José Miguel Sánchez, de 9 años, lee El Corsario Negro sentado en la rama de un árbol, con la espalda recostada al tronco. Consume con avidez las «hormiguitas» que, cuando tenía 4 años, mientras luchaba contra ellas por ganar la atención de su padre, se enteró de su verdadero nombre: letras, y aprendió los sonidos distintos de cada una, las combinaciones de varias, el cómo se unían para formar mensajes o aquello que sería su obsesión desde entonces: las historias.
La sed de venganza de Emilio de Roccanera es interrumpida por voces infantiles. José Miguel las reconoce, guarda el libro en un nylon junto con otros y lo esconde en un agujero del árbol.
- Jose –lo descubre uno de sus amigos de la cuadra de A, entre 19 y 21, en el Vedado–, qué tú haces ahí. Vamos a jugar a la quimbumbia.
En su casa, deben tener al tocadiscos esculpiendo el mármol sonoro de gritos callejeros con el más refinado cincel de la música clásica, su padre debe estar trabajando o leyendo a un grande de la literatura, pero ahora nada de eso importa. Lo importante ahora es lograr levantar el palo afilado del suelo y, en el aire, golpearlo lo más fuerte posible; revolcarse por la tierra jugando de mano; subirse y tirarse del muro del laboratorio farmacéutico de la cuadra; ir al solar a bailar guaguancó; y, si más tarde van a poner una buena película en la televisión, invitar a los amigos a su casa a verla en el único televisor a color de la zona, sobreviviente desde tiempos de Goar Mestre, y que su abuela, entre el piso y los muebles –cuál de los dos más limpios–, escoja salvar los muebles y los mande a sentarse en el suelo. Más tarde, ya se bañará, escuchará música clásica y seguirá leyendo.
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Yoss, de 51 años, anda sonando las suelas de sus botas contra el pavimento de la calle 23. Un pantalón ceñido, brazaletes de cuero, un chaleco desmangado y un pañuelo de calaveras alrededor de la frente completan el negro atuendo puesto sobre el cuerpo de espalda ancha, nariz prominente y melena por los hombros.
La gente se le queda mirando. No están acostumbrados a ver por la calle a alguien vestido como para un concierto de Kiss. A él le da igual, ya casi ni nota cuándo lo miran. Desde muy joven aprendió que no podía, ni quería, complacer a todo el mundo.
- Siempre he tenido una gran pregunta –explica–: ¿por qué hay que hacer las cosas como las hacen todos los demás? ¿Porque está bien, porque te van a señalar, porque van a decir que eres distinto?
Al hablar, abre bien los ojos y el labio inferior se le inclina ligeramente hacia la derecha, como si de ese lado le pesaran más las palabras, que salen a tropel, apuradas en la expresión de una idea para pasar rápido a otra.
- ¿Qué hay de malo en ser distinto? –agrega– Distinto no significa ni mejor, ni peor, simplemente distinto.
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Luego de aprender a descifrar «las hormiguitas», José Miguel comenzó una lucha desesperada por leer cuanto pudiera, no importaba si lo terminaba de entender todo. Lo primero que leyó, con cuatro años, fue El Día del Chacal, de Friedrick Forsyth. Luego devoró por completo el librero de su casa y después hizo a su papá caer en el compromiso de traer constantemente libros nuevos, mayormente de fantasía y Ciencia Ficción (CF), sus géneros preferidos –sobre todo el segundo.
Ya en cuarto grado, en plena clase de español, la maestra manda a leer un texto y él mira al vacío, piensa en inventar una nueva llave misteriosa que abra alguna puerta redonda y metálica, como las escotillas del Nautilus (submarino de 20 Mil Leguas de Viaje Submarino). Quien la atraviese puede aparecer mágicamente en una playa, o una jungla, o quizás…
- José Miguel –lo interrumpe la profesora–. A ver, sigue leyendo.
