El creador de personajes era también un personaje. Más auténtico, incluso, que aquellos tejidos por él. Lo conocí una calurosa mañana de febrero, para entrevistarlo, frente a la puerta principal de Casa de las Américas. Como caballero de la imperiosa Habana, me estrechó su mano un tanto huesuda y temblorosa. Se presentó con la sencillez de su figura: «Soy Enrique Cirules, el escritor». Luego me estampó, para romper el hielo, un beso en la mejilla.
El salón de encuentro ya estaba preparado: café pedido, grabadora lista, preguntas garabateadas en el borde de la libreta, listo el gatillo de las provocaciones. Pero Cirules optó por eludir el protocolo: prefirió andar por el malecón, acaso para «robarme» un poco de juventud a cambio de «experiencias», o tal vez porque, como dijera el célebre filósofo alemán Friedrich Nietzsche, todas las verdaderas buenas ideas se concibieron caminando…
«¿Viste eso qué cosa tan extraordinaria?... Estas de acá sí son veletas, pero ese de allá parece un botecito pescador. Es como para quedarse sentado a ver cómo navegan. De niño, a mí me gustaba mucho ir de pesca con mi padre. Nací en una comarca marina, cerca de Cayo Romano, por eso me gusta tanto el mar. ¡Mira, mira ese, parece que se va a volcar... pero no! ¡Qué cosa tan maravillosa! ¿Cuántos son?... ¡Hay como siete!, ¿no?»
Aquella fue la única vez que coincidimos, el único apretón de manos, el único beso. Pero también, la primera de muchas bienvenidas y adioses... En poco tiempo, no sé aún cómo ni cuándo, Cirules dejó de ser el narrador que me revelaba «parte de su historia, en el entramado infinito de la existencia humana», y se convirtió, de a poco, en un amigo y consejero recurrente.
Por referencia, ya sabía del ganador de innumerables galardones, del narrador de historias deslumbrantes, del creador minucioso de argumentos. Pero detrás del artista, había un personaje que parecía sacado de uno de sus libros:
El Cirules que yo conocí no pasaba tantas horas frente a los teclados, sino contando, a alguna delegación de Singapur, en voz propia, y en algún sitio de La Habana Vieja, «la historia de la ciudad, de los secretos de esta maravillosa urbe y los sitios de la rumbantela».
El Cirules que yo conocí me sorprendía con una invitación «a compartir ideas, como diría Hemingway, en la barra de un sitio confortable y tranquilo, quizás tomándonos una cerveza bien fría, para este tiempo que amenaza con aplastarnos...»
El Cirules que yo conocí escuchaba el Concierto No. 2 de Rajmáninov, y me pedía disculpas cuando pensaba «que con lo de la cervecita había metido la pata».
El Cirules que yo conocí se mostraba también supersticioso, y en lugar de responder las 18 preguntas del cuestionario, me pedía de favor atender solo 17, «su número por excelencia», porque con el paso del tiempo se ha puesto un «poco quisquilloso...»
El Cirules que yo conocí se quedaba «botado, con el motor roto, a pie y en Mantilla», llegaba tarde a una presentación de la revista Casa, y escribía «apurado e incoherente», como suelen hacer en ocasiones los amigos, «como si nos conociéramos desde el siglo V antes de nuestra era», solo para decir que estaba bien y que «nos veríamos pronto».
Nos veríamos pronto... Con esa idea anduve por la ciudad, por cuanta librería polvorienta se cruzaba ante mis pasos, en busca de algún título de mi amigo recurrente. Al fin encontré, desvencijado en la esquina de un olvidado anaquel, un ejemplar de El imperio de La Habana. Lo compré. Cuando le escribí a Cirules con la noticia, para que me regalara un autógrafo, ya era demasiado tarde. La Parca lo había embarcado en un viaje sin regreso.
El libro se quedó sin firma, como huérfano, en la mesita de mi tocador.