La exploración autónoma y la experimentación han sido asiento inmemorial de todos los saberes atesorados por la humanidad, de la misma manera que el maestro ha perdurado como el caudal capacitado para hacerlos fluir.
Sin embargo, no fueron pocos los que, ante la carencia de recursos para costear sus estudios, tuvieron que encauzar su vocación por sus propios medios y otros que, tras la búsqueda de un conocimiento superior o más renovado, prefirieron emprender el camino sin las ataduras de luces pasadas. Hablar entonces de autodidactas deviene, más que en antítesis a la figura académica, imperiosa solución ante su ausencia, fuere esta física o substancial.
Un repaso a la historia de la pintura cubana revela que el genio creativo y la habilidad técnica han crecido muchas veces al margen —por motivos diversos— de las más prestigiosas instituciones de arte.
Ecos desde la coloniaEn el siglo XVIII, en que se perciben los primeros signos vitales de las artes plásticas de la Isla, los artistas criollos tomaban muy en serio su formación, nucleándose en gremios para ser instruidos por maestros de renombre como José Nicolás de la Escalera y Juan del Río; y aquellos que gozaban de una sólida posición económica, pues se embarcaban para realizar estudios en San Fernando de Madrid.
No obstante, en la Colonia encontramos las primeras pinceladas trazadas por cuenta propia, sin el atisbo del celaje de un maestro pintor. Se trata del joven ingeniero, topógrafo y militar Francisco González Cavada. Mientras los aspirantes al título que otorgaba la Academia de San Alejandro tomaban provechosas lecciones de dibujo y color de la virtuosa mano de Armando Menocal, Francisco echaba su suerte junto al ejército de Abraham Lincoln durante la Guerra de Secesión.
Sus obras datan del único período de paz del cual gozó: una vez ganada la contienda norteamericana, y justo antes que estallara la Guerra del 68. En sus paisajes quedaron eternizadas las montañas del Escambray, testigos del alzamiento que él venía gestando y su ulterior desenlace: tras dos años al frente de fuerzas insurrectas en Trinidad y Cienfuegos, es apresado para ser finalmente ejecutado en Puerto Príncipe.
Hasta los albores del siglo XX, el autodidacta ortodoxo va a ser una criatura extraña, de incierta ubicación. Pero con la explosión de las corrientes modernistas europeas aparecerá una nueva generación que, en aras del conocimiento y apropiación de las vanguardias pictóricas —tan alejadas de los cánones enarbolados por el academicismo de la época—, va a esgrimir el autodescubrimiento como una vía plausible para instruir el talento, sin contaminarse con los lastres oficiales.
No todos renegaron de la Academia. Amelia Peláez, Víctor Manuel, Roberto Diago y Julio Girona supieron participar y aprovechar el entrenamiento del oficio ofrecido, aun cuando sus obras eran portadoras, indiscutiblemente, de una sensibilidad renovadora.
Pero, ciertamente, en estos tiempos de vanguardia, la regla fue transgredir. Eduardo Abela, Fidelio Ponce de León, Domingo Ravenet, Carlos Enríquez, Mariano Rodríguez, René Portocarrero, Jorge Arche... conforman una lista que habla por sí sola.
Autodidactas a ultranza todos en el intento fecundo de asimilar las propuestas estéticas del expresionismo, futurismo, constructivismo, cubismo, surrealismo y demás «ismos» que enlazan, allende los estilos, el arte nuevo.
La gloria en lo popularEl modernismo cubano redimió también, en su apego a la indagación de lo genuinamente cubano, la poco valorada pintura popular, y no solo la rescató del olvido provinciano, de las paredes de fondas y posadas, llevándola a las exposiciones del circuito internacional, sino también impulsó su libre desarrollo.
Fue el Estudio Libre de Pintura y Escultura —escuela experimental dirigida por Eduardo Abela en 1937—, el proyecto que defendió la vanguardia pictórica, durante la coyuntura del Gobierno de los Cien Días, para promover de forma gratuita la creación espontánea, libre de convenciones puristas y de limitaciones a un sexo, raza o clase social.
El taller fue el método de estudio que emplearon personalidades como Rita Longa, Mariano Rodríguez, Arche, Portacarrero, Ravenet y Alfredo Lozano, quienes fungieron como «maestros orientadores», capaces de transmitir sus experiencias adquiridas a partir de sus contactos con Europa y México. De esta manera se aplicó por primera vez la técnica de la pintura mural y la talla directa, a cargo de Mariano y de Lozano, respectivamente. Curiosamente se usaron como material de estudio los sobrantes de mármol y piedras del recientemente construido Capitolio de La Habana.
