Sin dudas, en un tiempo muy corto se ha producido un crecimiento muy brusco en la cantidad y la diversidad de imágenes y textos que están al alcance de una parte de los jóvenes, o que pueden representárselos —aunque no los tengan efectivamente— los demás jóvenes del país. Y, lo que podría llegar un día a ser más importante, combinar la recepción de ellos con la interlocución y con la producción y circulación masiva de imágenes y textos por muchos de los que hoy son solo receptores.
Pero, francamente, no puedo sumarme a la idea de que esta revolución de la comunicación haya producido un cambio generalizado en los estilos de vida, y aun menos en las maneras de pensar. Reducir este tema a expresiones abstractas —como «nuevas tecnologías»— es creer en nuevos fetiches e incapacitarse para comprenderlo.
Uno de sus aspectos principales es el de sus condicionamientos. Entiendo que hay que inscribir esta cuestión, entre otras, en un proceso mucho más impactante y abarcador, y encontrar allí uno de sus sentidos: un formidable entrelazamiento entre la introducción y generalización mercantil acelerada de medios materiales de comunicación en cantidades asombrosas y a precios democratizables, y el control cultural e ideológico por parte del sistema capitalista mundial de cuestiones principales del consenso a la dominación que difunden y la dependencia que generan a esos medios, su funcionamiento y el deseo de consumirlos.
Siempre ha habido un nexo fuerte e íntimo entre los medios de comunicación y su control ideológico y cultural por el sistema dominante. Lo que sucede hoy es que ese nexo se ha vuelto decisivo para el capitalismo, porque su naturaleza actual, hipercentralizada, parasitaria, excluyente y depredadora, le impide ser revolucionario consigo mismo —una cualidad que siempre le sirvió tanto—, y al mismo tiempo existe en cientos de millones de personas conciencia de la naturaleza social de los males que afligen a las mayorías y al planeta, y gran parte de ellos identifican de un modo u otro a los responsables.
Esto se debe a una acumulación cultural revolucionaria que llegó a su apogeo durante el siglo XX. Por consiguiente, el control totalitario de la información, la formación de opinión y las creencias cívicas es una necesidad antisubversiva, preventiva de rebeldías: es vital para el capitalismo.
En medio de la sucesión vertiginosa de las tecnologías y el caos aparente de la masa inabarcable de productos comunicables, existe una voluntad de gobernar rigurosamente los contenidos, las expresiones y el sentido que se les atribuya.
Desvanecer todas las fronteras entre las certezas y las invenciones, las palabras y la nada, los hechos y los engaños, es un requisito de esta guerra cultural. Datos y mentiras, hechos y prejuicios, exigencias de la moda, repetidos sin descanso, marcan las rutas de un viaje inducido hacia la idiotez.
El lenguaje y el pensamiento han entrado en crisis, juntos. La premura inexplicada exige desaparición de vocales y un esperanto de signos internacionales; pero la brevedad y el apuro que ellos fomentan no permiten reflexionar ni conducen a la síntesis o al conocimiento.
Más que un cambio en la manera de pensar, lo que está en juego es si lograrán disuadir a las mayorías de realizar el acto de pensar. En vez de un pensamiento único, intentan convertir en algo normal que no se piense.
En un plano más general, la acumulación cultural referida ha producido cambios colosales en las capacidades y los valores a escala mundial. Sus características y las exigencias que conllevan eran inconcebibles hace 70 años. No puedo referirme aquí a ese gran avance de la condición humana, pero es imprescindible tenerlo en cuenta ante toda cuestión y para todo proyecto.
En el caso de Cuba, una gran revolución liberó al país del capitalismo neocolonizado y transformó a fondo las relaciones sociales, la vida de las mayorías, las instituciones y la sociedad en su conjunto. El pueblo cubano ejerció la justicia social, la libertad, la solidaridad, el pensar con su propia cabeza, y se acostumbró a hacerlo. A pesar de los enemigos, las insuficiencias y los errores, nos volvimos más capaces de satisfacer las exigencias provenientes de aquellas capacidades y valores que los pueblos de la mayor parte del mundo.
Pero la situación cubana actual es la de una abierta batalla cultural entre el socialismo y el capitalismo. A favor del último, entre otros factores, estaría la sujeción progresiva a su cultura, la única que ha logrado universalizarse, y que hoy conserva un formidable poderío y numerosos atractivos.
Procesos como el que abordamos constituyen, por consiguiente, uno de los escenarios de esa lucha. Lo primero es que las nuevas formas de comunicación, sus medios y su mundo ideal existen y se desarrollan a partir de las actuaciones y la voluntad de nuestra gente, y de que vivimos en este mundo. Esto es de Perogrullo, por lo que es absurdo que todavía haya quienes le temen a esa realidad y se oponen a ella (...).
Mientras, los indiferentes en política, que no son pocos, y los que se suman al creciente conservatismo social, creen posible vivir «en digital», modernizarse por imitación de los modelos que propone la avalancha que padecemos de productos audiovisuales, usos, conductas y opiniones esperables, en apariencia ajenas a cualquier sistema social. Tienden a ser apéndices de los objetos y las imágenes, a dejar de ser pueblo para convertirse en público, sin darse cuenta de que al final de esa neutralidad imposible nos espera a todos la hora en que habrá que resolver el dilema crucial.
Mi aproximación en este texto ha sido a uno de los sentidos del proceso, como dije al inicio. Pero no es el único. El complejo material-ideal que se ha desplegado tan velozmente constituye, al mismo tiempo, un maravilloso potencial de multiplicación de las capacidades humanas.
Leer innumerables informaciones y asomarse mediante imágenes a millones de hechos, situaciones y paisajes, puede desatar cualidades extraordinarias y ayudar a multiplicar las capacidades de un pueblo que posee un inmenso caudal de experiencias de verdadero desarrollo humano y social, una conciencia política descomunal y muy altos niveles de preparación general y técnica.
Estos nuevos medios brindan, por cierto, un suelo técnico al ideal comunista que pretendió en Europa hace 90 años que la obra de arte estuviera presente en la vida cotidiana y cayera el muro aristocrático de la alta cultura, una bandera de democratización cultural que en la segunda mitad del siglo quedó bajo el control del gran capital y se ha venido ejecutando del modo más perverso hasta hoy. (Fragmentos del artículo original)