En su hobby favorito, la fotografía (1940). Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:01 pm
Como ocurre con otros escritores cubanos del pasado, de Enrique Serpa —uno de esos hombres nacidos con el siglo XX— se escucha hablar muy poco entre nosotros. Tristemente, a veces se le recuerda más por el detalle de que uno de sus cuentos, La aguja, parece haber inspirado a Hemingway para escribir la célebre novela El viejo y el mar, que por el valor y los atractivos reales de su obra.
Pero el padre de hijos como Aletas de tiburón, cuya presencia es ineludible por su calidad literaria en numerosas antologías de cuentos, y Contrabando, considerada un clásico de la novelística cubana, fue también un admirable periodista. Es ese su oficio olvidado, el que opacado por el de narrador y preterido por las celadas del tiempo, sigue siendo terreno por explorar para investigadores, literatos y periodistas.
No tuvo Serpa un camino expedito a la cultura. Huérfano de padre, a los 12 años abandonó definitivamente los estudios
—aun cuando sus maestros querían costeárselos— para trabajar y ayudar a su familia. Fue aprendiz de zapatero y de tipógrafo, mensajero de una tintorería, pesador de caña en un central y luego empleado en sus oficinas. ¡A la suerte de pobre se impuso la voluntad del estudiante autodidacta, la curiosidad del lector incurable!
Rubén Martínez Villena, el amigo de la infancia (habían estudiado juntos en la Escuela Pública número 37 del Cerro), cambió el rumbo de su vida. Siendo el secretario, lo llevó en 1920 como su asistente al bufete de don Fernando Ortiz y lo introdujo al mundo intelectual cubano. No tardaría Serpa en unirse a la pléyade de jóvenes sensibles y cultos que se congregaban en el café Martí y en la redacción de El Fígaro, para compartir inquietudes literarias, políticas y sociales; el germen de lo que poco después sería el Grupo Minorista.
Ante la insistencia del poeta español Manuel Lozano Casado, que había observado en él la agudeza del buen periodista, en 1922 Serpa se inició en El Mundo como redactor y más tarde desempeñó las jefaturas de Corresponsales y de Información. Curiosamente, por ir a cubrir su turno de trabajo en ese diario, no estuvo entre los participantes de la Protesta de los Trece, porque aquel domingo 18 de marzo de 1923 se había despedido de sus compañeros antes de que surgiera la idea de denunciar la venta fraudulenta del Convento de Santa Clara.
A partir de 1927 ocupó, además, la dirección literaria de la revista cultural Chic, hasta su cierre al año siguiente. Tras abandonar El Mundo, pasó en 1930 a El País, que en ese momento ya era uno de los rotativos más influyentes de la prensa nacional, y en este permanecería hasta 1952, cuando con la posibilidad de dedicarse por completo a la literatura, sin las presiones económicas y las del diarismo, aceptó el cargo de agregado de prensa de la Embajada cubana en Francia. De París regresó a Cuba con el triunfo de la Revolución y murió en La Habana en 1968.
Faltaría decir, en el intento de completar su vía crucis periodístico, que colaboró con diversas publicaciones: antes de 1959, Cuba Contemporánea, Castalia, Luz, El Fígaro, Social, Carteles y Bohemia; y después, El Mundo, Mar y Pesca, Unión y otra vez Bohemia.
En sus 22 años en el diario El País, alcanzó el reconocimiento y la consagración como periodista. Aunque diestro por igual en la información, el editorial, la entrevista o el reportaje, escritor al fin se encontró en la crónica, género en el que volcó con maestría las experiencias de viajes por toda Cuba y por otros países de América y Europa.
Prueba de ello son las secuencias de crónicas (o reportajes) que, provenientes de El País, Serpa convirtió en libros: Días de Trinidad (1939), Norteamérica en guerra (1944), Presencia de España (1947) y Jornadas villareñas (1963). Bien sabía él de la ingratitud de los periódicos, que, al día siguiente de su salida, juegan la mala pasada de ahogar a los periodistas y a sus artículos en el anonimato de un mar de páginas que solo pueden hallarse en las bibliotecas. Decidido, con el estímulo de sus colegas y valiéndose quizá de su nombre y contactos editoriales, quiso dejar para la posteridad esos títulos.
Poesía, tonos, colores
Por las vueltas del destino, Días de Trinidad y Presencia de España llegaron a mis manos. Y tan sorprendentes y reveladoras resultaron sus lecturas en uno de estos calurosos fines de semana, que me han incitado a escribir estas líneas.
