El distinguido trovador Alejandro Almenares. Autor: Rubén Aja Publicado: 21/09/2017 | 06:15 pm
«Te lo voy a decir sinceramente, sin que me quede nada por dentro: eso viene en la sangre. Soy hijo de un gran músico del siglo pasado, Ángel Almenares Guirola. Imagínate, creo que llegué a este mundo con una guitarra debajo del brazo. De mi padre lo aprendí todo. Oyéndolo siempre. Nació en 1902, el 14 de mayo, y yo fui el más chiquito y el único varón de sus cuatro hijos. ¿Te imaginas?».
Con total orgullo el dueño de esas palabras, Alejandro Enis, lleva el apellido del autor de sus días: Almenares. El Sánchez le vino por su madre, quien a los siete años se percató de que su pequeño sería un genio. Y es que a esa edad fabricó su primera guitarrita y comenzó a evidenciar sus dotes como diestro lutier, fama que lo persigue hasta la actualidad.
«A los 13 ya se decía que era profesional, a pesar de que solo estudié un poquito de música», le cuenta este trovador, uno de los hijos distinguidos de la cinco veces centenaria Santiago de Cuba, a Juventud Rebelde. «No me gradué de nada por falta de tiempo, pero me buscaban por todas partes, mientras yo formaba dúos, tríos, cuartetos, conjuntos... Se lo debo a la naturaleza, y a mi padre, por supuesto, que me dieron esta gracia».
—Maestro, ¿qué recuerda de su infancia?
—A menudo mi casa se llenaba de esos músicos extraordinarios que iban a compartir con mi padre: Sindo Garay, el trío Matamoros... No olvido los 13 de marzo de cada año, cuando le hacían serenatas para esperar su cumpleaños, y siempre se amanecía. Y yo sin pegar un ojo, con miedo a perderme algo, escuchando atento a esos inmortales.
«Recuerdo que un buen día le preguntaron a mi papá: “Bueno, Almenares, ¿y tu hijo qué?”. “Yo quisiera que fuera médico o abogado”, respondió. Tú sabes cómo son los padres, que muchas veces no quieren que uno siga sus carreras, pero el mío, de cualquier manera, dejó que determinara mi propio camino. Y ese fue la música.
«Ya te conté que a los siete años hice mi guitarrita de caja de tabaco. No te miento, aunque pueda parecer inconcebible. Como igual me inclinaba por la carpintería, agarré un cuchillito, una segueta, utilicé los pedazos que quedaban de las cuerdas que se le reventaban a mi padre, y la armé.
«Como papá además era barbero, yo aprovechaba y cogía su instrumento cuando se iba a pelar. Venía de la escuela y me ponía a pasarle la mano... Eso me fue entrenando, también oír radio y mucho a sus amigos trovadores que venín a contactar con él... “Oye, Almenares, saqué tal número...”. Perla marina, que en hondos mares... “¿Y qué acorde tú crees que cabe aquí?”, enseguida lo interrogaban, a lo cual él señalaba: “Ah, pues eso está en Re mayor y aquello en Si menor...”, y yo grabando, hasta que llegó el momento feliz: la música me pertenecía, felicidad que todavía me dura, y me durará».
—Me dijo que a los 13 años dio el gran salto. ¿Qué pasó entonces?
—Mira, después que hice mi guitarrita de cuatro cuerdas, un día sorprendí a mi papá pidiéndole que me acompañara con la suya. “¿Pero qué quieres que toque?”, quiso saber. “Cualquiera de tus canciones, papá”, le contesté. Mi madre se echó a reír y luego rompió a llorar cuando descubrió mi talento para tocar la guitarra prima. Pensaba que me iba a morir, como le ocurre por lo general a los genios, que pocas veces se gozan (sonríe). ¡Pero si no le había pasado nada a mi padre, que asombraba lo mismo con la guitarra prima que con la acompañante, que haciendo primera voz, segunda, tercera..., era timbalero de orquesta...! Él sí estudió, pero yo no pude terminar porque aquella etapa estaba dura y había que lucharse los kilos.
