Rebeca Murga (La Habana, 1973). Narradora y crítica literaria. Ha publicado varios libros —algunos de ellos de cuentos—. Ha obtenido el premio Ciudad del Che 2001, el Revista Videncia 2003 y el internacional de relatos Semana Negra de Gijón (España, 2004).
Mi memoria está hecha de cristales rotos y cuellos cortados, de historia aprendida de los libros de texto y olvidada en las calles del centro de la ciudad, de negros y negras, de perros que no muerden y asesinos, de una tercera guerra mundial nacida en nuestras manos. Mi recuerdo es esta gran mentira que me invento cada día para levantarme, caminar y decir que trabajo en serio y me pagan el sudor de mi trabajo. Es el miedo a que un día esta mentira ya no sea más y no haya nada. Es el miedo a fabricar esta caja de Pandora donde todos hallarán más miedo aún.
Son los hospitales, las sábanas amarillas y los muertos que han dormido en ellas, los antibióticos, los sueros y la infección, la muerte de mi Nana con sus últimos olores, las malas palabras, lo trágico de José Ángel Buesa y el romanticismo en Shakespeare.
El desempleado, el músico sin concierto, el amigo de mi esposo que molesta siempre, el amigo al que no se debe nada y piensa en mí para contar las mismas penas que lo irritan hasta llorar.
Mis recuerdos son las viejas tradiciones, el retorno a la iglesia de miles de personas, los tambores y los chivos, el señor (blanco) y el joven (negro) que hablan del fin del mundo, el Papa con sus brazos extendidos y la paz de sus palabras contra el ruido de la droga. Mi memoria es la familia y sus homosexuales, el odio, la soledad de los niños cuando nadie los entiende, el cuchillo que te clavan en la espalda a cambio de un poema necesario. Mi recuerdo es la muchacha de la saya corta que no sabe de católicos y protestantes dividiéndose el mundo.
... es el miedo de mis padres con sus buenas intenciones para quererme hasta el dolor, la idea de convertirme en un regalo de los dioses, el pedacito de carne húmeda a que se reducía mi cuerpo cuando me educaban con sus obsesiones de llegar a ser lo que ellos nunca fueron.
... es el miedo al fuego desde que supe cuánto era capaz de hacer por un hombre una mujer enamorada y pude ver cómo se queman los recuerdos y solo queda un olor agrio en el lugar donde antes me preparaba el chocolate para dormir. Las fotos, los labios pintados, mis primeros collares de perlas, mis dientes arreglados por unas manos cariñosas... Mi tía... y con su fuego la separación de aquel que era su hijo y mi hermano de crianza hasta que descubrió el sabor de una familia importada de la que yo no formo parte. ¿Qué ha hecho Dios con la familia? ¿Qué hemos hecho con Dios? ¿Cómo estar en paz con nuestros muertos?
... es el miedo al rayo, a la velocidad, a los cables eléctricos cuando se pegan..., a la oscuridad, la altura, los gritos, los desiertos..., a la guerra..., las mentiras convertidas en chismes, las decisiones, el tumulto, la mala conciencia, el cáncer...
La crueldad de las niñas cuando juegan a decirme fea y me voltean la palma de la mano para asegurar con miedo que nunca he de casarme y tendré apenas un hijo, acaso un hijo doloroso, triste como yo. Mi recuerdo es esta barriga creciendo maliciosa, las soluciones de mi madre y la amenaza de mi padre de matar a alguien. Es la prudencia de callar y decir que ya no hay tiempo (aunque lo hay) para romper las ataduras. Mi barriga crece y yo tendré ese hijo doloroso para evitarle su dolor, beberé de su tristeza para hacer su nacimiento en las montañas. Solos, felices mientras otras niñas juegan.
Ahora yo también vivo mi juego cruel salpicado de memorias.
Es la locura, la necesidad de una explicación cuando no es necesaria, el vicio del café cuando me falta, un vaso que se rompe, el adiós de mi madre, el seguro de la puerta, el timbre del teléfono cuando estoy escribiendo y la llamada anónima o equivocada, los personajillos grises de la vida cotidiana.
El encuentro con viejas amigas de la escuela lamentando sus inmediateces, estancadas como el más prosaico de los días en que perdíamos el tiempo y cuando las dejé para salir a caminar. Mi memoria es el hambre de todas cuando volvemos a vernos y les cuento sobre un primo que ha curado enfermos en Guatemala.
Mi recuerdo es la tacita de porcelana verde para tomar la leche, la mantequilla, el temblor en las manos de mi Nana haciéndome feliz, la lotería que sin dinero no era lotería, nacer sietemesina.
El último novio que se convirtió en amante, la servidumbre en los labios de Magdalena, la voluntad de obedecer en todo a un hombre libre. El egocéntrico placer de la felicidad.
El deseo de no ser la misma y morir de amor como mi Nana. De seguir creyendo en Dios. De que Dios la tenga en la Gloria y me despoje de esta lágrima.
Los reproches, la soledad de mi madre y las andanzas de mi padre. El hombre que fue a la guerra y le escribían largas cartas de amor que un día regresaron, a Dios gracias con el hombre. La mentira. Ver cómo se enreda la madeja.
La locura del maestro que no pudo más y aprendió a hablar inglés.
Jugar con las palabras amor, guerra y patria en el poema interminable de los 13 años. La desconfianza de mi madre y la próxima hoja en blanco, la mezcla de palabras otra vez cuando ni yo sabía cómo lo había hecho antes. El plagio descarado para acabar con las dudas.
La decisión de los adultos, los jueces y los políticos.
Los tiburones y el windows. El cielo azul, los dientes de leche y los ancianos. La oscuridad del minotauro en su silla de ruedas.
... es el miedo a despertar y que mi hijo no esté entre los límites de su egoísmo, para mortificarme y decir que me quiere del tamaño del sol..., a tener un nuevo hijo aunque lo necesite..., a amar demasiado a un hombre que también me ama.
Es la certeza de que mis miedos, como cualquier otro, tuvieron un origen, y que dependen todos de mi memoria y sus secretos.