Los conciertos ofrecidos recientemente por David Blanco, en el Karl Marx, con la intención de promocionar su nuevo disco La evolución, pero también de encontrarse con su público (joven, numeroso y exigente) pueden valorarse, sin el menor reparo, de excepcionales.
Primero, David se lució como el excelente y dúctil músico que es, no únicamente al desgranar virtuosos solos en el piano y la trompeta, sino al demostrar que puede hacer en música lo que le venga en gana. Se notó un sensible desplazamiento del otrora acento pop hacia armonías mucho más duras, propias del rock; de hecho, David se comportó todo el tiempo como un roquero duro, al que parecieran pesarle ya ciertas baladitas, un poco trasnochadas al lado de la adrenalina que desprende en cada centímetro del escenario.
David Blanco derrochó talento y cubanía en sus presentaciones en el teatro Karl Marx. El músico, que se mantiene cubanísimo, transita de un registro a otro como quien se cambia de camisa. Digamos, comenzaba un tema con el compás de la música tradicional cubana más sabrosa —un son bien cadencioso— y, de pronto, transformaba la armonía en favor del arreglo roquero, sin que se sintiera la menor alteración; por no hablar de la singular reelaboración del cha cha chá en un tema como Bota’o en Madrid. En estos conciertos, francamente, David se cubrió de gloria como músico, e hizo verdaderos ensayos de multiculturalismo por medio de los viajes entre los géneros.
Me recordó, en el sentido de la cultura que rompe fronteras y vuelve armónico lo presuntamente inconexo, a dos antecedentes teóricos, de consideración, en la cultura cubana: las tesis de Alejo Carpentier, camufladas en la ficción de Concierto barroco, o expuestas a plenitud en sus tratados de musicología, y las ideas de Leo Brouwer, expresadas con suma gracia en la película Son o no son, de Julio García Espinosa. Para Brouwer, resultan conciliables, en lo musical, el montuno de Cienfuegos, de Benny Moré, y Pastilla de menta (¡nada menos!), a partir de las afinidades rítmicas y hasta melódicas que enlazan «por debajo» a ambos temas. No bastándole, reemprende la operación con Me voy pa’l pueblo y Black is black; hasta concluir que el carácter agrícola y las sucesivas olas de inmigración africana en varias zonas de América argumentan los sustratos comunes de su música.
Carpentier, por su lado, llegó a decir que la verdadera cultura musical estaba en comprender cuánto tenían de similar, a nivel estructural, una fuga barroca y un toque de tambores batá. Por ese camino iba precisamente el joven músico, cuando evidenció que entre el rock, el son y la conga puede existir solo la distancia que queramos, que imaginemos.
Musicalmente, David pasa de toda privación, y consigue una fusión sumamente orgánica, donde los componentes originales de los géneros no se integran jamás por mera yuxtaposición. En general, aceleró las armonías, porque muchos de sus temas, tan populares, no podían sonar igual ante un público ya acostumbrado a oírlos hasta el cansancio en otro tempo. Eso subió la temperatura del concierto y puso a bailar a todo el mundo.
A propósito, hay quienes opinan que David abusó de títulos demasiado asentados en el gusto popular y que desaprovechó la oportunidad de presentar más temas de los incluidos en La evolución, pero pienso que la dramaturgia de estos primeros conciertos de David en el Karl Marx fue muy inteligente: seducir con lo ya aceptado, echarse a los espectadores en el bolsillo, y de a poco, entonces, introducir las composiciones más recientes, no menos atractivas.
David demostró maestría en la cohesión con que articula los sonidos de la banda, mostró cortesía al favorecer el lucimiento de los demás instrumentistas (la excelente guitarra de su hermano Ernesto, la destreza del baterista, el ritmo contagioso de Yaimy, la hiperquinética percusionista), y se mantuvo bien de voz todo el tiempo, a pesar de que cantó en tonos altos durante casi dos horas. Es llamativo cómo mantiene la afinación cuando varía la intensidad de la música, y el esfuerzo de David por comandarla no le hace caer en trucos o desafinaciones bajo la coartada de la apoteosis. David canta. Eso no quiere decir que renuncie a su peculiar fraseo, en el tono que prefiere el pop-rock internacional, ni a la modernidad gestual que mezcla el galán un poco trash con el cubanito de barrio, ni al desaliño intencional del vestuario. David es como es y no pide permiso.