«Resulta que formé un trío y me invitaron al bar Modelo, en Trocha, donde se reunían los músicos. Querían darle la oportunidad al hijo de Almenares e hice allí unos temas del trío Matamoros, de Los Panchos... Toqué Frutas del Caney... riquitín quitín, riquitín quitín, riquitín quitín, riquitín quitín... Bueno, y se cayó la plata, dijeron ellos, yo no. La gente se quedó boquiabierta. De ahí salió que alguien del grupo de los mayores, ya desaparecido, Paquito Frank de Moya, músico, barbero, colega de mi papá, dijo: “Ese muchachito será una de las mejores guitarras de Santiago de Cuba”, y parece que no le ha faltado la razón.
«Luego creé otro trío, y un tercero, al que llamé Los primos, y les siguieron Los universales, Oriente, que dirigí por 14 años, con los que tocaba en el Rancho Club, en el Club 300, en el Country Club, en la radio, en la televisión, en San Pedro del Mar... Me fui abriendo paso poco a poco. Sin embargo, los mejores momentos los viví en el escenario con mi padre. Bueno, y después de la Revolución, con La Trova (se refiere a la Casa de la Trova). Pero antes de esa etapa ya tocaba con mi padre en fiestas particulares, lo cual constituyó una enorme experiencia, pues no terminaba de aprender. Como él era quien sabía... Todavía sigue sabiendo más que yo...
«Era un orgullo estar a su lado, y después con sus grupos y con su gente, como la Ronda Lírica, la primera que grabó con la RCA Victor y junto al Trío Matamoros, en 1928. Como Matamoros estaba siempre en mi casa, compartí mucho con Siro (Rodríguez), cantábamos a dúo; con Matamoros (Miguel) éramos hasta vecinos en el Tivolí... Así fui creciendo de una manera excepcional».
—¿Cuáles canciones interpretaba cuando andaba con su padre?
—Muchas, la verdad. Una de mis predilectas se titula Cajón de muerto, que me encantaba por su aparente sencillez. No sé si la habrás escuchado... Él hacía la voz prima, yo la segunda... Dice: Nada me importa a mí/ dolor presente./ Nada me importa a mí/ dolor pasado./ El porvenir lo espero indiferente./ Lo mismo es ser feliz, que desgraciado./ Lo mismo es ser feliz, que desgraciado./ Solo ambiciono, de fastidio yerto,/ cansado ya de perdurables guerras,/ que al acostarme en mi cajón de muerto,/ dormir en paz debajo de la tierra,/ dormir en paz debajo de la tierra... Eso era una joya para mí, y lo interpretábamos muy bien.
—¿Cómo nació el compositor en usted? ¿Cuál fue su primera canción?
—Se la dediqué a mi primera esposa...
—¿Se casó temprano?
—Sí, tuve un primer matrimonio a los 16. De ese me nacieron dos hijos. Pero el segundo, con el que llevamos 57 años, llegó y paró, porque solo nos separará la muerte. Pues entonces le saqué un número a la primera: La niña que yo amé/ la quería yo tanto./ La niña que yo amé/ la quería y aún la quiero,/ y aunque sé cómo es, la quiero con el alma./ La niña que yo amé,/ la niña que yo amé...
«A la segunda, quien después se convertiría en la mujer de mi vida, le tuve que sacar Mueve la cintura, porque se me puso difícil el pica’o. Aunque yo estaba como un pitirre, ahí, esa mulata hermosísima, que estudiaba en el Instituto, en la Normal, era muy arisca y me sacaba el cuerpo. Pero me gustaba tanto que me inspiró: Cada vez que miro a mi mulatota/ no sé qué pasa por mí,/ no me puedo contener,/ y le digo así,/ y le digo así:/ mulata, tienes en las caderas una tembladera, que arrebata./ Mulata, tienes en tu dulce boca/ una risa loca, que me mata./ Mueve la cintura, mulatota de mi vida, que me muero yo por ti... Ese tema se hizo tan famoso que está hasta en una película de Antonio Banderas.
«Después escribí otros números como El álbum de mi vida, La chica de mi rosal, Por despecho, No critiquen al nene, No hay solución y La charlatana, inspirados en historias que me han pasado... Ciertamente tengo varios que están recogidos en un disco que grabé con la Egrem, Trova santiaguera. Alejandro Almenares, mientras otros siguen en papel».
