, el espacio donde habitualmente se encuentran verdaderas joyas de todas partes del mundo, hizo justicia esta vez a uno de los títulos más significativos y originales de nuestra ilustre compañía danzaria, a la vez que rindió homenaje a su figura emblemática en su centenario (como quiera que pertenece a Alicia esta coreografía) y, por supuesto, a la escritora cuyo mote nomina la pieza.
Un poco de historia
Hace dos siglos nació una cubana ilustre, aunque viviera mucho tiempo en España: Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873). La reconocida agrupación danzaria aprovechó la coyuntura para, en el 24 Festival Internacional de Ballet de La Habana, homenajearla, de modo que en la abultada y variopinta programación del evento, hubo una noche para la escritora decimonónica que se adelantara en muchos aspectos a su época.
Estrenado el 29 de octubre de 1989, en coproducción con la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) de España, el ballet Tula —sobrenombre que dieran sus amigos a la dramaturga, novelista y poeta— volvió al escenario, y no podía ser en otro que en el de la sala que lleva su nombre, dentro del Teatro Nacional.
Ahora ha podido ser apreciada en la pantalla doméstica gracias a la Televisión Cubana y su canal Clave, en versión televisiva de Roberto Ferguson.
La obra
Estructurada en dos actos, coreografiada como decía por Alicia Alonso y escrita por José Ramón Neyra, Tula resulta un ejercicio de recreación sobre la vida y obra de la camagüeyana ilustre; pasajes de su juventud, su carrera artística, su madurez, se mezclan con personajes de sus novelas y piezas, junto con varios colegas contemporáneos que se relacionaron con ella, así como hombres y mujeres de la alta sociedad en la época, el siglo XIX.
La prima ballerina assoluta diseñó movimientos muy sencillos, de modo que el virtuosismo de los bailarines cede su habitual protagonismo a una proyección mucho más teatral que la de otros ballets, por lo cual el trabajo de los danzantes en escena, la escenografía, el decorado, el vestuario y el trabajo lumínico, sin olvidar la siempre esencial música, importan mucho más.
Tula es, pudiera decirse, teatro coreografiado, o simplemente una de esas obras que clasifican dentro de lo que se ha dado en llamar danza-teatro, pues la dramaturgia de cuanto acaece en escena —en definitiva, siempre importante en el ballet, no va a negarse— resulta esta vez imprescindible.
El primer acto contempla cinco escenas que de manera cronológica presentan la entronización de la Avellaneda en el mundo literario bajo la guía tutelar de su colega y admirado José María Heredia; incluye la presencia de criaturas salidas de la pluma de Tula (desde Sab hasta Leoncia pasando por Alfonso Munio o Berta de Luneville) para concentrarse en La hija de las flores, Leoncia y finalmente Baltasar.
El segundo acto se inicia en España, con su alta sociedad dominada por el machismo y los hombres que hollaron la desdichada vida amorosa de la protagonista hasta el regreso a la patria, en La Habana de 1859 con los lauros otorgados a la triunfadora en lides literarias, pero derrotada en lo personal, por lo cual Tula evoca su pasado y su presente, para finalizar en el Gran Teatro de Tacón (hoy Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso), cuando el 27 de enero de 1860 ella recibe el más alto honor al ser coronada con laurel dorado por su colega y amiga Luisa Pérez de Zambrana, aunque la ficción del relato trae de nuevo al dios tutelar de Heredia.
Neyra ha creado un libreto imaginativo e integrador, si bien no ha logrado evitar que en ocasiones la aludida fusión de los caracteres generados por la intelectual con episodios de su vida se torne un tanto anárquico, lo cual impide el deslinde y la comprensión absoluta de quienes no conocen de primera mano el mundo de la Avellaneda. Mas, de cualquier manera, estamos ante una vistosa representación donde se aprecia un ritmo y una fluidez escénica que arroja un sabio aprovechamiento de la espacialidad; el amplio escenario de la sala donde esta vez ocurrió (justamente la Avellaneda del Teatro Nacional) facilita esto, de modo que el despliegue de los bailarines ocurre expedito, sin estorbos.
Ya hablábamos a principio de la importancia que tienen aquí elementos relacionados con la dirección de arte; los diseños de vestuario de Salvador Fernández son un verdadero lujo, por la exquisitez, la fidelidad a la época y la correspondencia con los personajes, tanto los reales como los fictivos, que en definitiva siempre responden a un contexto, a veces no coincidente con la etapa reflejada (digamos, los tiempos bíblicos, antiguo-testamentarios a los que remite Baltasar).
La escenografía en general alcanza semejante mérito, en tanto elemento evocador no solo de los tiempos aludidos, sino de estados anímicos y espirituales.
Consideración aparte merece la música de Juan Piñera, que deviene sin exageración otro personaje, incluso protagónico; el talentoso artista borda cada pasaje representado con un sonido que le viene como anillo al dedo (contradanzas para las escenas de salón y sociedad, temas románticos para cuando la protagonista se ve inmersa en su soledad y sus fantasmas, segmentos mucho más rítmicos, cuando así lo requiere la acción…).
Los bailarines asumen y proyectan sus roles con la profesionalidad y el brillo esperados: Amaya Rodríguez nos devuelve a la escritora y la mujer, casi siempre imposibles de separar, con toda su dignidad, su energía y su dolor, inderrotable pese a las malas jugadas de la vida, siempre vencedora.
La secundan con buen paso Gabriela Mesa, Carolina García, Alejandro Silva, Adrián Masvidal y Arián Molina. El cuerpo de baile, algo disperso e impreciso en algunos momentos, en otros resultó la imprescindible apoyatura en un ballet como este, de tan acentuada coralidad en el dramatis personae.
La versión para TV
La siempre aguda mirada de Roberto Ferguson desde su cámara —especializada sobre todo en este tipo de espectáculos— logró combinar con acierto la frontalidad con enfoques desde otros ángulos, los planos detalle con los medios y las (semi)panorámicas, mediante traslados, angulaciones y giros de la cámara que hacen casi imperceptibles los cambios, pero enriquecen la dinámica propia de la pieza.
Justamente por la aludida importancia del espacio y los decorados en este ballet, el realizador cuidó de conferirles el protagonismo inevitable cuando lo tenían, sin olvidar, por supuesto, el trabajo de los actantes, ya sea en los pas de deux como en la frecuente y esencial presencia del cuerpo de baile. De modo que desde la pequeña pantalla asistimos a un espectáculo que subrayó virtudes en vivo, trasladándonos al momento y lugar (inolvidables) en que tuvo lugar.
Honrar, honra
Tula resultó uno de los elevados momentos de la 24 edición del Festival Internacional de Ballet de La Habana, entre no pocos que alcanzaron esa categoría dentro de sus intensas y abundantes funciones.
Hoy, fuera de ese contexto, desde su restreno audiovisual, en el lenguaje de las zapatillas, y mucho más allá, en el mundo del escenario, significa la reverencia merecida a esa gran dama del siglo XIX que se proyecta al minuto actual con toda la fuerza y el vigor de una obra que se agiganta por día: Gertrudis Gómez de Avellaneda, nuestra eterna Tula.