Otro capítulo en el empeño de sacar a la luz la creación popular lo abrió el ya denominado, en 1961, «Movimiento de pintores y dibujantes populares de Las Villas», organizado y promovido por Samuel Feijóo —poeta, acucioso investigador folclorista y también pintor, por demás, autodidacta—, quien los definiera certeramente: «No copiadores de nadie. No imitadores sabichosos. No seguidores de escuelas».
Con el arte popular salieron a la luz las fabulaciones de un agricultor, una oficinista, una costurera o un pintor de brocha gorda. Y nos regaló para siempre el arte genuino de Benjamín Duarte, Uver Solís y Jay Matamoros, quienes darían alto vuelo al estilo naif —o primitivista— bajo el cual engendraran sus creaciones.
De aquí y de alláLa exposición De aquí y de allá, muestra el quehacer de artistas autodidactas, como un digno homenaje a la cultura nacional. El quehacer más inmediato de artistas autodidactas se puede conocer en la exposición De aquí y de allá, ubicada entre las calles Luz y Oficios, donde radica la sede del Consejo Provincial de las Artes Plásticas. Se trata de una muestra plural donde 45 autores exhiben una sola pieza de su colección, como un homenaje por el Día de la Cultura Nacional.
Salta a la vista la inserción de creadores más conocidos por su desempeño en otras manifestaciones del arte. Tal es el caso de los actores Jorge Perugorría y Albertico Pujols, las escritoras Nancy Morejón y Natalia Bolívar, el trovador Ireno García y el jazzista Bobby Carcassés, quienes no pueden prescindir de infundirles a sus pinturas el aliento de su primera pasión.
El todo de la muestra no lo conforman los cuadros, la visualidad es completada por las instantáneas de fotógrafos como Ernesto Estévez, Mario González (Mayito) y Rafael Pérez Alonso; las miniaturas de Manuel Millán, y los trabajos de un buen número de artistas gráficos, hijos, muchos del Taller Experimental de la Gráfica, como Jesús Reyes Romeo (Chucho) y Julio César Peña, este último merecedor del premio Kanagawa en el año 2000 por sus calaveras cubanísimas.
Entre la panorámica gráfica podemos encontrar la obra de Luis Lamothe, quien además estuvo a cargo de la curaduría de la exposición. Su Descarga en el malecón es una parte de la serie El gran sofá, que realizara durante cuatro años en xilografía y linóleo.
No estamos ante la presencia de neófitos encumbrados en la altanería de «hacer arte», sino de autores que ya han recorrido un largo trecho por los senderos del autoconocimiento y la experimentación.
Tal es el caso de Salvador González, el culpable de convertir el callejón de Hamel en el pintoresco mural comunitario que hoy es; de Noel Guzmán Bofill, uno de los últimos talentos naif que descubriera el maestro Feijóo; y de Eduardo Expósito, quien recorriera la Isla con su proyecto Galería rodante (2002), aquella «locura» en cuatro ruedas que utilizara por lienzo las carrocerías de Lada, «almendrones» y Moskvich.
MonedArte, la obra que Expósito escogió para la muestra forma parte de una serie de 25 piezas presentada recientemente en la Universidad de Colima, México.
«El hecho es pensar cómo es posible vivir y que a todo en la vida le pongamos un precio. De momento te encuentras con un tipo vendiendo un bicitaxi en mil pesos. Entonces la historia es esa, reflexionar que cuando se trata de la gente la cosa cambia, pues su valía es tan grande que no se puede poner. Nosotros importamos más que todo, tenemos que cuidarnos», aseguró Expósito.
Amparadas por los salones coloniales, todas las piezas se divierten —junto a sus realizadores— en una ronda donde lo actual va de la mano de lo tradicional, circundada de estilos múltiples, para todos los gustos y para todas las temáticas.
«Tan solo somos artistas —explicó Clemente Segrera, autor de Surrealismo tropical caribeño—, que tratamos de acercarnos a nuestra realidad con una óptica propia, y que queremos que nuestras fabulaciones se consideren como propuestas, porque son genuinas y de una realización decorosa».
No se trata de juzgar una pieza artística según la escuela que formó al autor, como acertadamente concluía Lamothe. La obra, al decir del artista, tiene que hablar por sí sola.
Y es esta una exposición locuaz, hija legítima de aquellos que, a lo largo de la historia de la plástica han hecho acopio desde sí mismos hacia todos los confines. Muy de aquí, tan próxima a los secretos del oficio, y a la vez muy de allá, de los recónditos intersticios de la creación.