Desde primer grado le ocurre. Al ser un lector empedernido desde muy pequeño, se entretiene mientras los demás niños aprenden a dar sentido a las letras. Pregunta por dónde andaban, se ubica y comienza una lectura fluida.
Más tarde, en el receso, le cuenta la idea de la puerta a Alejandro, su mejor amigo del aula. Buscan una libreta. En la carátula dice: La Historia de la Llave y el Doctor Criminal. Rápido, antes de que vuelva a sonar el timbre, agregan lo nuevo a una trama llena de tantas intrigas, islas desiertas, continentes misteriosos y giros dramáticos que nunca tendrá fin. «Fue la primera vez que me di cuenta de que una cosa es pensar en escribir y otra realmente escribir», aceptaría José Miguel muchos años después.
Por eso, pasa unos años más solo leyendo, hasta que, en las vacaciones de onceno grado, le llega la noticia de que el mundo se va a acabar.
- Pasé por todas las librerías –le dice el padre– y no encontré nada que no hayas leído.
El choque es duro. El oxígeno parece faltarle y le tiemblan las piernas ante la simple idea de empezar unas vacaciones sin nada para leer, mas se sobrepone y espeta, a la manera de un héroe épico:
- Pues, si no hay ninguna historia que leer… ¡yo la escribiré!
«Tampoco puede ser tan difícil», piensa, mientras da rienda suelta a su imaginación y a su muñeca. Pasa un tiempo organizando las ideas en la cabeza, para después extenderse durante algunas horas en el proceso de creación, concentrado, sin hacer nada más, hasta darle vida a El Planeta Rojo. Aquel primer cuento le seguirá trayendo recuerdos treinta y cinco años después: «era un bodrio, la expresión viscosa de todos los defectos imaginables en un texto y algunos que nunca he visto repetidos».
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Mira a su rival. El sudor le corre por la frente y algunas gotas van a pararle a las pestañas. José Miguel intenta cerrar un ojo primero y luego el otro, para que no le entre el sudor, pero tampoco perder de vista al contrario. Lanza un puñetazo y el guante esponjoso va a chocar justo contra la defensa del rival. Suelta un golpe más hacia el rostro, uno a las costillas, de nuevo al rostro, arriba, abajo, arriba, el ABC del boxeo, amaga con el torso a la izquierda y golpea por la derecha, se endereza, va a golpear de nuevo a las costillas, baja el brazo derecho y, por ese mismo flanco, entra el puño enguantado del otro, directo a la nariz.
Lo próximo es la sensación extraña, pero conocida, de tener el tabique en forma de semicírculo. La sangre brota a borbotones y baña el suelo del ring.
El entrenador le da un paño para frenar la hemorragia. Cuando deja de salir sangre, aparta las manos de su pupilo y muestra aptitudes de cirujano plástico. Con dos lápices, introducidos cada uno por una fosa nasal, juega a enderezar la nariz del niño.
- No te preocupes, te va a quedar más recta que antes –intenta calmarlo el entrenador–, pero es la segunda vez que te la rompen. Deberías buscar otro deporte donde tu nariz no sea un problema tan… grande.
Antes, había tratado de ser pitcher, pero «se le murió el brazo» y, tras el nuevo fracaso con el boxeo, es el yudo quien lo recibe con los brazos abiertos. Aunque al principio le resulta aburrido tener que pasar un mes solo para aprender a romper caída, y luego semanas entrenado una sola proyección antes de llegar a conocer otra, le atrapa la filosofía detrás de las artes marciales orientales, estilos de vida, más que de lucha.
Ese amor por las artes marciales lo haría obtener el cinturón negro en yudo y karate, así como practicar savate o boxeo francés, aikido, kendo y wing chun.
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«De los errores se aprende». Con ese refrán en la cabeza, guardé El Planeta Rojo y seguí comiendo «hormiguitas», pero con nuevas preguntas: «cómo lo hizo el autor, qué puedo aprender de él», para luego volver a escribir mis propias historias.
