Gina Picart Baluja Gina Picart Baluja (Ciudad de La Habana, 1956). Licenciada en Periodismo, estudió pintura y escultura en la Academia San Alejandro. Es guionista de cine, radio y televisión. Obtuvo el premio David de ciencia ficción por La poza del ángel, que también mereció el Pinos Nuevos de narrativa. El premio Luis Rogelio Nogueras de ensayo le fue adjudicado por La poética del signo como voluntad y representación. Ha publicado los libros de cuento El druida, La ciudad de los muertos e Historias celtas, y la novela Malevolgia.
Mi estudio es gris. Estoy pintando sobre un lienzo gris un cuadro gris que nadie comprará. Más allá del cristal un océano gris, bajo un cielo plomizo y vacío, parece amenazar esta península donde la lluvia no cesa de caer. Suelo de arena y algas podridas, raras y momentáneas construcciones hechas de piedras arrojadas por el mar y de crustáceos muertos. Las crea una ola y otra las arrastra de nuevo a la profundidad. Son como vidas que apenas duran lo que un temblor de párpados. El tiempo tiene aquí su morada silente. A veces pasan aves batiendo alas como con prisa por alejarse de este lugar, y sus gritos de alarma me llegan cortando el aire como un pequeñísimo cuchillo de plata. Las observo. Ciertos días, cuando cruzan sobre el agua, dejan su sombra un instante sobre la superficie ondulada, de un verde sucio que de lejos parece un morado sombrío. Durante mis paseos he creído descubrir una gaviota muerta sobre la arena, pero cuando me acerco resulta solo una mancha, una piedra, un poco de líquido empozado en una oquedad labrada por el vaivén de las mareas. No hay muchos colores en este paisaje inmutable. Es como el principio o el final de la disolución.
Aquí paso mis días y mis noches. No espero nada, no espero a nadie. Habito esta casa sin saber hasta cuándo; ya no me lo pregunto, me limito a permanecer. Pinto el cielo, las rocas, el mar y las vastas extensiones de arena hasta donde alcanza mi vista. Pinto para mí. A veces me permito introducir alguna pequeña trasgresión de lo real, como el día que pinté miles de girasoles cayendo entre la lluvia, pero pronto desaparecieron y el cuadro no fue más que otro retrato fiel de una tormenta sobre la península. Una tarde en que me pesaba especialmente la soledad pinté un payaso tierno sentado sobre una roca; con su diestra hacía una señal de saludo hacia la ventana desde donde yo lo iba creando con mi pincel. Lo sentí tan real que llegué a creer en su presencia, con su vestidito de polichinela, su gorro de cascabeles y su nariz de poma coronando una inmensa sonrisa. En una hoja de papel pinté con rápidos trazos una bandera de amor y se la mostré sosteniéndola ante la ventana. La bandera me hizo perderlo de vista por un instante, y cuando la retiré él ya no estaba. Salí a buscarlo. Debo haber caminado kilómetros. Pero no apareció. No encontré ni una huella. A veces tengo fantasmagorías.
Sobre la mesa, en algún lugar entre los botes de pintura, hay una carta. Lleva tanto tiempo ahí que no puedo recordar cuándo la recibí. O tal vez ya estaba cuando llegué a esta casa. Quizás no sea mía y quizás sí. No estoy segura. Por eso no la he abierto. A veces la miro y me pregunto qué dirá. Pero la dirección del sobre se ha vuelto borrosa de tanta pintura que le ha caído, la aguarracina ha deslavado los caracteres y ya no son legibles. Adentro los renglones deben haber sufrido el mismo deterioro y ya no podrá entenderse el mensaje. El sobre es muy delgado, casi trasparente. No debe ser una misiva larga, ni siquiera dos pliegos. Tal vez solo una hojita pequeña con una única palabra: «Ven», o «Adiós». O a lo mejor solo tiene pintada una flor...