—¿Ha hecho muchas guitarras?
—Ahí sí que he perdido la memoria. Han venido de tantos lugares: España, Francia, Estados Unidos..., detrás de mis guitarras, requintos, tres, laúd...
—¿Dónde está el secreto de esos instrumentos que usted elabora?
—Te puedo decir que hay lutieres que trabajan muy bonito pero las guitarras no les suenan, no afinan... yo no las hago tan lindas, porque a veces lo más lindo tiene el peor defecto. Lo natural es natural (sonríe). Quizá todos seamos médicos, pero cada uno tiene su especialidad. Dicen quienes los han tocado, que no saben cómo me las arreglo para que mis instrumentos siempre estén al kilo. Mas no guardo secretos. Enseño lo que sé, porque no me puedo morir y llevarme esos conocimientos. ¿Qué edad tú le echas a mi requinto, con el que toco actualmente?
—Imagínese usted... Primero dígame la suya para ver si puedo calcular...
—Casi 80 años...
—La verdad es que no tengo ni idea...
—La edad de mi hija más chiquita (son tres en total), que va a cumplir 46. Y, sin embargo, está intacto, como el primer día. Fíjate que ni lo pulimento ni nada, pero ha caminado el mundo y no se desafina. De hecho, los músicos cuando van a tocar conmigo me dicen: «Dame el La». Y eso queda clavado, con aire acondicionado, con frío, donde sea. He actuado en Moscú, Bulgaria, México, Holanda, Bélgica, Francia... y ese aparato ni se entera.
—¿Qué ha significado la Casa de la Trova para usted?
—La vida, porque prácticamente La Trova se hizo con mi presencia. Los tres pilares de la verdadera Trova de Santiago de Cuba fueron Virgilio Palais, Ángel Almenares y Ramón Márquez. Eso donde ahora está La Trova era una barbería, arriba había una casa de huéspedes y al lado un puesto de frutas que le decían El cocal. En 1958 Virgilio puso un timbiriche para vender frituras de bacalao y manjúa, pero los viernes, sábados y domingos llegaban mi papá con Ramón Márquez, se tomaban allí una media de Palmita y empezaban a cantar los tres, a deleitarse. Virgilio cantaba precioso.
«Yo siempre andaba de rabito con mi papá para donde quiera. Tenía mi trabajo, pero lo iba a buscar porque algunas veces se pasaba de copas, entonces yo alquilaba un carrito para llevarlo a casa. Así empezó La Trova, ellos tres solitos cantando ahí. Salve yo a ti, Cristinita..., de Pepe Sánchez. “No, ahora vamos a cantar Corazón de fuego, de Emiliano Blez”. Yo necesito un corazón de fuego... “Pero, Almenares, no hemos cantado nada tuyo”. “Pues vamos con Cosas de mi Cuba...”. Van volando,/ hacia las más altas cimas,/ un bando de lindísimas palomas,/ allá en las regiones donde el sol calcina/ a las verdes palmeras de las lomas...
«La gente le fue cogiendo el gusto, e iban sumándose más y más trovadores. Vino Perete (Mariano Carbonell), Pablito Armiñán, Miguel Ángel Jústiz... Como yo trabajaba en el Club 300, en el Casa Granda, que me quedaban bien cerquita, me aparecía con mi botellita para darnos unos traguitos, que siempre me han encantado, al igual que el tabaco. Así fue creciendo La Trova hasta lo que es hoy: una familia supergrande, con lo cual me siento orgulloso».
—Fuma y toma desde hace años, ¿alguna afectación?
—Bueno, nunca me han hecho nada (sonríe). Lo mejor que tengo es el oído, a pesar de que me he operado ya dos veces uno de ellos por un pólipo (se me coló un bicho de esos de la luz, que me dañó un poco). Pero mi oído es finísimo, aunque soy incapaz de ofender a alguien diciéndole: «Oiga, usted es un desafina’o». Al que se deja ayudar le digo: «Me parece que no es así, ¿tú crees que puede ser asao?».
—¿Entonces el remedio para vivir 80 años tan vital?
—El ron, las mujeres y el tabaco... (suelta una carcajada contagiosa).
—¿Y dónde dejó la música?
—Bueno, ¡es que esa va por dentro!