En Días de Trinidad, una sensibilidad artística especial nos redescubre los encantos de una de las villas primadas de Cuba, Trinidad, donde parece que el tiempo se ha quedado dormido para contarle al viajero del futuro —a través de calles adoquinadas y construcciones y palacios centenarios— sobre la opulencia de algunos hidalgos y de su vanidad desmedida por igualarse a La Habana, pese a la situación geográfica desfavorable de su ciudad, la que «permanecía encorchada en sí misma» entre montañas.
Viajamos a los pueblos campesinos aledaños, que desinflan la admiración del forastero; a la bahía de Casilda, hermosa estampa poética, y al mismísimo Topes de Collantes, donde el sanatorio antituberculoso en construcción saca de la modorra al paisaje y a su gente, porque por los caminos inhóspitos y serpentinos se empinan ahora carreteras, como señal de que se levanta la tiranía del hombre sobre una naturaleza virgen y rebelde.
Juega Serpa con la historia, las leyendas y la imaginación, aguza la pupila y capta los más minuciosos detalles. Hay en su prosa poesía, tonos, colores, imágenes luminosas y abundancia de metáforas y otros recursos expresivos. Se desplaza, con facilidad, por los registros del lenguaje: va de lo atiborrado y rebuscado a lo sencillo y directo, según lo exijan las escenas.
Para el escritor Manuel Cofiño, Días de Trinidad es literariamente el libro de crónicas más logrado del autor y le recuerda la prosa evocadora de Azorín. A mí me hace pensar en el estilo periodístico ameno o folletinesco —del que nos hablara un teórico clásico del periodismo, el profesor alemán Emir Dovifat—, que no debe confundirse jamás con el estilo melodramático o lacrimoso de cuentos y novelas, sino con una manera subjetiva y personal en la descripción o la narración, a mitad de camino entre la literatura y el periodismo, cuidadosa en extremo del lenguaje, que entretiene y tiende a deslumbrar.
En cambio, Presencia de España —estilísticamente, aunque muy bien escrita— es una propuesta más modesta, que se apega al reportaje por la búsqueda de la objetividad y la variedad de fuentes. Su máximo valor quizá sea el de una mirada profunda a la situación de Madrid tras los primeros años de la Guerra Civil. Por ello, este valioso testimonio hasta pudiera servir, en nuestras universidades, de complemento en el estudio de esa etapa del franquismo.
El reportero
¿Cómo podemos definir hoy, en la distancia perturbadora de los años, al Serpa reportero? La valoración precisa nos la legó uno de sus contemporáneos, el periodista Fernando Campoamor: «Porque en su obra —aun en la del diarismo, que injuria y hasta mutila a sus hijos— el escritor salió a salvo de la prueba de los ácidos, y hasta en sus reportajes redactados sobre la marcha por pueblos, guardarrayas y atajos de las provincias, hay una identidad con su fino espíritu, con su arte inicial de poesía, que siguió campeando en su prosa plástica».
Avalan también ese prestigio en la profesión, los galardones que por esta labor recibió en vida: el Premio Varona, el Varela Zequeira, el Bachiller y Morales, y en tres ocasiones el de Reportaje del Ministerio de Educación (1936, 1938 y 1939); la condecoración del Águila Azteca y el hecho de que varias ciudades cubanas lo declararan su hijo adoptivo.
Y mientras más indagamos en su quehacer como periodista, siempre aparece alguna pincelada que termina por impresionarnos, por maravillarnos más. Adelantándose a los tiempos del fotorreportero, acostumbraba a llevar consigo la cámara. Con una Retina primero y una Leica después, tomaba las fotos con las que acompañaría sus trabajos, incluso, alguna que otra aparecería en la portada de Bohemia o en algún folleto a petición del autor. Era tal su afición a la fotografía, que llegó a tener un cuarto oscuro para revelar en su propia casa.
Ojalá que —como se ha hecho costumbre el estudio de figuras de la prensa cubana en la Facultad de Comunicación de La Habana— algún estudiante de quinto año de Periodismo, amante de husmear en papeles polvorientos y amarillos, se decida a investigar en su tesis de grado al Serpa periodista. Parte del camino está adelantado: mucho de cuanto publicó el escritor en periódicos y revistas se localiza en su archivo personal, que celosamente atesora el Instituto de Literatura y Lingüística.
Hasta lo puedo imaginar, y creo estar leyendo en el espíritu de ese futuro trabajo, una idea que desde ahora me atrevo a proclamar: El nombre de Enrique Serpa no puede faltar entre los grandes cronistas que ha dado esta Isla.