Tenía en aquel momento un vecino, Arnoldo Águila, quien ya era miembro del taller literario de CF Óscar Hurtado y me hablaba de las reuniones del martes por la noche. Él pronto publicó un libro de CF: JSerpiente Emplumada», y fue el primero en tomarse en serio el trabajo de leer mis escritos a mano con mi horrenda caligrafía. Me convenció de escribir a máquina para poder hacer más copias, me fue prestando libros y me mostró la CF y la fantasía publicadas en Cuba hasta ese momento. A principios de 1985, me dijo que ya estaba maduro para llevar mis primeros cuentos al taller Óscar Hurtado, en el cual estuve hasta bien entrado el 1991, cuando se disolvió.
Mis escritos de esa época reflejaban algunas de las cosas que leía en las historias de CF y me gustaban: la telepatía, la inteligencia artificial, el contacto con seres de otros mundos, viajes en el tiempo… pero siempre tratando de reflejar algo de la realidad cubana. Por ejemplo, uno de mis primeros cuentos aptos para ser leídos, según mi amigo Arnoldo, se llamó En Torno al Tabaco y relataba una de mis experiencias en una escuela al campo de Pinar del Río, recogiendo hojas de tabaco, pero la ligaba con la telequinesis, o sea, hablaba de la posibilidad de recoger esas hojas solo con el esfuerzo de la mente.
Un día iba a mandar una obra a un concurso, pero necesitaba pseudónimo. Ni siquiera necesité inventarlo. En la Lenin, la profesora de educación física tenía un defecto en el paladar y, en vez de Jose, me decía algo como: «ioooss». En esos tiempos nadie salía de la Lenin sin tener tres o cuatro nombretes, a mí me decían Filo, Bicho, entre otros, pero Yos se fue imponiendo. Luego de pensar mucho cómo escribirlo, llegué a la conclusión de que la forma más parecida a como lo decía la profesora y que mejor se veía estéticamente, era con Y y doble s.
Actualmente, si acaso unas tres personas me llaman por mi nombre original. Tanto así que pienso en mí mismo como Yoss, quien tiene un pseudónimo que es José Miguel.
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El Maxim Rock está repleto, literalmente. Lo cerraron por capacidad. Tras el escenario, Yoss lucha contra sus nervios. Para los no conocedores, el look y la pasión de un vocalista suelen ser suficientes, pero ahí fuera hay un montón de personas consumidoras y conocedoras de Rock. Lo van a estar juzgando todo el tiempo.
Hace un montón de años, cuando todavía era José Miguel, un vecino de los bajos del biplanta en el cual vivía, Zacha, hijo de cubano con rusa, le prestó un casete con algo de lo que entonces se escuchaba en el mundo del Rock. Un poco de Kiss, Led Zeppelin, entre otros, le mostraron a Jose algo insólito, con fuerza. No era ni el guaguancó y la rumba del solar, ni los instrumentales y la ópera de su casa.
Luego, Zacha le prestó una revista en la cual aparecían todas aquellas estrellas. Estaba en ruso, pero tenía fotos. En aquel papel cromado, encontró a sus clásicos héroes fantásticos, pero con micrófonos. Las botas, los brazaletes y los chalecos de Sandokan o Conan, puestos en un look rebelde y fuera de lo normal. Le encantó. Eso tenía que ser él.
En 1990, se hizo vocalista de un pequeño grupo que nunca trascendió, y fue en 2008 cuando recibió la llamada de Aramís Hernández, exbaterista del grupo Zeus, quien lo había visto cantando en una fiesta y estaba formando una banda de nombre Tenaz.
- Estamos buscando un cantante. Tienes la pinta, se ve cuánto te gusta esto, hay que hacerte una prueba a ver qué tal –le dijo Aramís.
