El velo pintado, la película de estreno por estos días en los cines de la capital, con dirección de John Curran, un guión inspirado en un relato de Somerset Maugham y las estelares interpretaciones de Naomi Watts y Edward Norton, tiene, francamente, no pocas cosas en contra.
De entrada, ese molesto oportunismo con que el cine gringo utiliza dramáticamente al Otro, mientras lo demoniza ideológicamente. Los chinos de los años 20 del siglo pasado son unos bárbaros sedientos (esto es literal; no tienen agua, pero tienen cólera), irracionales, incapaces de comprender que si el agua está contaminada, hay que cerrar los pozos e inventar nuevas fuentes. El atildado matrimonio inglés debe vérselas entre salvajes voraces por una gota de agua. Él, un bacteriólogo responsable, desciende al infierno de la China profunda, ronca; ella, que no lo ama, a duras penas lo acompaña. Pero cuando el acento moralizante de la historia obliga a que los protagonistas se sensibilicen con el entorno —más por necesidad de supervivencia que por convicción— será demasiado tarde. El enfoque de los chinos, allá en un telón de fondo sucio y percudido, no puede ser más racista. El nacionalismo chino queda presentado como otro absurdo político, chauvinista y excluyente, cuando es la película la que hace parte de una tradición cinematográfica que detesta al Otro y lo diluye del peor modo en medio del aura romántica.
Para con el enfoque de la familia, esa institución sagrada en el mundo estadounidense, sin embargo, contemplaciones. No podemos ser ingenuos tampoco aquí: el giro final que da la historia representa otra forma de decirnos que siempre habrá razones para amar al cónyuge; que por más que las reservas, el rencor, incluso el engaño, la mentira y el resentimiento, invadan al matrimonio, siempre habrá ocasión de restituir la imagen del Otro (¡este Otro sí!), y de comprender que en el esposo o la esposa rechazados habitan decenas de valores, de virtudes, que quien renuncia no ha sabido descubrir o justipreciar. La familia es defendida así, otra vez, como una célula sacrosanta, intocable, infinitamente reproducible y amable. Esta película menor posee todos los tintes del conservadurismo hacia adentro y el racismo hacia fuera, tónica que distingue, de siempre, la producción norteamericana de la corriente principal.
La narración también resulta típica y tópicamente gringa. Este otro amor en los tiempos del cólera es contado con la sorprendente fluidez de un esquema de narración que intenta favorecer la identificación del espectador todo el tiempo, mediante el recurso de simular que la historia se cuenta sola. Esto es, se disimula la instancia narrativa, la voz del punto de vista (omnipresente, sin embargo, en decenas de detalles que revelan el claro posicionamiento ideológico de la historia), se anulan los posibles distanciamientos o las salidas o rupturas del sistema lingüístico establecido, etc. La narración hace que la historia corra como no corre el agua que anhelan los pobres chinos a cada minuto. El «enganche» del espectador, otro empalme con el tono y el aliento del telenovelón romántico, es buscado a cualquier precio. Para ello, el esquema gringo básico no renuncia a una de sus garantes viejas fórmulas: dos actores jóvenes, talentosos, en alza, encarnarán la pareja protagónica del dramón a la usanza, intencional, de «las películas de entonces».
Las actuaciones de Naomi Watts y Edward Norton son definitivamente recordables. El casting es sencillamente perfecto. Naomi Watts y Edward Norton eran los actores ideales para esta saga romántica que no resulta exactamente un remake pero se parece a tantas cosas, a tantas otras historias de (des)amor en un par de protagonistas del Primer Mundo, llevados a situaciones límites en el contexto borde del Otro exótico... (Caramba, ¿no les suena?). Ellos, talentosos, atractivos, presencias imponentes a la cámara, eran las figuras exactas para el tono ya-visto de esta fábula sobre la base del heroísmo sentimental de su pareja. Naomi tiene bien puesto el apellido: ella es pura electricidad desde el primer cabello hasta el último dedo del pie. Actriz inteligente, rabiosamente sensual, intensa y vulnerable, trágica y tierna, resulta perfecta para la pérfida esposa que llega a corregir su plan. La tuvimos en su día en Mullholand Drive y en 21 gramos, sin que sospecháramos entonces que maduraría tan rápido. Aquí es capaz de sostener la mirada y la actuación sutil de un monstruo consumado como Edward Norton, y eso lo dice todo. Norton también era idóneo para el bacteriólogo que se ocupa más de las bacterias que del encanto de su esposa, introvertido, implosivo, con decenas de razones bajo la piel. La actuación de ambos —quienes logran toda la química que les niega la historia— es definitivamente recordable.
Pero no solo ellos. Quiero al final salvar lo salvable del dramón romántico: la belleza y la inteligencia con que la dramaturgia consigue la vuelta de tuerca de la historia. Tengo que admitir que me sacó lágrimas la forma como la dramaturgia se las ingenia para consumar su parábola de defensa familiar. Eso sucede sobre todo cuando la película se afana en la siguiente reflexión: todo puede cambiar el día que comprendemos que las causas de la distancia no están solo en el Otro. Todo puede cambiar el día en que nos empeñemos en merecer al Otro, en cautivarlo, en seducirlo, en pasar por sobre su presunta falta de encanto, para generar nosotros mismos el encantamiento. El primer y el último paso de la recuperación dependen de nosotros.
El tema del merecimiento resulta hermoso en la película: yo reclamo, yo echo de menos, yo me busco otra, yo renuncio, pero, ¿qué he hecho yo para merecer a quien tengo a mi lado? Ese interrogante es hermoso, y explica tantas cosas en la vida, fuera del egoísmo. Cuando el personaje de la Watts abandona su narcisismo y sus odiosos reclamos de cada minuto, cuando se percata de la bajeza y de la cobardía del amante que la ha utilizado, y de pronto descubre que en el ser que tiene delante puede hallar no pocas satisfacciones (tampoco hay que desatender que bastante obligada asimismo por las circunstancias, pues no quedan demasiadas opciones en ese retiro en que sobreviven, asediados por el cólera), la película bordea una complejidad que no conocía.
Eso vuelve bella, a pesar de todo, a El velo pintado, y por eso la recomiendo. Cierto que tal destreza no hace sino apuntalar una férrea ideología de fondo, y hasta de superficie, pero eso mismo tenemos que lograr nosotros en otros sentidos: conseguir que la ideología, la nuestra, se exprese en la seducción, en la belleza, y no en la doctrina abotargante del panfleto.