Marion Cotillard deslumbra con su interpretación de Edith Piaf en La vida en rosa. La vida de Edith Piaf fue una película. Su breve paso por la cultura del siglo XX dejó innumerables anécdotas que la refieren como una extraña mezcla de mujer ingenua y fatal, lo que la ubica de lleno en las fronteras del melodrama más legítimo. Su imperturbable sentido del arte, capaz de motivarla a cantar prácticamente al pie de la tumba, convirtió al Gorrión de París en un símbolo de la voluntad, del amor incondicional. Nunca pidió que la quisieran. Al creerse demasiado fea para este mundo, sintió que ella sola podía con todo el peso del amor. Su don más indiscutible, el canto, le sirvió para confesar que había nacido, por sobre todas las cosas, para amar. Y lo logró.
Ahora mismo las pantallas habaneras y de otras provincias dejan ver una cinta que retrata con bastante acierto su desenfrenada carrera. Dirigida por el joven y no muy elogiado Olivier Dahan, La vida en rosa —tal es su título comercial; el verdadero es La Môme (algo así como «La pequeña»)— propone un acercamiento a la Edith íntima, a la de niñez mendiga que conoció por azar las bondades de la fama, mas no las del amor recíproco.
Notables son, sin lugar a dudas, su elocuente fotografía, pautada por una convincente puesta en escena que, sin conseguir notas personales, salta con elegancia los principales nudos de la trama, y sale airosa en el terreno de los cambios temporales. Fascina también el trabajo de maquillaje, sencillamente espectacular en los primeros planos. La banda sonora no se queda atrás. Los exquisitos temas incidentales arreglados para la ocasión, cuyos motivos descansan en las célebres canciones de Edith, elevan la película al Parnaso.
Pero nada se compara con la labor de Marion Cotillard encarnando a la intérprete. Su reto era para espantar a la más soberbia de las veteranas. Partiendo de una estrategia que funde mímica con introspección, su técnica luce infalible. Lo suyo no fue imitar a Edith. Lo suyo fue recreación auténtica de un icono sumergido en el imaginario de varias generaciones. La organicidad fluye de ella luego de moldear su cuerpo, ajustar sus gestos, preparar decenas de miradas nerviosas. A la Cotillard le deben llover premios este año. Su desempeño es de esos que obligan a premiarla sin necesidad de evaluar a posibles contrincantes. Es una de las mejores actuaciones que ha regalado el cine francés contemporáneo.
Por otro lado, no entiendo justo cuestionar el problema de la verosimilitud, que como valor trasnochado le han impuesto algunos al género biográfico. Estoy convencido de que no son pocos los fanáticos del legado de Edith que deben andar de pataletas. Pero tales personajes siempre quedan insatisfechos. Me parece mejor señalar cierta inconsistencia narrativa, una especie de incongruencia entre las maneras dulces con que pormenoriza esa infancia traumática y el arrojo de las elipsis a la hora de asumir otros momentos. El velo místico y sobrio que cubre la secuencia donde Edith, luego de conocer la pérdida violenta de su amante, entra en crisis, no es el mismo de esa otra donde la muchacha ve la imagen de la virgen en su cuarto. Esta última baja ostensiblemente el nivel lírico de la representación.
Pese a lo anterior, La vida en rosa es más que Edith Piaf, y eso nos convida a ser indulgentes. Un filme que consigue expresar con sutileza el poder de la voluntad, cuando menos conmueve. El infortunio en Edith adquiere otro matiz, y esta historia lo pinta a las claras. No abusa de él para granjearse admiración; su vida fue una de las más sufridas, mas no fue esta una realidad que explotó: prefirió no perder la capacidad de ilusionarse, de vivir plenamente sin rencores que le estorbaran en el escenario y fuera de este. El Gorrión de París es un símbolo de la voluntad irreducible de los grandes creadores, de los que antes de llorar sus penas, las disfrazan como el más humilde clown.
Ya Edith Piaf tiene su himno.