Días después hizo la prueba. Esa vez, menos convencido, el exbaterista de Zeus le comunicó:
- Das apretado. Tienes problemas de afinación, pero tienes voz y uno de verdad se da cuenta de que esto te gusta. Estás dentro.
Con Tenaz estuvo ocho años, hasta 2016. Grabaron cinco demos, hicieron un videoclip y dieron un montón de conciertos. Actualmente pudieran volver a unirse, pues, según Yoss, nunca es tarde para el Rock and Roll y «51 no es mala edad para una segunda oportunidad».
En el Maxim anuncian a Tenaz y el ambiente hierve. Yoss sabe que muchos de quienes están en el público no los siguen en sus peñas, quizás nunca los han escuchado cantar, pero, como en el coliseo gritarían «¡sangre!» ante cualquier gladiador, en el Maxim las ganas de Rock hacen temblar las paredes.
Hora de salir. La multitud es incluso mayor de lo previamente imaginado. En primera fila ve rostros desconocidos. Suena la guitarra eléctrica, la siguen el resto de instrumentos y por último su voz se decide a salir por sí sola. Canta una canción nueva, totalmente desconocida, y la gente salta, cabecea, repiten el estribillo recién aprendido y siguen cabeceando con desenfreno. Al término, a Tenaz le llueven aplausos. Yoss flota entre el ruido ensordecedor y llega a la cima de su carrera de roquero.
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En la sala del apartamento antiguo en el cual vive actualmente, con la amplia ventana abierta para tener aire y luz, Yoss acompasa el sonar de las teclas de su laptop con el pregón de «el bocadito de heladooo», como una sinfonía de dos mundos. En la pantalla del aparato se gesta una cruenta batalla entre un humano y algún ser extraterrestre. El escritor contorsiona el rostro y mueve el cuerpo de un lado a otro como si él mismo propinara puñetazos. De repente para la escritura, coloca la laptop a un lado, se pone en pie y lanza una patada al aire, seguida de varios golpes marciales con los puños. Se lanza al suelo, hace unas pocas planchas. Luego vuelve a tomar la laptop y, con el clímax necesario corriendo por sus venas, continúa viviendo su pelea literaria.
Con tal intensidad vive sus obras. Por esto, logró cumplir su sueño, como diría él, de «realmente vivir del cuento… y de la novela, el artículo y hasta la reseña literaria».
- En 1988, con 19 años –relata Yoss–, con una compilación de mis cuentos de los dos años anteriores que habían sobrevivido a todas las críticas, lecturas y relecturas en el taller de CF Óscar Hurtado y el Julio Verne, al cual también me había unido, gané el premio David de CF. La publicación de la obra ganadora era parte del premio, así que ese fue mi primer libro, titulado Timshel –cuyo significado es «tú puedes», en hebreo.
Son once cuentos, seleccionados de más de cien. Yo escribía uno por semana y a veces hasta dos, para leer uno distinto en cada taller. Fue una especie de selección natural: los mejores entre los peores, porque lo que escribía en ese tiempo, si bien tenía algunas buenas ideas, hoy me parece lamentablemente ingenuo. Aunque durante un tiempo me dijeron: es lo mejor que has escrito, luego he hecho algunas cosas que han cambiado esa opinión.
Inmediatamente después de publicado Timshel, llegó el Periodo Especial y la crisis, entre muchas otras cosas, del papel. Publicar algo en Cuba era una tarea casi imposible, por lo cual a Yoss, si bien se mantuvo publicando cuentos y artículos en revistas extranjeras, le tocó esperar hasta 1997 para ver nacer su próximo libro: W, Premio Pinos Nuevos de Realismo. En el 2000, surgiría Los Pecios y los Náufragos, su primera novela de CF, género en el cual se ha mantenido casi por completo desde entonces, con sus más de 30 obras publicadas.
