Se hizo un silencio expectante. Cuando César López, con su voz casi inaudible, comenzó a hablar, hasta el vetusto aire acondicionado del aula, fue extinguido. «Recuerden que estamos debatiendo sobre la década prodigiosa», dijo. Y empezó a recitar unos versos de Juana de Ibarbourou, como para anunciar que la Revolución tiene mucho que ver con la poesía.
«Toda adhesión a un proceso cultural tan grande —explicó— debe ser crítica y dubitativa, cosa que a veces cuesta». Y habló de los disparates de los 60, románticos disparates consustanciales a «una revolución radical».
«Recuerdo que discutimos intensamente en la UNEAC El Socialismo y el hombre en Cuba, del Che. Un texto polémico. Fueron varias jornadas de debates, bajo la dirección de José Lezama Lima, porque Nicolás Guillén, el presidente, se encontraba en el exterior». Con una sonrisa añade que eran diálogos «barrocos, delirantes a veces», pero siempre necesarios. Hasta que llegó una orientación de que no se discutiera más.
Sin embargo, en su recuerdo de aquellos años, pintura en el aire que escuchan los estudiantes que lo rodean, se ve crecer la Cultura; «que no es solo cómo se escribe un poema o una novela, sino cómo se cocina, se hace el amor, o se asiste a una asamblea....».
En el aula de Postgrado de la Facultad de Comunicación no cabe una silla más. La Cafetera, como se llama este espacio de la Universidad de La Habana, convocó a hablar de los años 60 en la Isla. «¿Oye, y quién es ese que está al lado de César?», «Lisandro Otero, muchacho, también Premio Nacional de Literatura». «Sí, sí, pero el que comenzó el panel fue Pedro Pablo Rodríguez, el del Centro de Estudios Martianos.» «Cállense, chico, que no dejan oír».
Oír. Todos quieren oír con la mente bien abierta para que no escape, como dijo José Bodes, fundador de Prensa Latina, «el constante dar y recibir» que significó ese decenio. El Gobierno de Estados Unidos incomodándose con las nacionalizaciones y Cuba desmochando una a una todas las prebendas. Los dueños de casonas en Miramar dejándolas en manos de sus criados por algunos meses, «hasta que los americanos resuelvan esto», y los empleados de aquellas mansiones convirtiéndose, definitivamente, en propietarios. La muerte restando maestros y las buenas letras, las primeras para miles de cubanos, creando otros.
No se puede perder de vista que en 1961, 100 000 jóvenes se fueron a alfabetizar, acentúa Pedro Pablo, ni que en muy breve tiempo casi se acabó la prostitución. En eso, la investigadora Sonia Moros, desde el público, toma la palabra y recuerda a los presentes las hazañas de las jóvenes de entonces...
«Sí, porque imagínense a 300 muchachitas del interior que vinieran a estudiar a G y 25, en el Vedado, donde las dos terceras partes del edificio eran ocupadas por varones». Casi se puede tocar la alegría de las madres, que vieron hacer lo que ellas no pudieron. Casi, el júbilo de romper no solo con la dominación política, sino también con los tabúes arraigados.
Un empedernido fotógrafo, estudiante de Periodismo, trata de atrapar los gestos de Lisandro, quizá porque le dieron ánimo las referencias a Salas, Korda y Corrales que hizo el riguroso escritor. Ellos, los caricaturistas, los arquitectos que diseñaron la Escuela Nacional de Arte, la gente de a pie que fue motivo literario, también dieron rostro a aquella época.
Julio García Espinosa, que se ha mantenido callado, tal vez esté recordando sus batallas en el ICAIC. Alguien del auditorio evoca Memorias del Subdesarrollo y otros filmes de Titón. Mientras, el autor de El joven rebelde, ensimismado, advierte que siempre vale correr el riesgo.
Llevamos casi tres horas conversando. Es de noche y hay que guardar interrogantes. Pero el ritmo fundacional de los 60 continúa. César López, después de estremecer con su palabra, toma, como otros estudiantes, una ruta 174.