Hablando de la calidad vocal, un momento exquisito tuvo lugar cuando apareció en escena Haydée Milanés. Pudiera pensarse que se trata de una «pareja dispareja» pero, bien vista, o bien escuchada: empastaron perfectamente las voces, y se sintió una súbita y extraña química: las condiciones vocales de la Milanés pueden representar una ganancia de lujo para el equipo de David —de David y de cualquiera, la verdad— y, al mismo tiempo, la pericia de Blanco en el escenario pudiera ayudar a Haydée en cuanto al perfil de una imagen que acabe de redondear este primer y exitoso aire de su carrera como solista.
Llamaba la atención la comunicabilidad de David Blanco, sin concesiones ni gratuidades. Mantuvo todo el tiempo al Karl Marx en un puño, como si estuviera actuando en un night club de cuatro por cuatro. Increíble. Agradecía con gusto a sus fans, repartía gracia lo mismo que respeto por los asistentes, y demostró que para ser frenéticamente popular no se requiere ser grosero ni procaz. Fueron hermosas las reverencias que en más de una ocasión dirigió David a la mujer cubana.
Como desafortunadamente viene sucediendo, la parte visual no acompaña del mejor modo la calidad musical del divo. Salvo tal vez el collage final, donde un compendio de algunos de los mejores rostros de la música cubana, sin exclusiones, paternalismos ni fanatismos, rendía un cálido homenaje a la gran tradición de nuestra cultura musical. La mayor parte de las imágenes proyectadas en las pantallas tenían un saborcillo a power-point de segunda o a realidad virtual de tercera, que desentonaba. Para próximos empeños, los asesores de David —evidentemente, gente culta, conocedora— debieran contactar con pintores que pudieran ofrecer un marco visual más congruente con los conciertos del músico.
Estoy seguro de que no pocos artistas plásticos cubanos se sentirían honrados de trabajar con Blanco; solo se trata de saber tocar las puertas precisas. Pero hay que mejorar el entorno visual de David, es claro; no solo en los videoclips, también en las actuaciones en vivo. La tecnología que apoyó y grabó el desenvolvimiento del cantante en escena debe y puede tener una equivalencia en un discurso visual menos ramplón, que deje de recurrir a una tecnología no de punta sino de confitería visual, para nada acorde con la seriedad del trabajo cultural de Blanco en todas las lides.
Hablaba ahorita de la cubanía. Eran muy emocionantes la autenticidad y el sentimiento con que el músico refería una y otra vez el cariño que le despierta su Isla, el afecto que lo sigue anudando a sus calles y a su gente. Cuando David revisa su vida en el escenario, con las historias de sus canciones, rinde de hecho un homenaje a La Habana. Pareciera como si el joven hubiera tenido un amor en cada esquina, y no me refiero solo al cortejo erótico. David adora su ciudad, a su país, a su gente. Terminó el concierto con un homenaje a nuestra Celina González y a Reutilio, y su muy personal versión de El punto cubano. Otro divo hubiera cerrado con su último hit y hubiera puesto a gritar a la muchachada, pero este prefirió ratificar, al cabo, el sentimiento de cubanía que perfumó cada instante de los conciertos.
Se despidió de su público envuelto, literalmente, en una bandera cubana. Y quedó en la atmósfera un no menos profundo sentimiento de gratitud y una emoción límpida, que no se borrará fácil.
Anoten este crédito. David Blanco no es un cantante de éxito, al menos no solamente: es un cubano de pura cepa, empecinado, con las ilusiones de sus canciones, en que su gente siga mirando hacia arriba, continúe teniendo fe, y apostando al mejor destino para todos. «La evolución está dentro de ti, depende de ti; esa es la verdadera evolución...», se le oía decir (y cantar) a David.