No necesito comer ni beber. Es una suerte, porque no dependo de nadie para conseguir alimentos. Si quisiera podría pescar. He visto las sombras de los peces deslizarse veloces bajo el velo del agua, muchas sombras juntas, bancos enteros, pero no es necesario. Pintar me alimenta y me quita la sed. Tampoco duermo. Desde que me instalé en esta casa el sueño no volvió, se retiró como un visitante que no encuentra a quien ha venido a solicitar. Al principio creí que moriría, pero no ocurrió nada de eso, sino todo lo contrario: sin sueño mi fuerza aumenta y mis miembros se llenan de un inusitado vigor. Antes de venir a esta casa padecí de mucha enfermedad, pero es memoria que ya se ha ido borrando, ya no consigo recordar y las imágenes se resisten a ser evocadas. No me cansa pintar, no me cansa pasar horas interminables frente al caballete; mi cuerpo es tan leve ahora que no conoce la fatiga. A veces doy un paseo por los alrededores para ver si ha aparecido algún nuevo color; o por la casa, me gusta recorrer sus amplias estancias desprovistas de muebles. Ahora están vacías, pero se ve que antes los hubo, porque puedo percibir las marcas de sus contornos contra las paredes, y las huellas de sus patas sobre los mosaicos del piso. Había un espejo, grande, con marco antiguo. Su silueta quedó impresa sobre el estuco. Resulta extraño un espejo así en una casa de playa, una casa moderna. Los mosaicos son de un rojo ladrillo erosionado por el salitre. Las huellas dicen que también hubo aquí una mesita pequeña y un sofá, y en la pared un librero empotrado. La marca de los libros puede verse aún: colocados a capricho, unos libros altos junto a otros más bajos. Tengo la impresión de que si me esforzara podría imaginar exactamente a la persona que vivió en esta habitación, pero sería como quebrar el silencio introduciendo en su seno otra presencia además de la mía. Alguna vez he tenido la intención de poner cortinados, pesados, densos, para aplacar un poco esa luz lívida que penetra a toda hora inundando la casa con efímeras formas. Esa luz es corpórea, y ondula como serpientes de niebla que van de un cuarto a otro, flotando, tan pronto concentrándose en los rincones como derramándose en dulces delicuescencias por el espacio inhabitado; pero al final desisto, siempre desisto en mi batalla contra la luz, mi batalla jamás comenzada. Si impidiera su paso, sería como ir mutilando la casa poco a poco; cada estancia entregada a la penumbra sería como si dejara de existir, como si fuera amputada de la estructura del edificio por un bisturí invisible. Desisto, porque en verdad necesito esa luz para poder pintar. Y tampoco debo defenderme de ser observada desde el exterior, porque no hay nadie en esta península. En ciertos momentos pienso que tal vez el payaso esté escondido en algún sitio, pero no hay nada que apoye esta suposición. Jamás he vuelto a verlo.
Es verdad que a ciertas horas de la tarde me parece divisar un barco en el horizonte, pero eso ocurre muy de vez en vez. Quién sabe, este lugar puede estar situado en medio de alguna ruta comercial; quizás se trate de un barco de correo, o de un crucero; nunca puedo distinguirlo con precisión, porque la luz se va haciendo más débil a medida que se aleja de la orilla, como si se debilitara en la distancia. He pintado ese barco, sin contornos, como un volumen más oscuro que el agua, con manchas de luz naciendo de sus ojos de buey, una luz amarilla como la que siempre anda vagando por la casa. Claro que solo se trata de mi fantasía. Ni en los días más despejados he logrado ver del barco más que su masa negra. Pero pongo esas manchas de luz porque sería una manera de establecer contacto con quienes viajan en él, como si les enviara señales de que yo estoy aquí, pensando en ellos, imaginando sus rostros sonrientes y sus cuerpos danzando en la música de un vals. Sería como establecer un puente, una vía de acceso. Cuando el barco viene, subo el lienzo al caballete y le añado una nueva manchita luminosa; cuando dejo de verlo guardo el lienzo hasta la próxima ocasión. Nunca cuento los días. No, contar los días, contar las horas me convertiría en una esclava de la espera, y no quiero perder el placer de este estado en que el tiempo no transcurre, vivir sin prisas, sin angustias; dilatar el placer de mi cuerpo y mi alma suspendidos en esta lividez opalescente, en el rumor de este vacío, en el silencio de este mar. La sensación de ser la luz, de ser el vacío, de ser el mar. Que no acabe...
Pero acaba, y el comienzo del fin es el payaso. Ha vuelto. He visto sus huellas sobre la arena apelmazada, pequeñísimas, leves, como de colibrí... Y de repente aparece a través de la ventana, sentado en su roca, con su cráneo pelado y el brillo glacial de sus ojos escoltando la falsa sonrisa de la boca. Ya no parece un payaso bueno, bondadoso ni tierno. Tiene desgarrado el vestidito de polichinela, como si hubiera intentado devorarse a sí mismo a dentelladas. Su diestra se va alzando despacio y poco a poco se agita en su gesto habitual de saludo, ¡pero ahora es tan lento el movimiento, tan desvitalizado...! Allá en el horizonte irrumpe el barco. Jamás habían coincidido en una misma tarde el barco y el payaso. Me abruma que confluyan en mi espacio, me perturban. De una manera mecánica revuelvo los lienzos apilados contra la pared, encuentro el que busco y lo coloco sobre el caballete. Y entonces retrocedo: sobre la masa negra de la nave se están multiplicando prodigiosamente los ojos de buey, y por ellos brotan mil raudales de luz. Pronto superan a las estrellas, inundan todo el lienzo como una noche preñada de faros, borran el cielo, el barco y el mar; el lienzo se convierte en esa luz de un amarillo opaco que sigue brotando desde la nada y empieza a derramarse fuera del cuadro en un oleaje indetenible, filtrándose por debajo de las puertas y corriendo por los suelos. Huyo de la habitación, pero sé que el torrente avanza majestuoso tras de mí. Yo sé que irá ocupando las estancias vacías. Me obligará a salir, me empujará a un encuentro que no podré evitar con el payaso. Pero no, la marea de luz se va tornando más y más resplandeciente y va licuando el paisaje, como si fuera un cuadro sobre el que una mano torpe derramara un bote de color.
Afuera no encuentro payaso, ni roca ni playa, todo ha desaparecido en el turbión, y esta inmensa mancha lívida, la sucia luz, ahora lo invade todo. También moja mi cuerpo, que poco a poco se va desvaneciendo.