María Félix. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:51 pm
Los productores querían que su nombre artístico fuera Diana del Mar o Marcia Maris, pero la joven segura y altiva decidió usar el que le dieron sus padres: María Félix. Así surgió la leyenda, y su celebridad, que daría la vuelta al mundo con nombre propio, fue también distinguida por los títulos de la Doña y María Bonita.
Ambos calificativos condensaron la imagen que explotaría en vida y obra la estrella mexicana, la de la atractiva dominadora, bordada delante de las cámaras cinematográficas y en el oropel de su día a día, porque como bien dijera el premio Nobel de Literatura Octavio Paz, «María Félix nació dos veces: sus padres la engendraron, y ella, después, se inventó a sí misma».
Con el papel estelar de Doña Bárbara, expresamente otorgado por Rómulo Gallegos —el escritor de la novela homónima—, la joven, que ya había consumado un divorcio, asumido la crianza en solitario de su hijo y comenzaba una carrera en el cine a pesar del espanto de sus padres, logró delinear a la indómita mujer, fustigadora de hombres, seductora, de mirada orgullosa bajo la ceja elegantemente arqueada. Ese sería un arquetipo que se convertiría en la clave de otros tantos títulos como La mujer sin alma (1944) o La devoradora (1946), una atractiva personalidad que se trastocó además en su propio ser pues, como admitió en su autobiografía, ella misma se definía como «una mujer con corazón de hombre».
Alta, delgada, elegante, amante de las joyas y pieles, y coleccionista de antigüedades, María Bonita sustentó su propio mito más allá de la pantalla, entre sus aparatosos romances y desmanes. Antológico fue su amor con el compositor Agustín Lara, quien le dedicó Aquel amor, Noche de ronda, Madrid y la inolvidable letra de María Bonita, compuesta bajo el influjo de la luna de miel que disfrutaron en Acapulco. Despreció a Jorge Negrete, su coestrella en su primer filme El peñón de las ánimas (1942), con quien se casaría en 1953, luego de dejar plantado casi en el altar al actor argentino Carlos Thompson. Fue admirada por el rey Faruk de Egipto, quien le ofreció la diadema de Nefertiti para cortejarla, y amada sin esperanzas durante más de diez años por el muralista Diego Rivera, quien la eternizó en un famoso autorretrato. «Yo nunca he querido a nadie como me han querido a mí», confesaría al contar su vida personal en Todas mis guerras.
Los halagos no le llegaron únicamente de sus galantes admiradores, sino también escuchó en tres ocasiones el aplauso de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, que le otorgó el Premio Ariel a la mejor actriz en 1947, por Enamorada; en 1949, por Río escondido (ambas películas dirigidas por Emilio Fernández, al igual que Belleza maldita); y en 1951, por Doña diabla, de Tito Davison. Treinta años más tarde, en 1981, otro Ariel especial llegaría a sus manos, como reconocimiento a su fecunda trayectoria cinematográfica.
Mencionar todas las películas en las que trabajó sería dilatada faena. Sin embargo, la muestra La Doña a través de 40 filmes, que se extenderá hasta el 19 de de julio en el programa de la Cinemateca de Cuba, sí abarca ampliamente la carrera cinematográfica de la diva mexicana.
No se omiten en la selección los títulos mencionados como tampoco falta Amok, del español Antonio Momplet, en el cual la Félix hizo un doble papel —uno de ellos de rubia— en la adaptación de un cuento de Stefan Zweig. Es la clásica mujer fatal y espía extranjera en Que Dios me perdone (Tito Davison); mientras que en El rapto compartiría el set por última vez con el Charro cantor, quien fallecería 11 meses después de haber celebrado tumultuosas nupcias, transmitidas por radio a toda Latinoamérica.
