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Voy a morir en un set de cine

De su primera visita a Cuba, en 1981, convocado a presidir el jurado del Festival, recuerda la ocasión en que junto al director y coterráneo Leon Hirszman, fueron invitados a almorzar en la famosa Bodeguita del Medio

Autor:

Alejandro A. Madorrán Durán

A través de un videomensaje, el destacado cineasta brasileño Carlos Diegues, de 77 años, manifestó su alegría por haber recibido el Coral de Honor del 39 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Impedido por razones familiares lamentó no haber podido viajar a la Isla, a la cual, según sus palabras, lo une un amor sincero además de una inevitable solidaridad política y social.

De su primera visita a Cuba, en 1981, convocado a presidir el jurado del Festival, recuerda la ocasión en que junto al director y coterráneo Leon Hirszman, fueron invitados a almorzar en la famosa Bodeguita del Medio. Cuenta Cacá, como también se le conoce, que «tomados por la comida que nos servían y por las canciones que escuchábamos, mal percibimos que nos embriagábamos un poco con el generoso ron que bebíamos casi sin pausa. Al final de la tarde, al dejar la Bodeguita, con el sol desvaído y las sombras nocturnas tomando la ciudad, miramos alrededor los declives y la gente que subía y bajaba moviendo la cadera y sonriéndose de forma natural. Hirszman abrió los brazos y con su eterna voz dulce me preguntó susurrando: “¿Cómo es que de repente estamos en Bahía?”. Estábamos en un lugar que conocíamos bien sin que nunca hubiéramos estado allí.

«Que me perdone Leon Hirszman pero los cubanos no se parecen solo a la gente de Bahía, sino a toda la gente de Brasil, independientemente de la región o de la etnia. No hay otro lugar en el mundo en que yo me sienta como en casa. Y esa sensación se hizo más profunda a medida que fui conociendo mejor el cine cubano y a sus maestros de todas las generaciones. Quizá por eso nos entendamos tan bien. Nunca en la historia del cine latinoamericano moderno los cineastas de ambos países estuvimos en campos distintos, y mucho menos, opuestos».

No es extraño que Diegues haya dedicado su Coral de Honor a Alfredo Guevara, a Julio García Espinosa y a Tomás Gutiérrez Alea, maestros y fundadores del cine cubano, con quienes comparte la pasión por ese arte y, sobre todo, las preocupaciones sociales y artísticas que han marcado su prolífera carrera durante más de 50 años.

Su fascinación por el cine comenzó desde niño. Y era tanta que al finalizar cada proyección anotaba en una cuartilla el título, los actores y una breve opinión sobre la película. «El cine era una forma de conocer el mundo porque, en realidad, no pasaba por mi cabeza que yo sería cineasta algún día. En aquella época, querer dirigir un equipo de filmación en Brasil era tan improbable como ser astronauta en Paraguay. Totalmente imposible, una cosa que no estaba a mi alcance», ha rememorado en entrevistas el autor de exitosos largometrajes como Deus é Brasileiro, Quilombo, Tieta do Agreste, Bye Bye, Brasil y Orfeu, entre otros.

A su entusiasmo de cinéfilo se añadía su pasión por la lectura. Motivado por su padre, antropólogo y escritor, comenzó a leer desde los nueve años las novelas y los cuentos de reconocidos autores brasileños, y más tarde se interesaría por obras más complejas de notables ensayistas como Gilberto Freyre, Sergio Buarque, Darcy Ribeiro; influencias que en el futuro operarían en su mirada como intelectual.

Natural de la provincia nordestina de Alagoas, su familia se mudó a la ciudad de Río de Janeiro, donde se graduó en Derecho. Durante el tiempo como universitario maduraron sus inquietudes sociales y políticas. Sin embargo, su vinculación al movimiento de cine-clubes fue un elemento clave para que definiera su rumbo profesional.