Otros de sus premios son el Ernest Heminway (1993), el Luis Rogelio Nogueras de CF (1998), el Universidad Carlos III de CF, España (2002), el Farraluque de cuento erótico (2002), el Calendario de CF (2004) y el La Edad de Oro en Divulgación Científica (2012). Por su trayectoria, la Feria del Libro de La Habana 2019 dedicó un espacio para homenajearlo.
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«¿Qué hacer con los que no encajan en ningún grupo? ¿Con los que se empeñan en ser individuos, entes totales y no partes de un todo? ¿Con los que actúan de forma imprevista, se hacen preguntas inesperadas, no están conformes con lo que satisface a todos?», piensa Targo, el protagonista de Los Pecios y los Náufragos.
- Como basta con ver mi aspecto para comprender, a mí no me preocupa demasiado que la gente diga: es distinto. De hecho, me enorgullece ser así. Ser diferente implica tomar decisiones propias, asumir responsabilidades propias. Según creo, eso es algo a lo que mucha gente le tiene miedo y, por eso, aunque quisieran ser distintos, no se atreven –expresa Yoss, el autor.
«Inadaptado… la palabra es casi consoladora. Como una patente de corso», vuelve a reflexionar Targo.
José Miguel juega con sus amigos, una vez más, a treparse en el muro del laboratorio farmacéutico, caminar por él como una cuerda floja y luego saltar. Mientras están en lo alto, ven algo que les llama la atención. Saltan al interior del laboratorio.
Targo casi se rompe la columna con la presión del paracaídas, pero logra aterrizar a salvo en el Periodo Terciario, luego de huir de su futura Tierra devastada, al límite de la extinción y gobernada por un orden autoritario, paternalista y mentiroso. Tras casi morir ahogado, logra ponerse a salvo sobre un tronco, donde encuentra a un diminuto felino con colmillos como pequeños sables. Lo adopta y lo llama Smile (sonrisa, en inglés).
Los niños juegan con la recién descubierta camada de gatitos recién nacidos. Los acarician con ternura, los cargan y los abrazan. Uno de ellos advierte que en los últimos días ha estado lloviendo y los felinos se pueden ahogar. Resuelven guarecerlos en un acceso de agua con tapa metálica, para evitar que se mojen.
Años después de llegar al Terciario, Targo está a punto a morir. Un robot asesino, un grendell, vino desde su avanzado siglo para poner fin al renegado y está a punto de hacerlo, pero se oye «un rugido feroz, y un relámpago de piel beige salta y se aferra al inamovible grendell. (…) Garras resbalando inútiles, un colmillo se parte en dentellada impotente contra la dureza misma. Smile una abnegación animal que arde, que se interpone entre la muerte y su amo».
Una semana después, José Miguel y sus amigos recuerdan a sus protegidos felinos. Corren, brincan el muro lo más rápido posible, raspándose manos y rodillas, llegan al acceso de agua y levantan la pesada tapa metálica.
«Cae un harapo calcinado de macairodo, empeñado en detener al grendell más allá de lo imposible».
Dentro del agujero, los niños solo encuentran huesos, recubiertos en algunas zonas por trozos negruzcos de tejido que expiden un asqueroso olor a podredumbre.
Al contar esa historia de su niñez, Yoss mira al suelo y hace una pausa, cambia el sentido de una oración, nada común en él.
- Eso fue… Nos afectó tanto que, casi como un acuerdo silencioso, nunca más hablamos de ello. De hecho, es la primera vez que lo cuento en muchos años.
Sin embargo, ya lo había escrito.
El rebelde, el diferente, el «mataperro», el «nerd lector», el roquero, el artista marcial, el niño, el investigador, y muchos más, son personajes dentro de lo que él considera el máximo sentido de la expresión: la escritura, y cada cual cumple su rol de carácter en una novela compleja y emocionante cuyo nombre oficial puede parecer un poco largo, pero es posible resumirlo en cuatro letras: Y-O-S-S.
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