Como si estuvieran conectadas, la gota caía en el lavamanos con la misma precisión que anunciaba los minutos la emisora Radio Reloj. Mientras, el espejo le devolvía un rostro joven pero poblado de una barba que, aunque incipiente, lucía tan indócil como la cuchilla que tendría que eliminarla, en tanto Salvador Fernández esparcía con calma la espuma sobre su cara, esperando que las noticias lo acabaran de despertar. Y así fue. Tan alarmante resultó la información que el notable diseñador del Ballet Nacional de Cuba (BNC) quedó incrédulo y paralizado.
Un incendio... Teatro Auditórium Amadeo Roldán... desastre incalculable..., fueron las frases que su mente adormilada logró captar aquel fatídico año 1977 cuando parte de la compañía que dirige Alicia Alonso se encontraba en Guantánamo para ofrecer uno de sus aclamados espectáculos. «El Ballet se quemó», solo atinó a decir a sus compañeros que todavía dormían completamente ajenos al siniestro.
Han pasado más de tres décadas de este suceso y el también Jefe Técnico del BNC recuerda con nitidez ese momento tan amargo. «Mira, creí morirme. Pensé que nuestra sede, que está separada por unos escasos centímetros, se había incendiado también. Finalmente hicimos la función, pero el ánimo estaba por el piso, debido a lo que significaba ese teatro no solo para la historia del BNC, sino para la cultura cubana toda».
No obstante, asegura Salvador que son muchos más los momentos de felicidad que le ha tocado vivir en los más de 40 años que lleva en la reconocida agrupación danzaria. «El primero del cual fui testigo tuvo lugar en París, en 1966, cuando el BNC obtuvo el Grand Prix con Giselle, algo en verdad impresionante, pues era la presentación inaugural de la compañía en un país como Francia —donde, además, fue creado este clásico inmortal— después del triunfo de la Revolución».
Igual de apoteósico, según Fernández, fue el estreno de Don Quijote en España. «Se presentó en julio del 88 en Cuba y poco más de un mes después se llevó en un principio a Sevilla, y luego al resto de la Península. Íbamos temblando porque los españoles le tenían fobia a la versión rusa, que era la que conocían, pues la historia escrita por Cervantes, donde El Quijote parece un monigote y lo español da risa, estaba completamente distorsionada. Sin embargo, la nuestra tuvo un éxito rotundo, al situarse en el extremo contrario», rememora orgulloso el autor del libreto.
«Algo similar ocurrió este enero con Don Quijote, cuando las maîtres María Elena Llorente y María del Carmen Echavarría montaron para el Real Ballet de Dinamarca la versión cubana. Por cierto, los primeros bailarines Anette Delgado y Joel Carreño acaban de cerrar por lo alto una temporada de 16 representaciones. Quiero decirte que tanto entonces como ahora el público que abarrotó el Teatro Gamle Scene de Copenhagen ovacionó las presentaciones y se puso de pie, algo que es ciertamente inusual».
—¿Cómo se conecta Salvador con el BNC?
—Me incorporé en 1966, aunque con anterioridad había realizado algunos diseños para dos o tres obras de la compañía, entre ellas un ballet creado dos años antes por Ana Leontieva. Recuerdo que presencié el estreno y al día siguiente partí para Checoslovaquia, donde estudiaría por un año. A mi regreso me llamó Iván Monreal para que colaborara con él en Mestizaje, al igual que Alberto Alonso, quien me comunicó que deseaba que participara con él en una coreografía que tenía en mente, que resultó ser Espacio y movimiento. Es Alberto quien me convida a unirme al BNC. Después me entrevisté con Fernando Alonso, el cual me dijo que necesitaba una persona que se hiciera cargo de más o menos todo, y fuera el diseñador fijo de la compañía, algo que me pareció magnífico de modo que en septiembre de 1966 fui contratado.
«Es decir, que fue Espacio y movimiento mi debut en el diseño como miembro del BNC. Poco después salimos para París a la gira donde se obtiene el Grand Prix. Al año siguiente, a pesar de que no recuerdo el orden, me involucré en el diseño de Las Sílfides, La fille mal gardée, El Güije y Carmen. A partir de ese momento me convertí en el Jefe Técnico de la compañía».
—¿De dónde salió el diseñador Salvador Fernández?