«Cuando empecé a hacer películas, Brasil hacía tres, cuatro, cinco, seis por año. No existían escuelas en el área. Se aprendía haciendo cine. Era una aventura. Pero, al mismo tiempo, más fácil. Como nadie lo hacía, era todo barato. Los primeros equipos con que trabajé, en mi ópera prima Ganga Zumba (1962) y luego en La Gran Ciudad (1966) estaban formados por seis, siete, diez personas como máximo. Hoy no se hace una película con menos de 60, 70, cien personas».

Durante esos primeros años de la década del 60 conoció a otros cineastas como Glauber Rocha, Leon Hirszman, Paulo Cesar Saraceni, entre otros, quienes vinculados por su gran amor por el séptimo arte y por la defensa de un discurso artístico e intelectual distinto al predominante, constituyeron el Cinema Novo.

A mediados del siglo XX, en las pantallas de cine brasileras la riqueza histórica y cultural del país era prácticamente inexplorada. Retratar e interpretar esa diversidad, extendida en un territorio casi inabarcable, fue uno de los propósitos de los miembros del movimiento, quienes pujaban por el surgimiento de una verdadera cinematografía nacional opuesta a la banalización y al dominio casi exclusivo de la industria norteamericana en el gusto del público; un escenario presente aún en la actualidad.

«Nuestro afán no era solo la democracia. Nosotros soñábamos, sobre todo, con una nueva civilización, en la que las costumbres y la identidad de Brasil fueran la principal referencia», ha comentado el incansable director.

A menudo sus ideas se confrontaban con las de las élites políticas y económicas del país. Por esas razones tuvo que enfrentar la censura de algunos de sus filmes e incluso salir al exilio durante la dictadura en 1964; obstáculos y peligros que, sin embargo, no mermaron su producción filmográfica y el agudo sentido de sus creaciones.

Imposible ha sido para el cineasta dejar de lado su «enorme curiosidad por ciertos aspectos del pueblo y de la cultura popular brasileña que, aunque está perdiendo cada vez más su estilo original, continúa siendo una fuente de ideas, de creatividad y de comportamiento», ha admitido.

Carlos Diegues es reconocido por su variedad de tratamientos formales y por el amplio abanico de temáticas presentes en sus obras. La fórmula para no repetirse se halla en sus propias palabras: «Cada vez que hago una nueva película, trato de olvidar por completo lo que hacía antes, no quiero ser un prisionero de un trabajo. Como tampoco quiero ser prisionero de lo que piensan que soy, tratando de reproducir sobre todo mis éxitos.

«Cada rodaje es una aventura, y para mí nace de necesidades de un momento preciso que nada tiene que ver con el pasado o el futuro, siempre con el ahora. Hago películas para mis contemporáneos, sobre temas que despiertan mi curiosidad. Por supuesto, después de tantos años de camino y varios filmes realizados, menos de lo que me gustaría haber hecho, miro hacia atrás y veo que hay varios puntos en común en ellas, ciertas recurrencias a veces hasta inconscientes. Pero no pienso mucho en eso, no me preocupa».

Interrogado en una ocasión sobre dónde residía el placer de filmar, contestó: «¿Dónde está el placer del amor? Hay ciertos misterios humanos que todavía van a necesitar mucho análisis del genoma para ser comprendidos. El poder de inventar un universo paralelo y alternativo, aunque ficcional, a través de imagen y sonido, es una voluptuosidad faustiana. Pero también me gusta el proceso práctico del cine. Aunque difícil, nada de eso es un sacrificio para mí. Creo que es una actividad que nos deja siempre ante todas las dimensiones del esplendor y de la miseria de la condición humana. Hay que aceptar y gozar de ese duro privilegio».

A sus más de siete décadas de vida, Cacá  no se ve lejos de los ajetreos de la realización. Así lo ha confirmado al sentenciar: «Jamás ha pasado por mi cabeza jubilarme. Van a tener que aguantarme por un tiempo todavía. Sí, no lo escogí porque un día pensé: “ah, voy a hacer cine”. Decidí hacer eso porque era la razón de mi vida. Voy a morir en un set de cine».

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