Un día fue sitio de referencia nacional en cuanto a recreación sana, y muy bien podría volver a serlo, pero hoy se hunde en el olvido
Miguel, médico de profesión y aficionado a la geografía, sabía que la Laguna de la Leche ya no era blanca. También conocía, aunque vagamente, del fenómeno que ennegreció las piedras del fondo y borró aquel color que un día motivó su nombre. Sin embargo, su viaje relámpago al norte de Ciego de Ávila obedecía a otro motivo. Albergaba una vieja y secreta deuda. Por años un gran amigo suyo le habló maravillas de aquel sitio y Miguel siempre lo mortificaba minimizando las bondades del embalse natural más grande de la Isla. Es una presa más, le decía.
Partió de Ciego esa mañana con abundante sol. No esperaba, por tanto, que Morón lo recibiera cerca del mediodía con una descarga de aguaceros intermitentes y calurosos. Allí tomó milagrosamente una guagua con destino a la laguna, cuyo chofer le aseguró que en una hora, más o menos, pasaría a recogerlo.
Durante el trayecto siguió lloviendo, amainando y lloviendo, invariablemente. Agua sobre agua, recordó Miguel. Así describía su amigo el espectáculo que brindaba las tardes de verano a los cientos de visitantes que a principios de los años 80, cuando él era apenas un niño, inundaban el borde sur de la laguna. Por entonces arribaban a media mañana, y entre tragos, comidas y baños prolongados los cogía el atardecer. Eran otros tiempos, le advertía; tiempos en que todos bailaban mucho, soñaban en exceso y pagaban poco en La Atarraya, ese restaurante alzado sobre pilones a unos 20 metros de la orilla.
No bien la guagua tomó la carretera del canal, Miguel sintió la proximidad de la laguna. Un sentimiento extraño lo arrinconó al fondo del vehículo prácticamente vacío. Siempre quiso hacer ese viaje con su compañero de tantas aventuras urbanas. El entusiasmo fraguado en noches habaneras de fiesta, que a la larga no le sentaron bien a aquel, ahora no lo escoltaba. Tanta humedad le provocaba morriña.
El ómnibus lo dejó a la puerta de un modesto ranchón. A la derecha le quedaba La Atarraya y al frente, a unos 300 metros, la nebulosa verde de un bosquecillo crecido en el pantano. Sobre las aguas de la laguna no caía aguacero alguno. Las nubes más oscuras se habían quedado sobre Morón y un buen pedazo de cielo dejaba que un sol despiadado martirizara la gravilla y evaporara el paisaje con un brillo escandaloso. Hoy se casa la hija del Diablo, le gritó el chofer al marcharse.
No quiso perder un minuto. Sus ojos devoraban todo. Pero fue atravesando el puentecillo que llega hasta el mesón, cuando percibió lo evidente: aquello era un desierto. Apenas ocho personas desperdigadas por ahí. Era increíble que un lugar como aquel, un sábado, a esa hora, tuviera que contentarse con el rumor de unas palmeras sembradas donde antes, según le contaba su amigo, ejércitos de familias enteras batallaban por ganar las mejores zonas para reposar. Un desierto con oasis y todo, bromeó.
Luego de informarse de que el almuerzo demoraba, decidió recorrer las galerías que bordean La Atarraya. Todo le pareció asombroso. A lo lejos, un manto de tierra azul abrazaba la laguna. Sin embargo, el fondo lo juzgó demasiado oscuro. Sus aguas ambarinas tejían hipnóticos fulgores por entre los cuales se deslizaban montones de peces larguiruchos. A su encuentro navegaban incontables trozos de malangueta, cuyos penachos semejaban botecillos en un muelle abandonado. ¡Aquel pequeño mar dulce, que todavía guardaba con recelo parte de la sal que un día invadió sus dominios debido a la comodidad humana, no merecía tal desolación!
Cuando las autoridades competentes resolvieron cerrarle el paso a la Bahía de Perros, para recuperar así las especies autóctonas y, quizá, algún día, el original blanco de su lecho, los lugareños creyeron ver el inicio de otra época, probablemente más dichosa, para la laguna. Miguel había escuchado por boca de su amigo que el turismo en los cayos del Norte llegaría hasta ella y la convertiría en un auténtico paraíso. Pero nada. No lejos de allí, otro embalse, mucho más pequeño, se había robado el show.
Agotado por el calor, Miguel llegó hasta el ranchón que lo recibiera y pidió allí una cerveza. Sentado en espera de la guagua, sintió de nuevo la sensación de estar solo en el mundo. Solo el viejo cantinero y un señor de mediana edad, con pulóver y gorra, le hacían compañía. A ellos se unieron dos muchachos vestidos de camareros a quienes el aburrimiento se tragaba.
El claxon de la guagua desprendió a Miguel de sus pensamientos. Cuando se iba, uno de los jóvenes afirmaba que con diez o 15 bicicletas acuáticas, tres termos de cerveza y unos cuantos ranchones con música, bastaba para revivir aquello. Miguel sonrió. Sería bueno poder comentarle la sencilla iniciativa a su amigo, a expensas de que lo tomara por cínico.
Miguel volvió a Ciego de Ávila a media tarde. El furioso aguacero que lo expulsara de Morón, le hizo meditar. Aquella ciudad no parecía quererlo, pero la laguna sí. Durante la breve hora que compartió con ella creyó haber descifrado un mensaje. Lástima que no le alcanzara el tiempo para comunicárselo a su destinatario. El hospital que lo guardaba quedaba demasiado lejos. Tanto o más que sus recuerdos.