¿Puede un festival de cine convertirse en marcador de las principales tendencias estéticas y genéricas? ¿Acaso los premios que otorga cualquier evento cinematográfico —desde el Festival de Cannes hasta el Oscar de la Academia norteamericana, o los Corales de La Habana— pueden contribuir a confirmar prestigios, e influir en la dimensión pública de ciertas obras, particularmente ambiciosas? Estas, y otras muchas interrogantes, pueden venir a la mente ante el ciclo El Festival de Cannes: Sus Palmas de Oro, segunda parte, que abarca los filmes laureados con el preciado galardón entre 1980 —cuando el actor norteamericano Kirk Douglas presidió el jurado de la edición número 33 y fueron premiadas, en igualdad de honores, la norteamericana All That Jazz y la japonesa Kagemusha—, hasta 1990 —cuando le tocó el escaño presidencial al cineasta italiano Bernardo Bertolucci, y se otorgó la Palma a la también norteamericana Salvaje de corazón.
Dicho de otra manera: la Cinemateca propone, en el cine Chaplin, 11 de las películas paradigmáticas de los años 80, aquellas que hicieron trinar de placer a los críticos, y disfrutar hasta el orgasmo no-sexual a ciertos espectadores. Conste que también los hubo que rabiaron de cólera y se adormecieron en el tedio, tanto espectadores como críticos. Este es un ciclo especialmente recomendable para los «tembas» con nostalgia «ochentera», aquellos que recordamos las lavadoras Aurikas, los taxis Chevy, y los tocadiscos Accord; las croquetas «pegacielo» y los 15 sabores en la tablilla de Coppelia, quienes gozamos en el programa de televisión Para Bailar los primeros y mayores triunfos de Michael Jackson y Madonna (cuyas incuestionables dimensiones de iconos culturales ridiculizan toda polémica sobre sus respectivas genialidades artísticas) y los últimos destellos de ABBA y Boney M, al tiempo que nos parecía orgánico adorar, en otros contextos, a Fito Páez, Ana Belén, la pléyade brasileña, Mecano, Amaury, Silvio y Pablo, y al entonces poco conocido Carlos Varela... y corríamos en masa al debut de las bienales de pintura, y a los primeros Festivales del Nuevo Cine Latinoamericano, y el Ballet Nacional de Cuba ofrecía temporadas cuyas estrellas podían envidiar, en serio, los programadores de la Ópera de París o del Covent Garden.
Asegura Umberto Eco que el pasado solo debe ser revisitado desde la ironía. Y por decenas se cuentan los pensadores que acusan a la nostalgia de inservible y decadente. Tal vez la inofensiva nostalgia merezca semejante condena solo cuando apuesta por la descalificación sumaria del presente y del futuro, cuando conduce a la inercia, al fanatismo y a la anulación del progreso o de la dialéctica. Yo me apunto con fruición al repaso de lo que antes fuimos, y por eso me tiene tan embullado volver a ver en el cine Chaplin algunas de las mejores películas de los años 80, por lo menos aquellas que los jurados del festival de Cannes consideraron las mejores de su momento. Antes de entrar a detallar el ciclo, y rememorar algunos de aquellos filmes, valga la aclaración: no están incluidas ninguna de las películas más taquilleras de aquel momento. No es este el espacio para volver a ver las sagas de Alien, Die Hard, Indiana Jones, Rambo o Mad Max, ni mucho menos ET, Flash Dance, o Robocop. Son otras las coordenadas del reto.
El cénit en las carreras de Bob Fosse y Akira Kurosawa fue coronado con sendas Palmas de Oro en 1980, por sus respectivas All That Jazz (insólito ejemplo de la combinación entre el musical y el cine de autor poético, incluso fantástico) y Kagemusha, llamada en español La sombra del guerrero, suntuoso fresco sobre las guerras feudales que desangraron al Japón del siglo XVI. Aunque algunos consideraron salomónica, y otros demasiado complaciente, la decisión del jurado de compartir el máximo reconocimiento entre dos filmes, estalló el escándalo luego de la entrega de los premios, cuando algunos miembros de este acusaron al presidente, Kirk Douglas, de negarle casi toda consideración a Mi tío de América, complicado y sugestivo experimento de Alain Resnais, que fue laureado con el Premio Especial del Jurado. A la parte ofendida del areópago solo le quedó subrayar en declaración oficial que la Palma de Oro y el Premio Especial del Jurado tenían idéntico nivel aunque «vocaciones diferentes».
