Vuelos prohibidos está realizada desde la nostalgia por aquellos años 60 del pasado siglo de esperanza, pasión y utopía. Autor: Fotograma de la película Publicado: 21/09/2017 | 06:12 pm
Dos filmes cubanos en cartelera en menos de un mes: Vuelos prohibidos, de Rigoberto López (Yo soy del son a la salsa) y Venecia, de Enrique Álvarez (Marina, Jirafas), manifiestan cierta estabilidad de la producción nacional, dentro de los más disímiles estratos de calidad, conceptualización y estética, tal y como ocurre incluso con las cinematografías capaces de estrenar 50 o cien títulos, en vez de los cinco o seis largometrajes de ficción que nosotros conseguimos sacar a las salas. Por supuesto que los inconformes extremistas prefieren seguir hablando de antiguos éxitos, o aspiran a disfrutar un solo tipo de cine cubano, cuando la cifra definitoria en el audiovisual de esta época parece ser la variedad.
Realizada desde la nostalgia por aquellos años 60 del pasado siglo de esperanza, pasión y utopía, Vuelos prohibidos recuerda ciertas coproducciones de las décadas de los 80 y los 90, aquellas que recurrían al expediente de un cubano que viaja al extranjero (al país coproductor) o un extranjero (del país coproductor) que viene a la Isla. Y justo en esta férrea estructura de compensación cubano-francesa, con final predecible y romance intercalado, tiene la película su mayor enemigo, porque resulta obvio el superobjetivo del realizador y los guionistas por problematizar la realidad cubana, y evidenciar los prejuicios primermundistas al respecto. Así, se suceden las declaraciones de principios, los parlamentos axiomáticos y demasiado elaborados, las réplicas de corte literario o ensayístico.
Debe decirse que la grandilocuencia de ciertos parlamentos funcionaría, por lo menos de manera aproximada, si la actriz francesa (Sanaa Aloui) tuviera mayor destreza con el castellano, si Paulo FG dispusiera de mayores habilidades para el desdoblamiento histriónico (o si le hubieran adecuado personaje y parlamentos de modo que él pudiera sentirse menos incómodo) y si uno pudiera creer en la química esencial de un romance anunciado desde el encuentro entre los dos, pero que carece de hondura, ardor, pathos e intensidad dramática.
No obstante, por alguna razón imposible de explicar racionalmente, me emocionó el recitativo de Paulo FG con textos de Guillén y Fayad Jamís, y me hubiera gustado saber más de este hombre, saber quién es y cómo vive, pero el filme me lo impide, concentrado como está el argumento en el turismo mutuo, y en destacar el punto de vista de la francesita traumatizada por la historia materna.
El cubano lánguido y la francesa curiosa pasean y pasean por locaciones preciosamente filmadas (Ángel Alderete), en París y La Habana, además tienen sexo casual y acometen largos monólogos ante cámara, intentando explicar la trampa que resulta de toda idea preconcebida y exponiendo, con diáfana claridad, el momento de cambios y transformaciones que atraviesa la Isla. Si el filme fuera un corto de televisión educativa, o algunos de sus textos formaran parte de un tratado politológico publicado por la revista Temas, habría que reconocerle el mérito del resumen, e incluso cierta belleza literaria. Pero se trata de una película, un filme, y aunque el espectador pueda estar de acuerdo con las aseveraciones de un personaje u otro, es preciso una historia que convoque y envuelva motivaciones dramáticas más allá de las urgencias sociológicas, acciones coherentes y diálogos motivados, lógica narrativa, sorpresa, naturalidad, suspenso, mientras que Vuelos prohibidos carece, en mi opinión, de tales elementos.
Venecia se suma a la lista de lo mejor y más novedoso del cine cubano reciente.
Por otra parte, Venecia se realizó a partir de una escaleta —de acuerdo con declaraciones de Enrique (Kiki) Álvarez— y el proceso de improvisación significó la escritura de un guión in situ, en el mismo instante de su concreción escénica, a partir de las propuestas de las actrices protagonistas, en estrecha interacción con el director y el fotógrafo colombiano Nicolás Ordoñez.
De ese modo se explica que la obra posea un crédito de guión compartido por ellos dos y las tres protagonistas, y ostente una naturalidad que ensombrece una buena cantidad de películas cubanas aferradas a la retórica, la artificialidad, la evidencia narrativa, la falta de sorpresas y el devenir dramático evidentemente pautado. Alguien (que no soy yo) pudiera criticarle a esta película su apego a la intrascendencia, a cierta frivolidad que el machismo atribuye a las mujeres, pero nadie podrá negarle que representa un certero paso de nuestra cinematografía hacia la modernización, puesta al día y mixtura acreditable de testimonio real y ficción construida.