Se podrá apreciar de igual manera su colaboración con Pedro Infante en Tizoc, la penúltima cinta del astro, que poco después moriría en un accidente de avión; sin olvidar el Reportaje donde Emilio «Indio» Fernández aúna a estrellas aztecas de la talla de Dolores del Río, Jorge Negrete, María Félix, Pedro Armendáriz, Tin Tan y Pedro Infante con figuras internacionales como las españolas Carmen Sevilla, Sarita Montiel y Lola Flores, y la argentina Libertad Lamarque.
De su notoria carrera por Europa, sobre todo en España, Francia e Italia, la selección también es una fiel evidencia. Incluye las producciones españolas Mare Nostrum (1948) y La noche del sábado (1950), ambas de Rafael Gil, junto con Faustina (José Luis Sáenz de Heredia, 1957), donde asume la versión femenina del Fausto de Goethe. Resaltan por llevar la firma de notables cineastas, las cintas Los ambiciosos (1959), uno de los filmes que realizó el aragonés Luis Buñuel en su etapa mexicana, y la coproducción franco-italiana Cancán francés, del gran director galo Jean Renoir, que concluye con una agitada escena de baile en el Moulin Rouge.
Contaba la Doña que para sus proyectos europeos se aprendía los diálogos fonéticamente, pues no dominaba el italiano y terminó tomando ocho horas de clases de francés. Conoció al papa Pío XII en Roma y, en sus noches parisinas, compartió con Jean Genet, Max Ernst, Balthus, Salvador Dalí, Jean-Paul Sartre y Picasso.
Al otro lado del Atlántico, no pocos la llamaban la Mexicana, otro sobrenombre que supo condensar su esencia de raíz criolla, de la cual siempre se mostró orgullosa y supo levantar en sus interpretaciones cinematográficas. No en balde, el tema de la Revolución mexicana se vuelve en su carrera un tópico recurrente, que se evidencia en filmes como La cucaracha, en el que se enfrenta con su gran rival en la pantalla, la actriz Dolores del Río. Ese es el contexto también en que se desarrollan las tramas de La escondida, Café Colón, Juana Gallo, La bandida, La Valentina y La generala, su última película. En estas historias el fragor de la guerra se avino bien a su imagen de mujer recia y varonil, que defendió con su atuendo revolucionario de soldadera, a las bravías mujeres que también participaron en la lucha armada; a la par que las cabalgatas a caballo y su melena al viento potenciaban su salvaje sensualidad.
Aunque su primer viaje al extranjero fue a la ciudad de Los Ángeles, se resistió María Félix a realizar proyectos con Hollywood. Invitaciones no le faltaron, pero las rechazó desde el primer momento: «me ofrecen papeles de india y las indias las hago en mi país, en el extranjero solo encarno a reinas», comentaría al respecto con su dosis habitual de autoestima.
A Cuba viajaría en dos ocasiones, en 1949 y en 1955. La primera vez se hospedó en el Hotel Nacional los cinco días que duró su visita; mientras que la segunda, el hotel Comodoro fue el escogido por la recientemente viuda de Jorge Negrete. Aquellos días habaneros transcurrieron entre sus presentaciones en el cabaré Montmartre y en el Radio Centro. En este último, según recogió una Bohemia de la época, la Doña aseguró que lo que daba mala suerte era no poder usar perlas legítimas, cuando alguien le sugirió que lucir esas joyas desencadenaba fatales augurios.
María Bonita falleció el mismo día de su cumpleaños, al cumplir exactamente 88 años, un 8 de abril de 2002. Pero su leyenda no murió, ella misma la había azuzado con esmero durante todos sus días.
Su mito, con el que marcó toda una época de la cultura de México y de América Latina, se mantiene aún intacto en la memoria popular. Por eso asistir nuevamente a sus películas como al resorte para convocar su endiablada belleza e insumiso carácter, no es solo indagar en su obra o en su vida, eso sería una quimera, tanto como deslindar la realidad de la ficción que ella misma encarnó. Sería mejor avivar su llama, pues, como afirmara la Doña, a una actriz se le inventa: «una actriz es sueño».