Se reconoce la fibra del poeta en la capacidad de expresar con lucidez lo que el lector querría haber dicho sin encontrar la brújula de las palabras, o lo que alguna vez sintió y no pudo sacar del pecho. Así me sucede con estos versos de Sigfredo Ariel (Santa Clara, 1962), que dan testimonio de su generación con envidiable sentido de futuro: Estos días van a ser imaginados / por los dioses y los adolescentes que pedirán estos días / para ellos. / Y se borrarán los nombres y las fechas / y nuestros desatinos / y quedará la luz, bróder, la luz / y no otra cosa.
Estamos ante una de las voces más auténticas y deslumbrantes de la lírica cubana de las últimas dos décadas, promesa en los días de iniciación literaria en su ciudad natal y convincente ya desde que en 1986 ganó el Premio David con Algunos pocos conocidos.
Su crecimiento se hizo ostensible en volúmenes sucesivos: El enorme verano (1995), El cielo imaginario (1996), Las primeras itálicas (1997), Hotel Central (1998, Premio Julián del Casal de la UNEAC), Los peces y la vida tropical (2000), Manos de obra (2002, Premio Nicolás Guillén) y Born in Santa Clara (2006, Premio Julián del Casal).
Esta entrevista se la debíamos a Sigfredo, un ser comunicativo y espléndido.
—¿Cómo definirías el proceso de creación poética? ¿Por vocación, por inspiración, por intuición o por oficio?
—Como misterio. Creo que, en mi caso, fue providencial encontrarme en la biblioteca de mi padre Cincuenta años de poesía cubana, de Cintio Vitier, en medio de la soledad de la adolescencia. Eso me abrió una enorme puerta, no solo a la poesía, sino a este país. La poesía es para mí un misterio gozoso, leerla y albergar la esperanza de que he escrito alguna. No hay que buscarla, ella te encuentra y te pone de cabeza cuando quiere.
—A lo largo de tu intensa trayectoria poética, ¿qué has ido dejando atrás?, ¿qué piensas haber ganado?
—Creo haber dejado atrás cierto afán por mostrar y demostrar lecturas, por ejemplo. Aclarar lo que intuyo o lo que me ha sido dado vivir es todo cuanto le pido ahora a la página. Afortunadamente, he dejado atrás el dolor de no ser un poeta «de vanguardia», capaz de experimentar o de deslumbrar a la crítica académica. Tal vez en el camino he ganado alguna soltura en el idioma escrito, que es mi único enemigo jurado.
—Te sabemos un apasionado estudioso y seguidor de la música popular cubana. ¿Cómo crees que esto ha influido en tu obra?
—La música popular está metida en todas mis cosas. Vengo de una casa donde Tommy Dorsey y el disco recién comprado tenían un mismo sitio. Mi educación sentimental pasa por la canción cubana y por el jazz, por el son y la rumba, igual que el gusto por el espectáculo y el cine. La música popular me ha servido para reconocerme en medio de muchas confusiones y dudas, para no ser uno más que anda por ahí. Fui de Genesis y Pink Floyd como de los trovadores que asomaron en los 80. Estoy al tanto de lo que hacen los más jóvenes, con sus discos quemados y su confianza en decir lo suyo lejos de la basura mercantil. Ahora bien: quisiera algún día expresar con elocuencia cuánto bien al espíritu es capaz de hacerle el conjunto Chapottín. Hace muchos años escribí: «Música que amo, no me dejes caer en tentación / y líbrame».
—¿Qué virtud te gustaría señalar del estado actual de la poesía cubana? ¿Qué echas de menos?
—Comprometerse con los días que vive nuestra gente, sus contradicciones, sus horizontes, sus dolores, su historia. Por eso me enorgullece pertenecer a una promoción de artistas que tiene a la Isla como centro de su escritura. Hay mucha gente nueva que va por ese camino, también creo que es una tradición de las letras cubanas que se fortalece. Sin embargo, en algunos textos que leo echo de menos la emoción, que para mí sigue siendo lo primordial, lo más importante de todo.