Eliseo Subiela, director de cine argentino. Autor: Cortesía del entrevistado Publicado: 21/09/2017 | 05:28 pm
No sé si conversé con un poeta o con un cineasta. Tal vez con ambos. Quizá ni él mismo lo tenga claro. Cuando lo interpelé por su nombre, Eliseo Subiela me contestó con su acento argentino: «A veces».
Lo único cierto son sus palabras. Esas que dieron forma a la silueta de un Hombre mirando al sudeste, y que hoy retornan para pintar —o filmar— en el mismo manicomio, unos Paisajes devorados por tanta locura o lucidez de su protagonista, Rémoro Barroso. Este hombre, como aquel, vuelve a darnos la espalda para internarse en lo más profundo de su imaginación, que es ahora una pantalla de cine abierta a todas las películas que él sea capaz de imaginar.
Así rememora y crea del barro de sus fabulaciones movimientos de cámara desde su silla de ruedas, inventa títulos inverosímiles, o reúne a Darín con Libertad Lamarque, porque está seguro de que ante una cámara se puede ser Chaplin, Tarkovski, o pisar la luna.
«La frontera delicada que existe entre la cordura y la locura se ve sobre todo en el cine», me dijo Subiela, y yo no podía dejar de preguntarme si realmente todo lo que tenía Rémoro que decir no había quedado entre las páginas de un guión. Sus palabras me confirmaron que no.
«Esta historia la escribí a partir de fantasías que he tenido en los últimos rodajes, de pensar que el equipo de filmación se da cuenta de que no soy un director caprichoso, raro o especial, sino que directamente me he vuelto loco, estoy bien loco, y es cosa absurda.
«Si se ve desde afuera, nosotros, los que hacemos cine, parecemos una banda de locos haciendo cosas rarísimas, repitiendo palabras y movimientos de cámara. De mis propias locuras surgió la idea de contar acerca de una investigación realizada por tres estudiantes de cine sobre un hombre que aparece en un manicomio diciendo que fue cineasta. Y este señor es “casualmente” Fernando Birri, lo cual es un valor agregado para el filme».
—¿Cómo fue la experiencia de dirigir a Birri?
—Fue maravilloso filmar con Fernando. El equipo generó una relación de amor con él muy especial, aunque primero desconfiaban. Mi equipo de filmación lo conformé con estudiantes y egresados de mi escuela de cine, y ellos se me acercaban y me decían incrédulos que el viejo les había contado que había sido asistente de Vittorio de Sica. Nos parece que es un mentiroso, me decían. Y yo les contestaba a los chicos que no, que era cierto. No lo podían creer y terminaron amándolo. Claro, Fernando es un tipo muy seductor, es un maestro.
«Conmigo fue el actor más obediente que he tenido. Quería darle la libertad de improvisar a partir de los textos que yo había escrito, pero él se encaprichó en que no, en que los textos eran buenos, y que él los iba a decir tal como estaban escritos. Esto me costó filmar una cantidad bastante elevada, porque se equivocaba y yo le decía que estaba bien, que el concepto estaba dicho, y él me decía que no, que tenían que ser mis palabras exactas».
—¿Por qué retoma el tema de la locura en Paisajes devorados?
—La locura es un tema que me atrae, me interesa, y vaya uno a saber por qué pasa. Tal vez dentro de 20 años va y me haces una nota en el mismo hospital de Rémoro… Ojalá…: ojalá dentro de 20 años sigamos haciendo cine.
—¿Entonces el cine es una especie de manicomio?
—Es la vida. No concibo la vida sin el cine.
—Han pasado los años desde Hombre mirando al sudeste. ¿Cómo se relaciona ahora con el cine?
—Soy siempre un aprendiz. Tal vez soy como un alumno aventajado. Es una profesión maravillosa que me permite estar todo el tiempo aprendiendo, enfrentando desafíos, cosas nuevas que te obligan a cambiar hasta en lo personal.