Ante la primera escena, cuando la cámara gira en redondo dentro de un salón de belleza, para que asimilemos el espacio donde trabajan Mónica, Mayelín y Violeta (interpretadas respectivamente por Marianela Pupo, Marybel García y Claudia Muñiz, esta última también autora del argumento) recordé un desagradable incidente ocurrido en la Televisión Cubana, hace más de 20 años, con Joan Manuel Serrat, cuando declaró ante cámara, delante de un cuestionario medio frívolo del programa Contacto, que la conversación parecía «chisme de peluquería».
Venecia tiene la indiscutible osadía de arriesgarse a que la tilden de trivial en tanto aspira a descubrir la sensibilidad y fibra humana, las frustraciones y los sueños compartidos, los relatos mínimos y las vidas dispersas, el calor y la soledad que palpitan también, por supuesto, en una peluquería, piense lo que piense el maestro Serrat. Debe aclararse, de cualquier manera, que la mayor parte del relato acontece cuando las tres mujeres deciden salir del salón de belleza y se van a comprar un vestido, comen en un restaurante, se toman unos tragos y terminan la noche en una discoteca.
Y que ningún lector me haga un juicio sumario por contarle la película. Aquí lo importante no es lo que se cuenta, sino el cómo, y las múltiples capas de sentido que pueden validar intelectualmente una anécdota de apariencia baladí. Mucho del impecable naturalismo se debe al espontáneo, desenvuelto y muy cálido trabajo de las tres actrices, quienes traducen en gestos sutiles y expresivos, miradas meditabundas o extraviadas, entonaciones vivaces y significativas, toda la espera, la insatisfacción angustiosa y la necesidad de realización íntima que alientan estas tres mujeres, tan comunes y excepcionales, y entrañables, como cualquier amiga o conocida del espectador.
Porque el filme se ambienta en un universo que los varones compartimos pero que muchas veces desconocemos, y en su retrato íntimo de las tres mujeres, provoca una comunicación inmediata tanto en el plano emotivo y espiritual, como por la capacidad de la dirección de arte, el sonido y la fotografía para transmitir no solo el hastío y la ansiedad de ellas tres, sino las sucesivas capas de bochorno, bullicio y encerramiento que van atravesando en su excursión.
La fotografía de Ordóñez suministra una visualidad en la que la funcionalidad narrativa y la pirueta artística se vinculan armónicamente, y la cámara igual se instala, estática, a fisgonear el chisme picante que se agita persiguiendo el taconeo vagabundo, o recurre a una imagen muy estetizada donde los fondos quedan desenfocados, y en el frente, nítidas, quedan las tres protagonistas. Precisamente la cumbre de vivacidad y elevación, el logro del semitono tragicómico, de cubanísima matriz, aparece en un plano cenital que recorta los tres rostros de las mujeres acostadas en un portal, exhaustas, casi poniendo fin a sus aventuras nocturnas, y soñando con llamar a un cirujano estético italiano, de esos que colocan senos de silicona.
Que otros sigan haciéndole un proceso por frivolidad a Venecia. Para mí se trata del más elocuente y coloquial tratado que he visto últimamente en el cine cubano sobre la erosión de la rutina, y el imperativo cotidiano, a veces nocturnal y enloquecido, de calzarse las ilusiones y permitirnos la locura, o al menos la indomable franqueza, que tal vez parece dislate.
Si algún problema tiene la película proviene, creo yo, de algunos molestos subrayados y reiteraciones, y de permitir que se evidenciaran ciertas amarraderas genéricas al melodrama, a los trucos de un guión o pauta preconcebida, sobre todo en cuanto al personaje de Violeta, su embarazo indeseado y sus repentinas e innecesarias catarsis. En varias otras secuencias, como la botella de ron y el juego de Yonunca, o la del pariente orate, la proyección de la actriz y el personaje armonizan perfectamente con el resto del filme.
El director, y el pequeño y selecto grupo de colaboradores, apuestan por el sincero reconocimiento de nuestra urdimbre psicosocial, sin moralinas ni lugares comunes. Porque si un cineasta cubano ha demostrado con creces su habilidad para reinventarse por completo es Kiki Álvarez, en esta corrida por un universo urbano y femenino, realidad paralela muy poco tratada por nuestro cine. Venecia propone un discurso otro sobre la espiritualidad, el estoicismo y la utopía, y si se divulgara lo suficiente, pudiera dar muchísima tela por donde cortar a psicólogos, sexólogos, sociólogos y estudiosos de la feminidad, la masculinidad y, en fin, el ser humano.
Todo ello ocurre gracias a la perfecta convicción de sus actrices (a las que debe añadirse un grupo de secundarios de lujo como Jorge Molina, Jazz Vila, Yarlo Ruiz) y a la fuerza innegable de su honrado verismo, que posibilitan añadir el filme a la lista de lo mejor y más novedoso del cine cubano reciente; sustancioso esfuerzo por atrapar algo tan inasible como sueños, misterios e ilusiones femeninas, mediante una dramaturgia paradójicamente atenta a lo coloquial, lo común y lo concreto.