En 1981 y 1982 los galardones correspondieron a filmes marcados por su vocación política: la polaca El hombre de hierro, de Andrzej Wajda, y otra vez compartieron la Palma dos películas: la turca Yol, de Yilmaz Guney (quien dirigió el hermoso filme desde la prisión donde se encontraba confinado), y la norteamericana Desaparecido, donde el griego Costa Gavras denunciaba la participación del gobierno norteamericano en el derrocamiento de Salvador Allende en Chile. Ni El hombre de hierro ni Yol han sido incluidas en el ciclo, pero sí está Desaparecido, que ganó el mismo año en que fuera seleccionado, por primera y única vez, un filme cubano para competir en Cannes. El escritor colombiano Gabriel García Márquez aseguraba que los méritos de Cecilia, de Humberto Solás, debían ser reconocidos de alguna manera, pero el director del Festival estuvo totalmente en contra porque ya habían ganado premios demasiadas películas de izquierda (semejante consideración constituye un derroche de parcialidad y espíritu tendencioso incluso en los tiempos de la Guerra Fría, pero así fue).
Luego, triunfaron sucesivamente una película japonesa (La balada de Narayama tomó la delantera en una de las decisiones más controvertidas de Cannes, pues estaban en competencia Carmen, de Carlos Saura; El dinero, de Robert Bresson y Nostalgia, de Andrei Tarkovski), la alemana París-Texas, de Wim Wenders, una de las pocas cintas elegidas por unanimidad, y más tarde se consagra sorpresivamente la cinematografía yugoslava con Papá está en viaje de negocios, crónica del cotidiano de los años 50, donde Emir Kusturica le pasaba la cuenta al pasado a través de los ojos de un niño bastante malicioso, con la ironía cáustica típica de un Milos Forman, quien, por cierto, presidía ese año el jurado. Estamos en la edición 38, año 1985, y aparte del triunfo yugoslavo, merece mencionarse el premio de actuación femenina compartido por la argentina Norma Aleandro (por La historia oficial) y la norteamericana Cher (por Máscara), mientras que ningún actor pudo arrebatarle los honores a William Hurt por El beso de la mujer araña.
La religiosidad y los dilemas espirituales marcaron las ediciones de 1986 y 1987, cuando ganaron, respectivamente, La misión, de Roland Joffe (que un jurado dirigido por Sydney Pollack vio muy superior a Sacrificio, de Andrei Tarkovski, y a After Hours, de Martin Scorsese), y Bajo el cielo de Satán, de Maurice Pialat, la cual fue silbada por una parte del público en el momento del supuesto espaldarazo. Francia no ganaba la Palma desde 1966 (Un hombre y una mujer) y después del triunfo en 1987 no volvería al podio hasta 2009, cuando fue coronada La clase, de Laurent Cantet.
El ciclo de Palmas concluye con la danesa Pelle El Conquistador —que sorpresivamente abatió a las favoritas Un mundo aparte, emocionante denuncia británica del apartheid sudafricano, y No matarás, uno de los diez capítulos sobre igual número de mandamientos que realizó el polaco Krzysztof Kieslowski— y dos filmes norteamericanos de primerísimo nivel: Salvaje de corazón y Sexo, mentiras y cintas de video. En la primera, David Lynch sumergía al espectador en una historia de amor dominada por una atmósfera de opresión y aislamiento, colorida y surrealista, mientras que la segunda develó al cine independiente norteamericano contemporáneo, pues fue escrita en ocho días, rodada en cinco semanas, y colocó a Steven Soderbergh, con 26 años solamente, entre las mayores promesas del cine mundial.
Si otras virtudes no tuvo, la Palma de Oro fue, con frecuencia, la marca de la sorpresa y la novedad. Ahora lo recuerda la Cinemateca, y seguramente contará con la complicidad de muchos nostálgicos, e incluso de los jóvenes que no han podido ver, por elementales razones de edad y falta de oportunas repeticiones, muchos de estos títulos, fundamentalmente notorios.