El grupo Síntesis centralizó el concierto Idas y Encuentros, que evidenció el proceso de (re)flujo que significan África y su diáspora y su estrecha relación con nuestra cultura
Una de las acertadas ideas del Comité Organizador en la máxima cita de la discografía cubana fue, sin duda, el concierto Idas y Encuentros a cargo de la SGAE (sello Autor), que llevó al escenario del Astral un programa donde el proceso de (re)flujo que significan África y su diáspora —a los que estuvo dedicada esta edición de Cubadisco—, y sus estrechos vasos comunicantes con nosotros, se pusieron de manifiesto en los convocados a una noche donde, desde sus inicios, se percibieron aires de integración y transculturación.
Por tal motivo, fue primordial que el encuentro fuera centralizado por un grupo que ha significado la vanguardia dentro de tal proceso asimilador y fusionador, desde cuyo nombre se anuncia y reafirma: Síntesis. Anfitrión y enlace, los músicos de Carlos Alfonso con más de tres décadas de andanza, de las cuales buena parte de ellas han sido dedicadas a cantos de los panteones yoruba y arará, realizan una verdadera fusión con elementos del rock y otros géneros foráneos que, justamente en tal marea de contrastes y estilizaciones, han dado con una expresión auténticamente nacional.
Hacía tiempo que no me enfrentaba al laborioso grupo, y en este repaso de varios de los más recientes y ya emblemáticos trabajos dentro de lo que pudiéramos llamar la afrocubanía y sus deidades (Oyadde, Orula, Obatalá...) reafirmamos la fuerza y entereza de un timbre que se consolida con los años. Fue grato asistir una vez más, digamos, a la compacta batería de percusión, a la elegancia del bajo y la dinámica que diseñan los teclados, acompañando las voces de Ele y Carlos (lamentablemente M estaba de viaje) cada vez más adentrados en los secretos de la vocalización en este tipo de invocación mítica, que sin desvirtuar la esencia de las raíces se abre a células contemporáneas.
Dentro de esa visión posmoderna que Síntesis realiza con la afrocubanía, solo un leve reproche habría que hacer: no olvidar del todo, como parece ocurre, los primeros pasos en esa meritoria labor, que arrojó en los volúmenes iniciales de la misma verdaderos clásicos como Asoyín u Opatereo; pero si otras veces los Ancestros con que acertadamente titularan esa significativa y definitoria parte de su discografía eran solo referencia, lo extraordinario de esta cita fue apreciar algunos de ellos in situ; digamos, el senegalés Alboury Dabo, el camerunés Justin Tchtchoua o a Simao Félix da Cunha, de Guinea Bissau, aunque residentes en España.
Este último, un guitarrista de ley y un no menos exquisito compositor, es una suerte de Path Metheny africano: sus virtuosas cadenas de intervalos que impiden deslindar el jazz de los ritmos autóctonos, las alturas colorísticas de sus piezas, la limpieza de su ejecución (como demuestra el CD que trajo consigo, Olyly) lo convierten en un puntal de este tipo de sonoridad, que en varios momentos iniciales dejó claro en el escenario del teatro.
Más tradicional, pero no menos creativo, Justin (quien ha logrado penetrar el conflictivo mercado europeo y colocar en sus listas de éxitos algunas de sus piezas) recreó el «babalibaliba» (baile infantil de su tierra) y se refirió desde un discurso musical férreo, de indiscutible magisterio (poli)rítmico, a realidades de su mundo como la poligamia, historias extraídas de la literatura oral y proverbios que se perpetúan generacionalmente, o los tormentos de una colonización que ha saqueado tan rico (en todo sentido) continente, a pesar de todo, hospitalario y lleno de esperanzas... la presencia de instrumentos típicos de una proyección única (como el balafón o las majestuosas congas) confieren a esta música no un simple aderezo, sino verdadera esencia.
La sección danzante corrió a cargo de Albury Dabo, el bailarín senegalés más admirado y connotado de los que viven y trabajan en la península ibérica, quien demostró la clase de un movimiento y una gestualidad al servicio de una tradición nunca extraviada, aun cuando a la misma incorpora desde la acrobacia hasta el breakdance, en una fusión orgánica y original.
No podía faltar en esta mezcla de sonidos correspondientes y literalmente integrados (los músicos siempre interactuaron con sus colegas, amén de sus intervenciones particulares) la presencia de la más ancestral cubanía, la tradición, sin embargo, y como es de suponer, nada ausente de reminiscencias africanas: el son del Septeto Santiaguero no solo sabe a manigua del oriente, sino a toques procedentes del continente oscuro, y es que, con todo y sus guitarras eléctricas, ellos portan un sello de autenticidad indudable que trae a nuestros días la cátedra que significa ese conjunto típico de nuestras agrupaciones con la peculiaridad de esa zona de la Isla; su presencia en esta noche de viajes, de idas (y siempre regresos) así lo atestiguó.
Notable este concierto donde hubo una iluminación adecuada, a tono con los altos voltios de la música, y aunque siempre el audio hace sus trastadas, hay que perdonarlas ante lo soberano de una expresión que puso a bailar a muchos.
Solo una recomendación: que no tengamos que esperar nuevas dedicatorias o eventos análogos para que África, madre indómita y nutricia, se mueva, vibre y nos haga vibrar desde nuestros escenarios.