El estudio, 1990. Óleo sobre lienzo. 257x 160 cm. Expuesto en el Museo Botero, Banco de la República, Bogotá, Colombia. Foto: Maycol Escorcia BOGOTÁ, Colombia.— Fernando Botero me ha regalado un día feliz. En medio de tanta mujer estilizada —bordeando los límites de la anorexia, mujeres imposibles de imitar, que no saben del privilegio de saborear una arepa costeña mojada en chocolate humeante y declaran en cualquier programa de televisión el horror de llegar a los 40 años ante el deterioro del cuerpo, mientras una las ve formidables, con tersuras de dietas y gimnasios—, el pintor colombiano mejor pagado en el mundo me agasaja con su serie de divinas gordas desnudas, despampanantemente sensuales, que desde la quietud de los lienzos del museo del artista parecen decir que la vida es bella y que podemos ser deliciosamente atractivas y apetecibles a cualquier edad.
Están ahí, dejándose ver y viendo con ojos retadores, que eso precisamente son ellas, a pesar de los críticos que las enjuician como especies de zombis, inexpresivas, impasibles, hieráticas, trágicas, tristes y sosas. No, ellas, por el contrario, son transgresoras de una sociedad que se aferra al culto de las revistas rosa, de las mujeres encantadoramente perfectas, irreales casi. Ellas le dicen a la mujer común que la vida rutinaria es gozable desde una robustez que no se oculta, que se asume; desde la reciedumbre de torsos vigorosos, y nalgatorios pródigos.
Siento que Botero defiende su pintura a capa y espada ante la avalancha de los críticos que le endilgan el epíteto de pintor de gordos. Una y otra vez en entrevistas repetidas hasta el cansancio y en las que impúdicamente siempre habrá la misma pregunta acerca de sus gordos y gordas, el artista se conceptúa como pintor de volúmenes, como pintor volumétrico, y rechaza la manida tesis de retratista de gordos o productor de gorduras. A mí, con perdón de Botero, me gustaría decirle que gritara a los cuatro vientos que es un pintor de rollizos, así de firme, porque esos son seres que también viven, sienten, padecen, aman y disfrutan en su plenitud de carnes, a pesar de una sociedad que internacionaliza la anorexia, las caras jovencísimas, la jactancia hollywoodense.
Miren si no a esas gordas desnudas del Museo Botero, ubicado en el Banco de la República, en una casa de 1724, sobria y maciza, que el pintor escogió personalmente para donar la valiosísima colección de 123 obras suyas en soportes de pintura, dibujo y escultura, además de otras 85 entre las que se reconocen nombres como Picasso, Miró, Chagall, Dalí, Lam, en una permanente fiesta de afectos y asombros.
Mujer delante de una ventana es un fabuloso óleo en el que ella tal vez recibe, desarropada y galante, la brisa de la noche para que le aplaque el incendio del cuerpo desnudo. ¿Es una rechoncha pasmada en el lienzo, o es sencillamente una mujer que se complace en su sabrosura seductora y es capaz de fantasear con romanticismos posibles? Indiscutible, el arte admite mil miradas.
En La carta, la madona rolliza parece desconsolada ante una misiva de malditos anuncios y sacia la angustia reposando entre trozos de naranjas esparcidos por la cama y hasta en la minúscula «mesa de noche». Ah, la vida cotidiana, ¿cuántos no aplacan las pesadillas y el abatimiento devorando inconteniblemente?
Y un último cuadro entre tantos de divinas gordas desnudas: El estudio, en el que aparece el propio artista pintando a una obesa monumental, plantada firme, desafiante, en su complacencia de mujer maciza, sana, sonrosada, feliz y voluptuosa. ¿Y cómo la mira Botero representado? Como espectadora vislumbro a un hombre en asombros ante una hembra que sobrepasa cualquier sacramental opulencia.
Ah, gordas redimidas. Coquetas de cabellos rizos, largos y esmeradamente cuidados, uñas rosadas y zapatos de altos tacones verdes. ¿Qué importa que ustedes sean la expresión de una técnica que privilegia el volumen y las considera solo espesores que, a veces incluso, flirtea con lo naif? Miles de sus incondicionales apostamos por esta manera infractora de lo establecido y celebramos el desbordamiento de sus complexiones en sucesos tan costumbristas y locales que alcanzan cimas universales. Aplaudimos, de una vez, el estallido de la vida en sus cuerpos.