—¿Por qué decidió filmar con una cámara fotográfica?
—Es parte de mi experiencia de aprendizaje. Me permitió disfrutar como en los comienzos, aunque con el oficio de años. Esta es una película muy atípica en todos los sentidos: de muy bajo costo, un ejercicio de libertad te diría. La pasamos muy bien y rodamos en el mismo hospital psiquiátrico de Hombre mirando al sudeste.
—¿Cuál es la clave de un buen filme?
—El guión. Con un buen guión un mal director puede sacar una mala película. Pero con un mal guión no hay buen director que pueda hacer una. Este es un guión atípico, mezcla el documental con la ficción, le da gran espacio a la improvisación y hace mucho uso de la entrevista. Antes de comenzar a filmar ya estaba listo, tampoco fue algo que se improvisó sobre la marcha. No hay una historia dramática convencional, es un falso documental, con toda una zona de misterio, de cosas posibles. Igual, el tema es el mismo: tratar que el espectador no se vaya, no se duerma, esté enganchado a la película. Y bueno, para eso hay un oficio, un oficio que se aprende y te permite narrar.
—¿Cuál es la magia de su obra, entonces, capaz de hechizar al público y la crítica a la vez?
—No lo sé. Cuento una historia y después yo apunto... ¿A dónde? Tal vez decir al corazón sea muy cursi, así que mejor apunto a la emoción, al sentimiento.
—Usted fue partícipe de lo que hoy conocemos como el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, ¿cómo ve el presente del cine en la región y avizora su futuro?
—Yo tengo la sospecha que todo tiempo pasado fue peor. Me parece que aquel era un cine muy bien intencionado políticamente, creíamos que iba a ser capaz de cambiar el mundo y la realidad, y eso era muy lindo para nosotros. Pero me parece que el cine de hoy es mucho más rico artísticamente y mucho mejor técnicamente. Claro, a aquella época le debemos obras maestras como Memorias del subdesarrollo, que para mí es la mejor película latinoamericana de todos los tiempos. De todas formas aquel era un cine muy aburrido, que justificaba la desprolijidad y los defectos técnicos con sus buenas intenciones políticas, seamos realistas.
«Este cine me parece mejor, pues busca siempre el riesgo, que es para mí uno de los valores artísticos que puede tener una buena película. Y en un cine mundial muy mediocre, donde se arriesga poco, y se apuesta más por una fórmula supuestamente segura, me parece que el cine latinoamericano ha perseverado en ser creativo, con mejor o peor resultado. Y por eso pienso que va ir creciendo, a pesar de las dificultades económicas que hoy tenemos, básicamente porque la mayoría de los espacios de exhibición están ocupados por el cine norteamericano».
—Y si hablamos del futuro, ¿qué caminos andará los próximos años su cine?
—No lo sé muy bien. Sigo mi camino. No voy a hacer nada que me traicione. Aprendo, experimento. Sigo tratando de, como dice el personaje de Birri, hacer un cine que sirva.
—¿Cuál es?
—El de los «para qué», ese que sirve para algo. Birri contesta en la película: «Para entender la vida o para soportar no entender». Creo en ese cine que sirva «para hacerte olvidar las penurias de la vida», como también dice el personaje de Birri. Y puede ser solamente para que te haga reír, para emocionar. ¡Ojalá sirva entonces para eso mi cine! Y si es posible también para modificar conciencias. Como ves yo sigo pensando lo mismo que en los 60, aunque con adaptaciones prácticas. Sigo teniendo la pretensión de que el cine pueda mejorar la vida y el mundo.
—¿Y cuáles son esas adaptaciones prácticas?
—Quizá apuntando más a la transformación del ser humano y no a la de la sociedad primero. Debemos cambiar al ser humano primero para entonces buscar una sociedad distinta. Hay tanto cine dañino que señala a lo peor del ser humano, que yo quisiera hacer una modesta contribución a un cine que apunte a lo mejor de él.