—Empecé en este mundo sin pensarlo. En el año 1959, en que era bastante joven, realicé el diseño de El alma buena de Se-Chuan, de Bertolt Brecht, dirigida por Vicente Revuelta, primera obra que montó Teatro Estudio después del triunfo de la Revolución. Antes solo había diseñado El largo viaje hacia la noche, en 1958, que lo iba a hacer Servando Cabrera Moreno, el pintor, a quien conocí en los tiempos en que yo montaba exposiciones de pintura mientras estudiaba Arquitectura. Cabrera, mi mentor y creador del logotipo de Teatro Estudio, me propuso este trabajo que en un principio rechacé porque no tenía experiencia alguna, pero él insistió asegurándome que me orientaría y me ayudaría. La actriz Gilda Hernández, que era modista y después se convertiría en directora de teatro, fue la encargada de confeccionar el vestuario en su casa de G y 25. Juntos compramos las telas en la calle Muralla.
«Después me contrataron en el Teatro Nacional para que hiciera la escenografía y el vestuario de Santa Juana de América, obra ganadora del primer premio de teatro de Casa de las Américas. En lo adelante seguiría trabajando consecutivamente con Teatro Estudio, lo mismo en la sala Ñico López que en la Hubert de Blanck. Allí tuve la suerte de diseñar lo primero que dirigieron Roberto Blanco, Sergio Corrieri... Luego en el 63 me uní al Conjunto Folclórico Nacional de Cuba (CFN) —soy fundador de esa compañía— y participé en su espectáculo de debut encargado de la escenografía, mientras que María Elena Molinet era la responsable del vestuario. Asimismo, colaboraba con el Conjunto Dramático Nacional. Entre tantos proyectos me enteré de un curso sobre escenografía y vestuario que impartirían dos profesores checoslovacos, donde se otorgarían dos becas: una de ellas la gané yo. A mi regreso es que comienzo en el Ballet».
En el vestuario estaba apresado el espíritu de la Carmen interpretada magistralmente por Alicia, asegura Fernández —¿Qué sucedió con la carrera de Arquitectura?
—No la terminé, porque cuando empecé a trabajar en el teatro, dejó de interesarme. No obstante, me dio los conocimientos de dibujo lineal, de plano, de perspectiva..., y sin esa base nunca hubiera podido diseñar. Claro, también tuve la suerte de que mis padres me llevaron mucho al teatro desde pequeño, una manifestación que entonces me era tan cercana como lo era el cine para los niños de mi edad. Venía Lola Flores y me llevaban, venía Concha Piquet y me llevaban, al igual que a ver la zarzuela y la ópera; iba al Martí, al Payret... Es decir, que el teatro era parte de mi vida. Vi bailar a Alicia Alonso, por ejemplo, en 1954, porque era muy asiduo al Amadeo Roldán. Sentía una gran atracción por el ballet, el teatro, la ópera, pero no quería bailar, ni cantar, ni actuar, sino hacer los decorados, el vestuario, me atraían las artes plásticas. O sea: me inicié en Arquitectura porque me gustaba, pero mediante el diseño pude unir mis dos amores.
«Cuanto empecé a diseñar, aquello me apasionó, y después que en 1962 me otorgaran el premio del periódico Revolución a la mejor escenografía del año por la primera obra que dirigió Gilda Hernández, Corazón ardiente, comprendí que había encontrado mi camino, de modo que la Arquitectura se fue desdibujando y la abandoné en tercer año».
—Un año después de ingresar en el BNC crea, entre otras tantas cosas, el emblemático vestido de Carmen...
—Bueno, María Elena Molinet, Premio Nacional de Teatro —y al igual que Servando Cabrera—, mi mentora, una artista impresionante con quien trabajé en Las vacas gordas, de Abelardo Estorino, y en Las impuras, de Miguel de Carrión (dirigida también por Estorino) asegura que es mi mejor diseño, y yo estoy de acuerdo con ella.
—Uno puede hasta «desencantarse» cuando lo aprecia en una de las vitrinas del Museo Nacional de la Danza, sin embargo, en el escenario hipnotiza...
—Alberto Alonso empezó a trabajar en Carmen aquí en La Habana, aunque luego se estrenara en el Bolshoi, donde se presenta con los diseños de Boris Messerer, quien siguió las ideas que habíamos discutido aquí: el ruedo, los asientos para el cuerpo de baile, en redondo atrás; una tela arriba —como las que se colocaban en las antiguas plazas de toros para proteger del sol—... Luego, cuando se estrenó en La Habana la escenografía se realizó muy parecida, pero el vestuario fue completamente diferente, porque el del Bolshoi era, en verdad, poco acertado: mantenía todo el tópico de los lunares, los vuelitos, las mangas de rumberos para representar a la gente del pueblo, el sombrerito redondo... Todo parecía sacado de los muñequitos de Walt Disney.
«Yo, por mi parte, traté de ir a la esencia española sin obviar que Carmen era un ballet simbólico, no realista. Así que ideé un vestuario muy sencillo, casi minimalista. En el color no tenía duda: sería rojo. Me puse a pensar qué elemento podía utilizar que reflejara lo que Carmen encarnaba y decidí que los flecos serían ideales, al tomar la forma de su cuerpo mientras la bailarina estuviera estática, pero adoptar cualquier otra en cuanto se moviera. Era la libertad total, como Carmen, que no se podía apresar.
«Cogí un viejo mantón de Manila y teñí los flecos de rojo, le puse una malla color carne a Alicia (la primera que usaba de ese modo en su carrera) y empecé a jugar con ellos frente a un espejo: por aquí, por allá, en las caderas... Recorté unas flores de una pieza de encaje también rojo y las cosimos en el cuerpo del leotard... y nada más. En el tobillo de Alicia le coloqué una esclava dorada, en la cabeza una trenza arriba con una cola de caballo... y salió el traje que, aunque muy sencillo, era de una belleza plástica increíble. En él estaba apresado el espíritu de Carmen».
—En casi 42 años ha diseñado muchas obras (más de 300). ¿Cuáles considera que han marcado un hito en su carrera?
—Bueno, los diseños de los ballets clásicos. He diseñado Coppelia, La bella durmiente del bosque, Don Quijote... —nunca he hecho El lago de los cisnes. Lo que logré con Giselle, por ejemplo, me gustó mucho. Las críticas que recibió cuando se bailó en el Metropolitan House también corroboraron que el diseño no había sido desacertado, a pesar de ser un ballet tradicional, romántico, de telones pintados. Había logrado una atmósfera que resultaba muy interesante.
«Con La fille mal gardée también quedé muy satisfecho al lograr que, sin que se transformara la coreografía, los bailarines pudieran hacer los cambios en escena, sin necesidad de acudir a los telones tradicionales. La escenografía es muy funcional y facilita la continuidad de la historia.
«De los ballets modernos tengo en un lugar muy especial a Tarde en la siesta, de Alberto Méndez. Ese vestuario lo pensamos mucho entre los dos; entre los dos concebimos la idea, los nombres de los personajes. Yo guardaba una investigación que habíamos realizado en Holguín, de cuando trabajaba en el CFN para una obra que nunca se llevó a escena. Entonces me encontré con unos álbumes de fotos que conservaban fotos de principios de siglo XX y también había tomado algunas notas, lo que me permitió conocer cómo se vestía en aquella época y me evitaba el error de acudir a ciegas a la moda francesa con lo cual cabía la posibilidad de vestir a la gente con una ropa que nunca se usara acá.
«Con Tarde en la siesta fuimos tan cuidadosos que el encaje se hizo a máquina, para agrandar el dibujo y que fuera más teatral. Finalmente pude darle carácter de personaje a cada traje. Este es de esos casos en el que el vestuario es parte inamovible de la coreografía, incluso se ha mantenido idéntico cuando se ha montado en Polonia, Hungría, Puerto Rico, Venezuela, España, Argentina... Es parte invariable del ballet y eso le da un valor muy grande al diseño».
—¿Algo creado por usted que no quisiera ver jamás?
—Bueno, existen ballets que la historia le pasa por encima y nunca más los ves, se pierden, cosas que uno hace a veces por oficio, sobre todo cuando estás de diseñador oficial de una compañía con un repertorio tan amplio como el nuestro —en estos momentos comparte esa responsabilidad también Ricardo Reymena—. Yo trato de que nada me quede mal y que, al menos, el buen gusto acompañe todo lo que hago.